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Capítulo 2: La señorita de una noche de pasión

Cinco años después…

A Diana la vida no le fue cómo esperaba después de su separación.

Descubrió de un solo golpe que el mundo que la había rodeado era superficial y que cuando perdías el estatus social, las personas que creías amigos te daban la espalda.

Izan se ocupó de que nadie le ayudara, ni le diera trabajo.

La quería hacer regresar a toda costa y ella no estaba dispuesta a dejarse humillar de esa forma.

Su exmarido mintió a todo el mundo y cambió los hechos diciendo que él la había encontrado a ella engañándolo con el chofer.

Para terminar de destruirla, aseguró que había intentado robarle para fugarse con su amante.

Falsificó pruebas y compró testigos para asegurarse de que en el acuerdo de divorcio ella se quedaba sin nada y lo tuvo muy fácil gracias a su error. 

La noche que se acostó con aquel desconocido había quedado embarazada. Le hicieron pruebas de ADN y el resultado fue el esperado, Izan no era el padre de su hija.

Diana escuchó los golpes en la puerta de su pequeño apartamento y salió de sus pensamientos.

No quería abrir, sabía muy bien que era su casera y quería que cobrarle el dinero del alquiler.

Se encontraba sentada en un raído sofá junto a su pequeña de cuatro años.

—Mami, llaman —dijo su hija y Diana se colocó el dedo índice en los labios indicándole que se callara.

Agarró la manta con la que se estaban cubriendo por el frío y la colocó sobre sus cabezas.

—Esto es una cueva encantada, mientras estemos dentro nadie nos encontrará, pero tenemos que guardar silencio o la bruja que está fuera nos descubrirá —susurró y los golpes de la puerta se hicieron más insistentes—. Ay, Dios, esa bruja nos va a dejar en la calle —lloriqueó y vio el momento exacto en que su hija entró de lleno en el juego.

Esbozó una sonrisa traviesa y no logró detenerla.

Se quitó la manta de la cabeza y gritó:

—¡Bruja, no nos encontrarás porque tenemos magia! ¡Somos hadas del bosque!

Diana se llevó la mano al rostro y se cubrió los ojos.

Ahora su casera ya sabía que estaban en casa.

—¡En el bosque dormirás esta noche si la morosa de tu madre no me abre la puerta! ¡Ahora mismo voy a llamar para que las desalojen!

—¡No! ¡Ya voy! —gritó y se levantó de un salto del sofá.

Corrió hasta la puerta y la abrió.

Tras ella se encontraba su casera que la miraba entrecerrando los ojos y muy enfadada.

—Me debes tres meses de alquiler, creo que ya he tenido mucha paciencia.

—Por favor, dame unos días más, encontraré un empleo —le suplicó—. Si no lo hace por mí, hágalo por ella.

Aquello era jugar sucio porque su casera estaba muy encariñada con su hija.

—Te voy a esperar porque sé que has dejado de ir a ese horrible lugar de lujuria y perdición y quieres ir por el buen camino, pero si vuelves a trabajar de guarrilla no te querré aquí ni, aunque me pagues. —Después le dio una hoja de papel y ella la agarró—. Una sobrina me dijo que están buscando una recepcionista donde ella trabaja, esa es la dirección, le pedí que hablara bien de ti.

Diana se llevó el papel al pecho y se mordió el labio inferior para no llorar de la emoción.

—Es una bruja buena —susurró.

—¿Qué me has dicho? —dijo la anciana apretándose el sonotone en la oreja.

—Que es una mujer muy buena, mañana estaré allí a primera hora.

—Eso espero —gruñó su casera y la miró de arriba abajo—. Mi sobrina me dijo que tienen guardería para los empleados, así que vístete decente porque si no lo consigues voy a llamar a los servicios sociales.

—¡No, ni se le ocurra! —gritó y miró el papel que le había dado—. No pienso desaprovechar esta oportunidad.

Diana la vio marchar, cerró la puerta y dejó caer la espalda sobre ella.

—Mami, ¿le ganaste a la bruja mala? —preguntó su hija.

—Por el momento —suspiró y un segundo después la luz del foco parpadeó y se apagó—. Lo que faltaba —murmuró, le habían cortado el suministro de luz.

¿Algo más podría ir peor? Necesitaba un milagro.

***

—¡Renuncio! —el grito de la niñera de sus hijos se escuchó por toda la casa.

Acababa de dejar la empresa y manejar como un loco por la carretera para llegar a su casa.

El ama de llaves lo había llamado y le había dicho que era una emergencia. 

La niñera entró a la casa cubierta desde la cabeza hasta los pies de barro.

Lo único que se distinguía de su rostro eran los ojos que lo miraban como si estuviera desquiciada.

La mujer se quitó la masa pegajosa que tenía sobre el labio y volvió a gritar.

—¡¿Me escuchó?! No quiero volver a ver a esos diabólicos niños en mi vida.

Alexander alzó la vista al techo y dejó caer los brazos a cada lado de su cuerpo con rendición.

—Te pagaré el triple, pero no renuncies. —Cuando la mujer se acercó el apestoso olor inundó sus fosas nasales—. No es barro, ¿verdad?

—No, señor Turner, no es barro —siseó la niñera—. Es estiércol de caballo.

Sus hijos aparecieron tras ella vestidos con su ropa de equitación y las manos manchadas. No había ni pizca de arrepentimiento en sus rostros.

Alexander creyó que era buena idea que hicieran algún deporte que los agotara y así pudieran sacar esa energía inacabable que parecían tener.

A ambos les encantaban los animales, le compró un caballo a cada uno y les contrató a un profesor.

Había perdido la cuenta de cuántas niñeras habían pasado por su casa desde la muerte de su esposa.

Todas renunciaban.

—¡Nathan, Gabriel! —llamó a sus hijos con un grito a pesar de que estaban cerca—. ¿Por qué?

—No nos gustaba —dijo el mayor de ellos que, a sus siete años, era el que planificaba todas las catástrofes.

—Sí, no nos gustaba —corroboró el pequeño—. No queremos niñeras, queremos que regrese mamá.

Desde que su esposa había fallecido, el comportamiento de sus hijos había ido empeorando y ya no sabía qué hacer para controlarlos.

—Gabriel, mamá no puede volver, hemos hablado de eso —pronunció con delicadeza—. Y yo necesito que no intenten acabar con cada niñera que contrato, ya nadie quiere venir a cuidarlos.

—Entonces cásate y tráenos una nueva mamá —argumentó su hijo mayor. 

—¿Recuerdan a Tiffany?

—Una mamá que nos guste, no una odiosa mamá —dijeron ambos como si estuvieran sincronizados.

Alexander suspiró, los mandó a bañarse y les dijo que estaban castigados.

Después de que sus hijos se marcharan, llamó a su asistente.

—Necesito una nueva niñera —le informó en cuanto descolgó el teléfono—. Es urgente.

—Ya nadie quiere ser niñera de tus hijos, señor Turner.

—Triplica el sueldo y envíame a todas las que lleguen para el puesto de recepcionista mañana, quizá alguna de ellas consiga el milagro.

***

Diana llegó media hora antes a la dirección de la entrevista.

Había tenido que llevar a su hija con ella porque no tenía con quien dejarla.

Entró en el edificio y se acercó a la recepción.

—Hola, buenos días, vine para la entrevista del puesto de recepcionista. —La mujer la miró a ella y después a la niña.

—Ah, tú debes ser la inquilina de mi tía, me volvió a llamar esta mañana para recordarme que vendrías. Llegas temprano, pero si quieres te indico dónde está la guardería y después vas a tu entrevista, te puse la primera en la lista.

Diana le agradeció y se dirigieron a la guardería.

Antes de llegar, la mujer que la acompañaba recibió una llamada y se disculpó con ella.

—Me están avisando de que debo atender la recepción, tengo que irme, pero puedes esperar con tu hija en la guardería. En unos diez minutos llegarán las niñeras, después ve en aquella dirección y pregunta por el señor Turner. Siento dejarte sola, pero no puedo quedarme.

—No te preocupes, te agradezco mucho, ya has hecho suficiente por mí —le dijo y siguió sus indicaciones.

Al entrar a la guardería vio que había un hombre allí que le daba la espalda. Era muy alto, vestía como ejecutivo y hablaba con dos niños algo mayores que su hija.

Diana pensó que sería alguno de los empleados que, al igual que ella, aprovechaban la guardería.

—Buenos días —saludó en voz alta para que el hombre la escuchara, pero no le prestó demasiada atención porque su hija comenzó a tirar de su brazo para llamar su atención.

—Mami, mira, allí hay un castillo, ¿me das permiso para jugar?

Diana se fijó en su alrededor y vio que había muchos juguetes para entretener a los niños.

En su recorrido visual le pareció que el hombre la miraba, pero ella lo ignoró.

Estaba cansada de que el sexo masculino la viera como un pedazo de carne, ya había tenido suficiente de eso en su trabajo como bailarina.

—Creo que sí puedes, pero es mejor que esperemos a que lleguen las niñeras y que ellas te den permiso, ¿de acuerdo?

—Vale, mamá.

***

Alexander se encontraba dándole el último regaño a sus hijos antes de dirigirse a su oficina.

Les estaba diciendo que, si no se comportaban ese día y alguna de las niñeras de la empresa abandonaba, estarían castigados todo un mes.

Le habían dicho mil veces que era muy permisivo con sus hijos, pero eran lo único que le quedaba de su adorada esposa. Y ellos necesitaban una figura materna.

En ese momento, una mujer entró acompañada de su hija.

Le sorprendió lo tranquila y educada que era la niña.

Miraba todos los juguetes con ansias, pero no hacía nada sin antes preguntarle a su madre.

Cuando la mujer le pidió que esperaran, ambas se dirigieron a unas de las sillas para sentarse.

No pudo evitar admirar el movimiento de las caderas de la mujer al caminar, pero dejó de hacerlo en cuanto descubrió la mirada de sus hijos clavada en él.

—Es guapa, papi —le dijo su hijo mayor en voz baja.

Alexander carraspeó y le contestó.

—No sé de qué me hablas. —Con curiosidad se acercó a la mujer mientras miraba el reloj. Necesitaba que llegaran las niñeras de una vez, no podía dejar a sus hijos solos, pero ya que estaba allí aprovecharía el tiempo.

Creía que esa chica debía ser una de las aspirantes al puesto de recepcionista, pero él pensaba entrevistarla para ser la niñera de sus hijos. Si su hija era así de educada, quizá podría obrar ese milagro por los suyos.

—Mami, ¿me cuentas otra vez la historia de cómo el hada te echó polvos mágicos en la pancita y yo crecí en ella? —escuchó a la niña y su dulce vocecita y una ternura inmensa lo invadió.

Siempre había querido tener una hija.

—Hola, no te he visto antes aquí, ¿vienes por la entrevista del puesto de recepcionista? —preguntó una vez estuvo frente a ellas.

La mujer alzó el rostro, lo miró y brincó de la silla como si tuviera debajo de ella un resorte.

—No puede ser —murmuró y miró a su hija y después a él de nuevo—. El señor guapo.

—La señorita de una noche —contestó él, y se quedó impactado al verla de día y sin el maquillaje corrido por las mejillas de tanto llorar.

 

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