Capítulo 3
La otra mano de Joaquín sujetó mi mentón con firmeza, impidiéndome esquivarlo, y presionó sus labios contra los míos.

—Te va a gustar —susurró.

***

Gabriel está en su último año de preescolar. Las clases comienzan puntualmente a las ocho, y, como vivimos a veinte minutos en carro del jardín de niños y no queremos que llegue tarde, sale todos los días a las siete y media.

Yo me levanto a las seis y media para preparar el desayuno. Hoy decidí hacer algo sencillo: caldo con pasta, de lo cual lo más laborioso es el caldo, que preparo con pollo fresco.

Coloco los ingredientes en la olla, pongo el pollo entero ya limpio, y, por último, agrego el cebollín atado en la parte superior. Acto seguido, tapo la olla y la pongo a fuego alto.

Cuando hierve, levanto la tapa y el aroma concentrado del caldo de pollo inunda la cocina. Agrego un poco de sal y bajo el fuego para que siga cocinándose lentamente.

Satisfecha con el progreso, salgo de la cocina y voy al vestidor para elegir la ropa que Gabriel y Joaquín usarán hoy.

Joaquín, como presidente de la compañía, necesita que su vestimenta sea impecable. En cambio, Gabriel, tan pequeño, necesita ropa cómoda y práctica.

Después de seleccionar la ropa, la dejo en las habitaciones, sabiendo que, para ese momento, ya casi han terminado de asearse.

Aprovecho este momento para regresar a la cocina y servir el caldo, mientras pongo la pasta. Como el caldo aún está caliente, hierve rápidamente y echo la pasta para los tres, quedándome junto a la estufa, esperando en silencio a que se cocine.

—¡Mamá! —escucho la enfurecida voz de Gabriel y, al voltearme, lo veo corriendo hacia mí con la tableta en las manos.

—¿Fuiste tú quien eliminó a tía Carolina y nos sacó del grupo? —preguntó, rabioso.

—No fui yo —respondo, mirando su pequeño rostro encendido por el enojo, mientras niego con la cabeza.

En realidad, entiendo perfectamente a Gabriel. Es pequeño y aún no puede distinguir entre el bien y el mal, por lo que para él Carolina se ha convertido en su persona favorita. Lo consiente sin límites, dejándolo comer lo que quiera y jugar sin límites.

Nosotros, los adultos, sabemos que cortar el contacto con ella es lo mejor para Gabriel, pero él, a su corta edad, simplemente no puede aceptarlo.

Ya estaba preparada mentalmente para enfrentar su rabia. Sin embargo, jamás imaginé que sus palabras pudieran ser tan hirientes.

—¿Si no fuiste tú, entonces quién? —insiste Gabriel, mirándome con los ojos enrojecidos— ¡Con razón todas dicen que papá no te quiere! ¡Una mujer como tú, que quiere controlar la vida de todos, no merece que nadie la quiera!

Aunque ya sabía que su enojo podía hacerlo decir cosas extremas, trato de repetirme que debo ser comprensiva, que solo es un niño… Sin embargo, subestimé cuánto podía herirme.

Sus palabras atravesaron mis defensas como una flecha certera, clavándose profundamente en mi corazón.

¿De verdad soy tan detestable ante los ojos de mi propio hijo?

Mis manos tiemblan sin control, pero, aun así, logro preguntar:

—Si papá no me quiere… entonces, ¿a quién quiere?

Gabriel infla sus mejillas, enojado.

—¡Por supuesto que a tía Carolina! ¡Él mismo dijo que la ha querido desde hace mucho tiempo!

—Ah, ¿sí? —repongo con la mente en blanco— ¿Cómo sabes eso...?

Gabriel ladea la cabeza mientras me mira, como si comprendiera el impacto de sus palabras.

—Pues papá me lo dijo, ¿por qué otro motivo papá siempre me llevaría a jugar con tía Carolina?

Su pregunta, tan directa e inocente, es un golpe brutal.

Es cierto.

Si Joaquín realmente no quisiera a Carolina..., simplemente no mantendría con tacto con ella. Pero… los últimos meses habían estado de encuentros sospechosamente frecuentes. Los sentimientos de Joaquín hacia Carolina son cada día más evidentes. Y yo no puedo evitar sentir como si una mano gigante estrujara mi corazón.

El dolor es insoportable.

—Papá quiere mucho a tía Carolina. La mira diferente que a ti —continúa Gabriel, como si quisiera asegurarse de que lo entienda—. Papá dijo que si no se divorcia es porque tiene miedo de que, después de hacerlo, yo acabe como tú, hijo de una familia monoparental, lo que no es bueno para mi desarrollo psicológico. Además, le preocupa que tú lo acoses y pierdas el control lastimando a otros.

Miro al Gabriel frente a mí, un niño de apenas cinco años, con su vocecita infantil, increíblemente tierna y adorable. Pero las palabras que dice… son de una crueldad que no puedo soportar. Realmente hirientes.

Me esfuerzo por consolarme pensando que dice estas cosas porque está alterado..., pero no puedo lograr que mis manos dejen de temblar.

Hasta que noto que la pasta está lista. El aroma me devuelve momentáneamente a la realidad. Intentando apartar de mi mente las «inocentes palabras de mi hijo», le sirvo un plato de pasta y lo pongo en la mesa, cuidando que no se queme.

—A comer —digo con una forzada calma.

Sin embargo, Gabriel toma el plato con sus pequeñas manos y lo estrella contra el suelo, haciéndolo añicos y derramando el caldo con pasta por todas partes.

—¡Gabriel! —mi voz estalla llena de enojo—. ¡Aunque estés molesto hay límites! ¿Ya olvidaste olvidado los modales que mamá te enseñó?

Madre e hijo nos miramos fijamente, ninguno dispuesto a ceder.

Gabriel, frustrado por no obtener lo que quiere, me empuja y grita mientras las lágrimas corren por su rostro.

—¡No necesito que me enseñes nada, te odio!

Aunque no tiene mucha fuerza, su empujón me hace tambalear, al punto en el que casi caigo al suelo. Incrédula, me quedo inmóvil, mirando cómo se aleja llorando.

Antes, nuestra relación era totalmente distinta; nos llevábamos muy bien. Pero, ahora, con su corta edad y su inmadurez, dice y hace cosas que no siempre son correctas. Aunque a veces logra lastimarme, siempre he intentado explicarle lo que ha hecho mal una vez que ambos nos calmamos. Él solía reflexionar y buscar la manera de enmendarse.

Era común que se acercara después de haberme herido, rodeara mi cuello con sus bracitos y me dijera, con su vocecita arrepentida:

—Mamá, hace rato dije algo mal que te hizo sentir triste, ¿verdad? Ya entendí, y prometo que no volveré a decirlo.

Luego, frotaba suavemente su carita contra mí.

Pero ¿ahora?

Me apoyo en la estufa para mantener el equilibrio, mientras las lágrimas bajan por mi rostro sin control, una tras otra, preguntándome por qué ha cambiado tanto. ¿Será que realmente estoy fallando en mi manera de educarlo?

Me obligo a reflexionar.

Antes, fui demasiado estricta con él, siempre exigiéndole lo mejor, sin darle margen para equivocarse. Tal vez es muy pequeño para entender que todo lo que hago es por su bien. Quizás solo ha sentido una constante presión por mi parte. Mientras que Carolina, con su indulgencia sin límites, le ofrece el alivio que yo no puedo darle. Lo consiente, lo deja hacer lo que quiere. Poco a poco, lo ha ido influenciando, separándolo de mí y acercándolo a ella.

Si en el futuro relajo mis exigencias con él, ¿acaso nuestra relación mejorará?

Pensando en esto, tomo otro plato del estante. Gabriel tiró su comida, pero Joaquín aún no ha comido. Sin embargo, esta vez no le sirvo la pasta con anticipación como siempre. Solo coloco un plato vacío en la mesa y me siento.

Mi mente es un caos.

Cuando Joaquín llega al comedor y ve el plato vacío, frunce el ceño con sorpresa.

—¿Qué pasó?

—Ayer salimos del grupo y eliminamos a Carolina, Gabriel está muy alterado y tiró la comida —respondo con una forzada calma, intentando contener las emociones que amenazan con desbordarse—. Probablemente, hoy no tenga ganas de comer lo que preparé, mejor llévalo directo a la escuela para que coma allá.

—Bien —asiente Joaquín. Acto seguido, se sirve pasta, y, con un tono conciliador, agrega—: No te enojes, mi amor. No tomes tan en serio lo que hace o dice un niño.

Lo miro, recordando las palabras de Gabriel, y me carcomen las ganas de preguntarle qué está pasando realmente. Pero me detengo. Si después me pregunta cómo puedo tomar en serio las palabras de un niño enojado, ¿qué le respondería? Aun así, callar me hace sentir ahogada.

Con un nudo en el pecho, finalmente decido hablar:

—Sobre lo de ayer...

Joaquín parece anticipar mis pensamientos, porque me sonríe y extiende la mano para acariciar mi cabello.

—Tranquila. Si te prometí que lo manejaría, puedes confiar en mí. Todo estará bien.

—Está bien, come —digo, sintiéndome un poco más calmada con su respuesta.

Cuando Joaquín finalmente corte todo contacto con Carolina, me esforzaré por fingir que esto nunca pasó. Me convenceré de que siempre ha sido un esposo amoroso, un padre que adora a su hijo. Después de todo, alguna vez fuimos una familia feliz.

***

Después de desayunar, Joaquín sube a la habitación a llamar a Gabriel para ir a la escuela. El niño baja vestido, pero, al verme, resopla, infla las mejillas y gira la cabeza con un gesto de desprecio. Toma la mano de Joaquín y camina hacia la puerta, sin decirme ni una palabra.

Desde la entrada, Joaquín se despide de mí, antes de marcharse como cualquier otro día.

La casa queda en silencio, y yo me quedo sola con la rutina que me espera. Tareas repetitivas y tediosas, entre las que se encuentra limpiar el desastre que dejaron.

Angustiada, recojo los pedazos del plato roto, la pasta esparcida, seco el caldo derramado y lavo los platos vacíos, antes de recoger la ropa que dejaron tirada ayer.

Cuando termino con todo, empiezo a trapear. Limpio cada rincón: la sala, las habitaciones, y finalmente el estudio...

Sin embargo, al abrir la puerta del despacho, algo llama mi atención: en el escritorio hay dos cartas abiertas y una fotografía, en la que puedo ver a Caroline, joven y radiante. En la carta de la izquierda reconozco la letra de Joaquín, y el corazón se me acelera mientras la leo. Solo tiene dos frases:

«Carolina, aunque tu traición anterior me hirió profundamente, puedo perdonarte. Si estás dispuesta a volver conmigo, cancelaré inmediatamente mi boda con Luciana».

¡BOOM!

Un ruido sordo estalla en el interior de mi cabeza, y mi mente queda en blanco, mientras un zumbido resuena en mis oídos.
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