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Yo soy mía
Yo soy mía
Por: Liz Portieles
A punta de pistola

Desde hace poco más de cuatro años vivimos aparentemente en paz. Digo aparentemente porque siempre vigilamos por encima del hombro, buscando una huella de nuestro mayor enemigo.

Mi hermana, Amira, se ve feliz. Es toda una madraza. Su esposo Amhed siempre está pendiente de su hijo Jasman. Ambos se notan muy enamorados.

Eso del amor no va conmigo. Mi corazón se ha vuelto de piedra. Yo jamás seré de nadie. Yo soy mía.

—¿En qué piensas, tía Basima? Hazme un cuento.

Jasman tira de mi falda, trayéndome de vuelta a la realidad. Estos momentos con mi sobrino son los mejores de mi vida.

—Estaba pensando en que... —sonrío mientras me le acerco muy lentamente— ¡en que te voy a comer!

Entre risas y correrías por el jardín de la mansión se nos va el tiempo. Los guardias que nos observan deben pensar que estoy loca... Pues que piensen lo que quieran.

Cuando ya hemos jugado por un buen rato, me dejo caer encima de uno de los bancos del jardín. Hacerme la muerta es uno de nuestros pasatiempos preferidos. Aunque Jasman sabe que no es cierto, siempre me sigue el juego; pero, esta vez, él ha tardado demasiado tiempo en reaccionar. Algo sucede, algo extraño.

Abro los ojos con lentitud, temerosa de que mis pesadillas más oscuras se vuelvan realidad.

Mi mirada se tropieza con dos hombres vestidos con sucios harapos. Uno de ellos sostiene a mi sobrino por los aires. Con una de sus enormes manos tapa la boca del niño mientras el pequeño se menea sin lograr escapar de su agarre.

Yo debería pedir ayuda, pero la voz se me ha quedado atrapada en la garganta. De todos modos, aunque lograse gritar, dudo que los guardias me escuchen. Nos hemos alejado mucho de la casa.

—¿Y qué hacemos con la chica, Ramiro? —pregunta el hombre, que sujeta a Jasman, a su compañero.

Ambos intercambian una sonrisa burlona. Me recuerdan a aquellos malhechores que abusaron de mí hace ya algún tiempo.

—Se me ocurren muchas cosas divertidas, Pedro —responde el otro bandido mientras se me acerca.

Su mirada me desnuda a pesar de que llevo mucha ropa cubriendo mi cuerpo. Aunque hemos abandonado Arabia y sus costumbres para instalarnos por completo en España, no me he acostumbrado a la ropa occidental. Parezco una monja.

—Se viste como una monja.

Ramiro parece haberme leído la mente. Ha dicho justo lo mismo que yo había pensado.

—Pues vamos a arrancarle su tanto trapo y tengamos sexo con ella hasta que el coño se le rompa en pedazos. Ya se me está poniendo el miembro duro —añade Pedro.

Los ojos me traicionan. Se clavan en el bulto de su entrepierna. Es enorme.

Unas manos jalan mi blusa mientras otras me empujan. Doy un paso hacia atrás, tratando de alejarme, pero pierdo el equilibrio y caigo sobre el banco. La frialdad del mármol se clava en mis heridas recién hechas.

Ramiro se coloca sobre mí y se abre paso a través de la falda.

En vano forcejeo.

En vano clavo mis uñas afiladas en sus brazos.

En vano me revuelvo como fiera en celo.

Su cuerpo pesado aplasta por completo al mío. Me cuesta respirar.

Van a violarme una vez más. Lo peor es que será delante de mi sobrino.

Cierro los ojos ante lo inevitable, pero el llanto de Jasman me llena de fuerzas para pelear. Entonces, lanzo una patada a la entrepierna del hombre y logro hacerle a un lado. A toda velocidad, me tiro al suelo y corro hacia el bandido que sujeta a Jasman. Ya que mis puñetazos poco podrían dañarle, clavo mis dientes en su brazo, esperando un milagro.

—¡Déjale ir! —Forcejeo con fuerza mientras hablo de manera tropelosa, sin soltar el curtido pellejo del bandido.— Es solo un niño pequeño. Hazlo y te juro que haré lo que deseen.

El hombre que tengo a mis espaldas se levanta del suelo y se aferra a mi cintura. Me aprieta con rudeza, clavando sus enormes dedos en mi piel.

—¡No necesito tu consentimiento, perra! —afirma con furia—. Haré contigo lo que me dé la gana o si no...

El otro tipo coloca un cuchillo cerca del cuello de mi sobrino y yo asiento sin protestar. Temo que, de lo contrario, cumplirían sus amenazas.

Estoy perdida. Como oveja obediente me dejo guiar hacia el banco. Que esos bandidos hagan de mí lo que quieran. Lo más importante es la vida de Jasman.

De repente, un tercer hombre zafa el agarre que sujeta mi muñeca. Es alto, erguido y se mueve con aires de jefe. ¿Estaremos... salvados?

—¿Qué hacen, idiotas? —gruñe él con mal genio.

—Queremos divertirnos un rato con la chica. ¿No se puede? —masculla el sujeto que sostiene a Jasman.

—¡Por supuesto que no! —exclama el tercer hombre sin siquiera mirarme—. Estamos demasiado cerca de la mansión de Amhed Hassim. Los guardias notarán la ausencia de estos dos en cualquier momento y vendrán hacia acá. Nuestro hombre infiltrado no les despistará eternamente. Cuando eso suceda, estaremos en desventaja, pues ellos son más que nosotros. Además, tenemos una misión y hay que cumplirla. Dejen ya de actuar como un par de niños.

Aún no me calmo por completo, aunque ya no siento tanto miedo. Al parecer este sujeto no es un desalmado.

Levanto la cabeza con lentitud. Quiero agradecerle, pero antes de que consiga hablar, él da una orden.

—El objetivo es el niño. ¡Maten a esa mujer y dejen que las auras se alimenten de su cuerpo!

—¿Por qué matarme? —pregunto al instante y sin titubear aunque, por dentro, todo me tiembla—. Podría serles más útil si vivo. Conmigo, el niño no les ocasionará problemas. Prometo no darles trabajo y complacerles en todo lo que deseen.

Ando muerta de miedo, pero no lo demuestro. Por amor a Jasman soy hasta prostituta.

Los dos hombres miran al tercero de ellos, esperando la confirmación.

—Lo que dice tiene cierta lógica —afirma Ramiro—. De ese modo, la perra pagará el daño que me hizo.

El hombre roza la mordida de su brazo, de donde, aún, brota la sangre.

—¡He dicho que la maten cuánto antes! El jefe pidió que le llevásemos al niño. Eso es lo que haremos—insiste el tercer hombre con voz de trueno.

Los dos subordinados se miran entre sí buscando el valor para cumplir la orden. Pasa un segundo, dos, tres... Ninguno de nosotros se mueve. Yo siquiera respiro.

—Hazlo tú, Ramiro —indica el jefe—. Será como aplastar una cucaracha.

Las manos de Ramiro tiemblan. Se ha puesto demasiado pálido. Por un instante, pienso que me defenderá, pero son solo sueños. Él no duda en empuñar la pistola y colocarla en frente de mi rostro.

—¡Dispara, pendejo! —Repite el tercer hombre.

Jasman se tapa los ojos para no ver.

—¡Ponte de rodillas! —me ordena Ramiro.

El miedo no me controlará. Si ha llegado mi hora de morir, lo haré con la frente en alto.

—¡Dispara! —le digo—. Jamás me arrodillaré delante de un bandido.

El hombre acerca aún más el arma y chilla:

—¡Es una pena que tenga que matarte, m*****a perra! Me encantaría quitarte las malas pulgas, esas que tienes, pero lo ha ordenado Gustavo, y las órdenes siempre hay que cumplirlas. ¡Adiós! ¡Nos vemos en el infierno!

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