2. Por tu gran culpa. 2/2

— Ella no tiene ni la menor idea... — Su mirada se posaba en la imagen de la Virgen María mientras continuaba hablando en el silencioso altar —. Y cuando finalmente se dé cuenta, será demasiado tarde...

En ese preciso momento, varios Cadillac rojos y negros se encontraban ocultos, discretos, testigos de lo que estaba por ocurrir. Al otro lado de la amplia área de campamento, se encontraba ella, junto a un empleado del lugar, recogiendo todos los palos de golf que habían utilizado con tanto desenfado momentos antes. Con sus elegantes lentes de sol, ella ayudaba al joven a cargar todo en la parte trasera de su impresionante auto rojo.

— Mil gracias, ten. — dijo ella, extendiendo su mano derecha con un billete en ella, el cual el joven recibió con un gesto de asentimiento antes de retirarse. — Muy amable.

— Con gusto. — Le respondió el joven desde la distancia, y todo volvió a sumirse en un silencio tenso.

La mujer dio la vuelta al auto, lo puso en marcha y, en ese preciso instante, algo inesperado sucedió. El hombre de mirada penetrante que se escondía, salió corriendo hacia el auto en movimiento, chocando contra él y cayendo al pavimento de bruces. El vehículo se detuvo abruptamente, y la mujer salió del mismo con una expresión de profunda preocupación, acercándose al joven en el suelo.

— ¿Estás bien? ¿Qué ha pasado? — Le preguntó con evidente ansiedad en su voz mientras tomaba con delicadeza sus brazos, a pesar de los quejidos de dolor del joven, quien tenía una mano en la sien. — Por el amor de Dios, juro que no te vi. ¿Estás...?

— ¿Hay sangre? — preguntó él, mirando su mano derecha, intentando identificar si había señales de lo que acababa de ocurrir, sin dejar de quejarse por el dolor.

— ¿Dónde?

— Aquí. — Se señaló un lado de su cabeza.

— No... ¿Se golpeó la cabeza allí? — Le preguntó mientras con cuidado ladeaba un poco la misma, acariciando el lugar del golpe. — No, no sale sangre, está bien. Venga, levántate. — Le pidió, sosteniéndolo de los brazos mientras él se quejaba. — Dios mío, ¿puede decirme por favor cómo se siente? — Le preguntó mientras él se ponía de pie con cierta dificultad. — ¿Cómo se siente?

— Bien, gracias a Dios. — Le respondía mientras no dejaba de tocar un lado de su cabeza.

— ¿Seguro?

— Sí, pensé que me había roto la cabeza.

— No... — Entre una risa un tanto nerviosa, ella dijo mientras, por inercia, se agachaba un poco y recogía del pavimento el zapato que había quedado a pocos metros de ellos. Ella se lo entregó, él le dio una sonrisa un tanto entre queja por el dolor, y ella le dijo: — No sé cómo pedir perdón. — Le decía mientras veía cómo él se ponía el zapato negro en su pie izquierdo. — No sé qué pasó. — Agregó entre una risa corta y nerviosa por la situación. — Es que estaba yo muy apurada y…

— No, es que yo fui el que no se fijó. Yo... — Su voz bajó y tomó un tono trémulo. — Se me acabó el trabajo y venía distraído pensando en qué hacer. Pero no me haga caso, todo me ha salido mal hoy y... — Cubrió un poco sus ojos con su mano derecha entre sollozos. La retiró, miró a la mujer y dijo: — Ahora estoy aquí, desahogándome con usted y ni siquiera la conozco. — Sollozó y la mujer lo miraba sin decir nada, pero con una expresión comprensiva y atenta. Le pasó un pañuelo blanco que sacó de uno de los bolsillos traseros de su pantalón deportivo. Él lo recibió y limpió con él sus mejillas, nariz y ojos.

— No, si es por eso, es fácil... — Tendió su mano. — Dalia Hiddleston. — Se presentó, y él, entre lágrimas, tendió su mano también y la apretó un poco con la contraria, dejaron de hacerlo. — Además, ya nos conocíamos, ¿se acuerda? Me dio una champagne muy buena, por cierto…

— Bueno... Entonces yo soy Thomas Mikaelson.

— Un placer, Thomas...

— Así me demoré días, meses, no importa… Yo voy a acabar con la vida de Dalia Hiddleston. Y… Usted me va a ayudar.

— ¿Por qué... no mire... me dice que se está quedando sin trabajo? — Habló la mujer al regresar del auto y sacar de él su cartera de mano, abriéndola y sacando una pequeña tarjeta blanca con bordes en rojo. — O no sé... Entonces, pase por la oficina. — Le tendió la tarjeta y él la recibió. — Sí... Ahí vemos qué podemos hacer...

— Hiddleston Constructores... — Leyó la tarjeta él con una breve sonrisa y ella asintió. — Pero... — Rio un poco. — Yo no sé nada de construcción.

— Eso no... Solo cumpla con ir y hablamos.

— Bien... — Le sonrió.

— Yo... Permiso, cuídese mucho. — Le dijo entre una corta sonrisa, alejándose, dando la vuelta y caminando hacia la dirección del auto.

Cuando ella le dio la espalda, la sonrisa en el rostro de mirada esmeralda se desvaneció como espumas en aguas oscuras. Pero, esa misma al segundo volvió cuando la mujer volteó a verle desde la poca lejanía, y esta le sonrió de igual forma antes de volver a mirar hacia el auto, entrar en él, arrancar y dejarle atrás. Allí, mientras veía cómo el auto se alejaba, volvió a desvanecer su sonrisa entre una expresión de fastidio y odio. A su vez, examinó la tarjeta con su caligrafía cursiva, letras mayúsculas y tinta negra:

HIDDLESTON CONSTRUCTORES 

Todo al alcance de tus manos.

Dalia Hiddleston.

— Todo va a salir como tenga que salir. Y con su ayuda, así será. —Viendo hacia la virgen hasta solo dejar de estar hincado y con un tono un tanto severo, dijo aquello, se dio la vuelta y sin más, después de persignarse, volvió al silencio, volvió a su rencor…

Sin mirar atrás…

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