Resiliencia

Si alguien me preguntase cómo es que he mantenido la cordura luego de dos horas de viaje ininterrumpido por el campo, la respuesta es sencilla: resiliencia.

Debo adaptarme y sobrevivir para que también Jasman sobreviva.

Hemos cabalgado en silencio, a través de senderos intrincados, lejos de todo ser humano, hasta llegar a un pueblo fantasma en medio de la niebla. No he visto a los pobladores del lugar a pesar de que todavía los últimos rayos de sol se esconden detrás de las montañas.

—¡Bajando ya del caballo, muchacha! ¿Le has cogido cariño al animal o es que te gusta estrujarte con los hombres? —Los dientes de oro de Gustavo refulgen en la oscuridad del atardecer.

Es cierto que me he acomodado en el pecho de Leonardo. ¡Idiota de mí! Muy pronto me he olvidado de que él es solo un bandido y, yo, su prisionera.

Mientras él sujeta al niño, hago mis esfuerzos para llegar al suelo. Este animal es muy alto y, aunque no soy pequeña de estatura, me falta agilidad para mover mis piernas dentro de la falda. Además, de tanto cabalgar, el trasero se me ha hecho cuadritos.

Cinco intentos más tarde, los bandidos se mueren de la risa. Todos se burlan, menos Leonardo, quien, de un salto, y sin despertar a Jasman, se tira a la tierra. Su destreza me deja con la boca abierta del asombro.

Luego, con la mano libre, él me toma de la cintura, como si, en lugar de una mujer, yo fuese una pluma.

—¡Cada quien a lo suyo! Hagan sus turnos de vigilancia. De los prisioneros, me encargo yo —ordena con voz firme.

Sin protestar, sigo los pasos del jefe hacia dentro de una modesta casa de campo. Está algo más alejada que las demás, lo suficiente como para que no se escuchen mis gritos de auxilio. Dentro de ella, nadie nos recibe; pero los calderos aún se encuentran calientes encima del fogón. Alguien del lugar trabaja para ellos

—¡Come y dale algo al niño! —me grita Leonardo mientras pasa de largo, echando una ojeada alrededor.

Por mi parte, también yo lo hago. Tengo que reunir algunas pistas para cuando se nos dé la oportunidad de escapar.

La casa es muy pequeña. Apenas tiene tres habitaciones. Nos encontramos en un recibidor con cuatro sillas de madera, un fogón y unos pocos útiles de cocina. A través de la rendija de una puerta, veo el cuarto de baño. La otra habitación es un dormitorio con una sola cama.

Todos los muebles son modestos. Están cubiertos por toneladas de polvo. Obviamente, nos han traído a un sitio deshabitado. Sin embargo, que estemos aquí es parte de los planes de los secuestradores y, no, un fruto de la casualidad.

Me humedezco, con la punta de la lengua, los labios resecos por el sol y el polvo del camino. No tengo una gota de hambre y, sí, mucho cansancio; pero necesitamos estar fuertes.

Mis ojos, muy abiertos, siguen los movimientos de Leonardo. Él destapa el caldero y, como si fuese la única persona del universo, toma un cucharón y comienza a sorber la sopa. ¡Asqueroso patán que se complace en molestar!

—¡Eso no se hace! ¿No tiene modales? ¿Es que su madre no le enseñó nada bueno? —grito tan fuerte que hago que Jasman se menee dormido y lance un suspiro.

—Pensé que usted no quería. Como lleva media hora parada enfrente del fogón y no ha tocado un plato ni una cuchara, supuse que todo sería para mí. —El patán me contesta sin dejar de comer.

—¿Además de secuestrarnos, nos matará de hambre?

—¡Primer error! No la he secuestrado, señorita —me responde, dejando el caldero de sopa y acercándose peligrosamente—. Mi objetivo era llevarme al chico. Usted se ha sumado a esta aventura por sí misma. Yo tenía dos opciones: Dejarla, para que diese la alarma antes de que nuestros enemigos descubriesen la ausencia del niño o, como querían mis hombres, matarla. Traerla conmigo ha sido lo mejor para usted y, también, para Jasman. Tengo entendido que ambos se llevan muy bien.

Asiento en silencio. Razón no le falta, pero eso no me impide odiarle.

Con besos y caricias trato de despertar a mi sobrino para que entone el estómago con algo caliente. La sopa luce bien aunque al cucharón le haya pegado la baba del patán.

—Jasman, amor, vamos a comer. —Le rozo la trompita con mi nariz.— Un beso de esquimal para mi hombrecito...

El niño apenas lanza un quejido pidiéndome que le deje en paz. Ha sido mucho estrés para un solo día. Primero, se ha cansado jugueteando en el jardín y, después, nuestras vidas se han puesto de cabeza.

—Hay que comerse toda la papa, bebé —insisto.

—Soy un niño grande, no un bebé. —Protesta sin moverse. De repente se incorpora de golpe, abre muy grande sus ojazos azules y chilla: —Tía, tuve una pesadilla muy, muy fea. Unos hombres malos nos hacían daño y nos llevaban lejos de la casa.

Me mira fijamente, esperando que le invente una historia fantástica, pero ni mis palabras más mágicas serían capaces de convertir las paredes de piedra que nos rodean en las de la mansión familiar, ni a los malvados bandidos en nuestros guardias.

—Es que... —Tartamudeo sin hallar una respuesta.

¿Cómo podría mentir a la persona que más amo en este mundo?

El niño echa un vistazo alrededor mientras las lágrimas corren por su rostro. No hay que ser un adulto para comprender que esta pesadilla es real.

—¿Volveré a ver a mi mamá?

El llanto de Jasman saca, fuera de mí, las lágrimas que he tratado de contener durante horas. Abrazados, lloramos juntos hasta que el niño se vuelve a quedar dormido y le llevo cargado a la cama. Allí, le acomodo entre las sábanas y me tiro a su lado.

Prefiero quedarme sin comer. La sopa no me pasaría por el nudo que se me ha hecho en la garganta.

Solo anhelo dormir en paz, cerrar los ojos en busca del descanso.... pero no lo alcanzo.

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