Vidas Cruzadas: Casada con el heredero equivocado
Vidas Cruzadas: Casada con el heredero equivocado
Por: Lizzy Bennet
1- Son anticonceptivos

Emma

—Cinco años, Emma. Cinco largos años y aún no has podido darme un nieto. ¿Sabes lo que eso dice de ti?

Las palabras de mi suegra, esa mujer altiva. Ícono temible y envidiable de la sociedad, caen sobre mí como cuchillos afilados haciéndome sentir diminuta.. 

Siento que mi cuerpo se tambalea de puro agotamiento, pero no solo físico. Es como si cada palabra que sale de su boca tuviera la intención de aplastarme.

—Lo… Lo lamento, no me encuentro bien… —respondo con la voz algo apagada. 

Ahora sólo quiero irme. Quiero encerrarme y simplemente olvidar por un momento cómo mi matrimonio parece estar en la cuerda floja.

De solo pensarlo  siento que no puedo respirar, pero mi suegra se interpone en mi camino, sus ojos encendidos en cólera.

—No te encuentras bien, nunca te encuentras bien —dice con el tono de crítica que es imposible de ignorar—. Si ni siquiera puedes tener un hijo, ¿qué sentido tiene que mi hijo se case contigo? Le estás robando su oportunidad de tener un heredero, realmente creí que serías una mejor esposa.

Ese nuevo golpe me llega tan fuerte que siento que incluso me tambaleo.

Toma todo de mi morderme los labios para que no me vea llorar de impotencia. ¿Acaso ella cree que esto no es doloroso para mí? ¿Qué yo no quiero tener un bebé? 

Respiro hondo, tratando de pensar en cosas buenas, como ,mis sentimientos por Jhon. Mi esposo, y como no quiero ser una decepción. Ni para la familia de él, ni mucho menos la mía.

Mirando a los ojos de mi suegra, le digo:

—Yo... lo estoy intentando, juro que lo he hecho… he estado—trato de explicar, mi voz quebrándose en el proceso, pero Victoria no me deja terminar.

—Intentando. ¿De verdad crees que eso es suficiente? ¿Crees que los rumores de lo mal que va tu vida marital no me ha llegado?—espeta, con un tono de burla evidente—. No puedes controlarlo, Emma. Todos lo saben. Jhon casi no viene a casa. ¡Ni siquiera eres capaz de conseguir que se quede aquí! Una buena esposa sabe cómo mantener a su marido interesado, cómo darle lo que necesita. Pero tú... Tú has fracasado en todos los sentidos.

Cada palabra es como una bofetada, y aunque intento resistir, siento las lágrimas agolpándose en mis ojos. Mis manos se aprietan en puños, pero no tengo fuerzas para defenderme.

—Tal vez si te concentraras en cumplir con tus responsabilidades —continuúa, sus ojos fríos como el hielo—, no tendrías que preocuparte tanto por lo que hace tu esposo cuando no está en casa.

Sus palabras me golpean en lo más profundo. Victoria lo sabe, de alguna manera lo sabe. Sabe que algo anda mal, que Jhon me evita. Sabe que él está fuera de la mayoría de las noches.

Pero lo peor es la forma en que lo dice, como si todo fuera culpa mía. Como si yo hubiera fallado en algo que cualquier mujer debería poder hacer.

Antes de que pueda responder, se da media vuelta y se marcha con un paso firme, dejándome sola en el vestíbulo, sintiendo el peso de su juicio sobre mis hombros.

Me quedo allí, paralizada, luchando por respirar con normalidad, pero cada respiro parece clavarse en mi pecho como una aguja.

¿Cómo llegué a esto?

Con el cuerpo tembloroso, me arrastro hacia las escaleras y subo a mi habitación.

—Por favor que sea positivo… Por favor.

Comienzo a contar los segundos mientras mis ojos están fijos en la pequeña barra de la prueba de embarazo. La sostengo entre las manos temblorosas, mi corazón latiendo con fuerza en el pecho.

¡En cuanto tenga a mi hijo con Jhon, todo se solucionará!

—Por favor… 

Siento una opresión en el estómago, una mezcla de esperanza y miedo. 

Los minutos parecen eternos, y cuando finalmente se completa el resultado, mi mundo se desploma.

Una barra roja brillante.

No estoy embarazada.

Otra vez no. 

El dolor me golpea con una fuerza abrumadora, como una ola que me arrastra al fondo de un océano oscuro. Siento que la habitación se vuelve pequeña, que el aire empieza a faltar, y en mi pecho una presión familiar comienza a crecer.

No puedo respirar bien, es como si algo me aprisionara los pulmones. Me doblo ligeramente, tratando de inhalar profundamente, pero el oxígeno no llega. Los dedos se me aferran a la encimera del baño mientras mis pensamientos se desbocan.

—¡¿POR QUÉ NO PUEDO... POR QUÉ?!

Las innumerables pruebas de embarazo de color rojo brillante que tenía en el cajón parecían reírse de mí.

Llevo cinco años intentándolo, cinco años esperando este momento, rogando por un milagro, pues mis estudios muestran siempre que estoy bien, pero aun así no consigo quedar. Y siempre lo mismo.

El silencio del baño se llena con mis jadeos, con el sonido desesperado de mis intentos por controlar la respiración. 

Uso todo mi esfuerzo para salir corriendo de ese lugar y me dejé caer en un lado de la cama.

¿Medicina? ¿Dónde está mi medicina?

Busco en el botiquín con manos frenéticas, pero mi vista empieza a nublarse. Siento como mi garganta se cierra.

—Emma, están en el cajón de tu mesita de noche. ¡Acuérdate de tomarlas! 

La suave voz de Jhon llegó a mis oídos.

Cuando abro los ojos, el techo blanco del hospital se extiende sobre mí. 

Mi pecho sube y baja de manera irregular, pero al menos estoy respirando. 

Me esfuerzo por girar la cabeza, y ahí está el doctor Wilson, revisando una tabla de registros a mi lado.

Parece preocupado, pero cuando nota que he despertado, su rostro se suaviza un poco.

—Emma, ​​¿cómo te sientes? —pregunta, con voz tranquila pero profesional.

Respiro hondo, el aire parece entrar más fácilmente ahora, pero todavía siento una opresión en el pecho.

Tuve otro ataque de asma, de hecho hacía años que no tenía uno, y éste casi me mata.

Recuerdo vagamente que tomé el móvil y marqué un número antes de que todo se oscureciera, y después de eso fue un frío helador el que me sacudió.

Me esfuerzo por incorporarme en la cama, aunque la sensación de agotamiento me pesa en los brazos.

—Estoy... mejor, gra… cias doctor Wilson —respondo, pero mi voz suena débil, quebrada.

El doctor asiente y toma asiento al lado de la cama. Lo observa mientras revisa unos papeles, y de repente siento que algo no está bien.

—Tuviste un ataque de asma muy fuerte —comienza a explicar—. Cuando llegaste, tu nivel de oxígeno era muy bajo, y hemos tenido que administrarte un tratamiento de urgencia. Pero ahora estás estable.

El alivio de estar viva es inmediato, pero no puedo evitar que mi mente vuelva al motivo por el que todo esto empezó. La prueba. El resultado. La desesperación. La imposibilidad de concebir.

Me muerdo el labio y dejo que las lágrimas silenciosas empiecen a correr por mis mejillas.

El doctor me mira con preocupación y después de una breve pausa, continúa.

—Emma, ​​tengo que preguntarte algo importante. ¿Has estado tomando las pastillas para el asma regularmente?

Asiento de inmediato, tratando de controlar mi respiración.

—Sí, claro, siempre tomo las pastillas. Lo he hecho todo como me han indicado. Y no he vuelto a tener un ataque de asma en todos estos últimos años. ¿Por qué preguntó así?

El doctor frunce el ceño y extiende una mano hacia mí.

— ¿Tienes contigo el frasco que estabas usando? Necesito ver las pastillas.

Mi estómago se contrae al notar el tono de preocupación en su voz, pero asiento y busco en mi bolso que está junto a la cama.

Encuentro el frasco y se lo paso al doctor. Lo abre con rapidez y mira detenidamente las pastillas. 

Luego, sin decir nada, se levanta y sale de la habitación con el frasco en la mano.

El tiempo parece estirarse mientras espero su regreso. Mi mente no deja de dar vueltas. 

¿Qué está pasando?

¿Qué le pasa a mi medicación?

No, debe haberse agravado por mi reciente mal humor.

Estaba aprensiva y ansiosa mientras miraba en dirección a la puerta, el segundero del reloj volvía a sonar claramente en mi corazón.

Finalmente, el doctor regresa, su expresión ha cambiado, es aún más grave que antes. Se sienta de nuevo junto a mí y deja el frasco sobre la mesa. No dice nada al principio, como si estuviera buscando las palabras correctas.

—Emma —comienza lentamente—, revisó las pastillas que ha estado tomando. Y debo decirte que estas no son medicamentos para el asma.

Lo miro con incredulidad, el miedo se instala en mi pecho de inmediato.

—¿Qué...? ¿Qué quiere decir? —pregunto con la voz temblorosa.

—... Son anticonceptivos. 

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