Capítulo 3

Varias horas después Meg se frotó los riñones con las manos, intentando calmar el dolor que sufría. Había pasado cinco horas limpiando los baños de aquellas oficinas, y lo cierto es que estaba absolutamente agotada. Se dio prisa en recoger sus cosas, y cuando llegó a la calle, vio que la furgoneta de su jefe ya la estaba esperando.

- Hola Mike, ¿llevas mucho esperando?

Mike, que tenía pocos años más que Meg, era el hijo del jefe de la empresa de limpiezas, y era el encargado de llevar a los trabajadores de su padre de una ubicación a otra. Aunque tenía un carácter gruñón, y pocas veces estaba de buen humor, lo cierto es que a Meg le caía bien, y le gustaba conversar con él.

- No, Meg, acabo de aparcar, de hecho estaba a punto de ir a por un café, pero has llegado más pronto de lo que pensaba.

- ¿Quieres que vaya a por un café al puesto de la esquina? Los preparan para llevar.- ofreció Meg.

- No, tranquila, si de hecho no creo que tarde en volver a casa hoy.

- ¿Y eso? ¿Quién nos va a recoger?

- De eso quería hablarte, Meg, debido a la previsión de tiempo, mi padre ha decidido suspender los servicios de última hora, he venido a llevarte a casa.

- Pero, Mike, eso no puede ser, yo contaba con el dinero de esta limpieza, no puedes hacerme ésto, llévame hasta el sitio, y luego ya me las apañaré yo para volver a casa.

- No puedo, Meg, lo siento, es que mi padre ya ha hablado con todos los lugares, y le han dicho que están de acuerdo, que el temporal previsto es demasiado grande, y que les da miedo que los trabajadores puedan quedarse atrapados en los edificios.

Meg no dijo nada más, y durante todo el camino hasta su casa, adonde amablemente la llevó Mike; aunque habitualmente, tras el útimo servicio, la dejaba en la sede de la compañía, y ella tomaba el autobús; fue haciendo un cálculo de las cosas que tendría que suprimir de la lista de la compra de esa semana. Si no podía hacer todos los trabajos previstos, cobraría menos, y eso suponía que esta semana tampoco podría encender la calefacción.

Cuando Mike la dejó en la puerta de su bloque de apartamentos, y le entregó el sobre con la paga, ella le dio las gracias, y sonrió tristemente.

- Lo siento, Meg, de verdad.- dijo él.

- No pasa nada, Mike, así son las cosas.

Meg subía por la escalera, cabizbaja, cuando su teléfono comenzó a vibrar en su bolso. Lo sacó preocupada, pues a esa hora nunca la llamaba nadie, y temió que a Ben le hubiera sucedido algo.

Vio que se trataba de su madre, y se preocupó aún más, pues pensó que tal vez le hubiera ocurrido algo a su padre.

- ¿Mamá? - dijo colocándose el pequeño teléfono en la oreja.

- Meg, cariño, espero no haberte interrumpido, ¿estabas trabajando?

- No, ya he terminado por hoy, ¿qué sucede?

- Cariño, a tu padre se le han terminado las pastillas para su enfermedad, y en la farmacia no disponen de ellas, y no saben cuando las traerán.

- Pero eso no es posible, mamá, ¿por qué iban a quedarse sin medicamentos en la farmacia?

- Es que ha comenzado a nevar, y han suspendido los servicios de entrega, y estoy muy  preocupada, temo que a tu padre le suceda algo sin su medicación.

- Tranquila, mamá, ante todo no te alarmes.

- Meg, cariño, me duele pedirte ésto,  pero ¿crees que podría conseguir las pastillas en la ciudad y traérmelas?

Meg se quedó en silencio, escuchando la respiración entrecortada al otro lado del teléfono. No había vuelto a su casa natal desde que su padre la echara, al enterarse de su embarazo. Ni siquiera cuando su padre sufrió un infarto, y tuvo que ser hospitalizado durante una semana, le permitió ir a verlo, Meg había sentido como el corazón se le rompía al escuchar a su padre diciendo que no quería volver a verla, pero a pesar de ello, seguía queriéndolo con todo su corazón.

- Claro que si.

- Meg, eres tan buena… de verdad, ¡qué haría yo sin ti!

Meg y su madre si que seguían en contacto, de hecho, la pobre mujer, preocupada por alterar a su marido, enfermo del corazón, hacía frecuentes visitas a la ciudad. Pero lejos de ir de compras, como siempre le decía a él, pasaba el día con su hija y con su nieto, y regresaba a casa siempre con la mirada empañada por las lágrimas, y disculpándose por no poder quedarse durante más rato.

- Envíame la receta del médico, mamá, así podré mostrarla en la farmacia.

- Por supuesto, cariño. Por favor, conduce con mucho cuidado, el clima está muy mal, y lo último que quiero es que tengas un accidente por mi culpa.

- Relájate, mamá, te prometo que conduciré con precaución, y no sucederá nada.

Meg se despidió de su madre, habló con su vecina para pedirle que recogiera a Ben del colegio, y cuando salió a la calle, en busca de las pastillas para su padre, se percató de que la nieve ya había empezado a caer, y de que una fina capa blanca ya alfombraba las aceras. Aceleró el paso con la esperanza de solucionar el problema con rapidez, y en menos de media hora, se encontró subida al volante de su vieja furgoneta.

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