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Capítulo 4: Está bien, señor Turner, acepto

—Creo que estás muy confundido —le dijo Diana apenas cerraron la puerta y se quedaron a solas—. ¿Qué pretendes diciéndole eso a los niños? Mira, señor guapo, ya sé que te crees la última Coca-Cola del desierto porque eres un hombre grande, fuerte, poderoso. Pero nadie, escúchame, nadie, va a romperle el corazón a mi hija haciéndole creer cosas que no van a ocurrir.

¡¿Qué se creía ese hombre?! Ahora le tocaría a ella hacerle entender a Victoria que no podía volver a ver a esos niños y que no viviría en esa casa de ensueño que le estaban describiendo.

Había visto la mirada ilusionada de su hija cuando ese hombre prepotente había soltado que tenía que hablar con su nueva mamá.

—Lo primero, siéntate, me gusta hablar con la gente viéndola a los ojos para que sepan que hablo con la verdad. Y segundo, puedes dejar de llamarme señor guapo, mi nombre es Alexander Turner.

Diana hizo memoria al escuchar ese nombre.

Nunca había estado muy pendiente de los negocios de su exmarido y de su padre, la realidad era que a ella siempre la mantenían apartada y la trataban como a un bonito florero.

—Turner, el mismo Turner que posee una enorme empresa constructora y que después intentó entrar en el negocio del trasporte naval. —Diana estaba recordando en voz alta.

Había escuchado a su padre maldecir varias veces a ese hombre antes de su matrimonio con Izan.

Después su exmarido le ofreció formar una alianza por medio de su matrimonio para desbancar a Alexander en los negocios, pero no lo habían conseguido.

Ahora más que nunca se cuidaría mucho de que no averiguara de quién era hija.

—Veo que estás informada —le contestó con un tono de orgullo por sus logros y después sonrió—. Ahora que ya sabes quién soy y que soy un hombre de palabra tengo que ofrecerte un trato. Puedes tomarlo como un trabajo.

Diana rechazó la idea de que cada vez que ese hombre sonreía no podía evitar recordar la noche que pasaron juntos.

Aquella noche le había parecido muy guapo, pero los años lo habían mejorado como el vino. ¿Cuántos años podría tener? Unos treinta y cinco quizá, pero se veía más fuerte, más imponente… «Ay, Dios mío, está hablando y no escuché nada de lo que estaba diciendo».

—Ajá, claro, entiendo. Me parece muy bien —pronunció para no reconocer que se había quedado embelesada con aquellos labios y los recordó por su cuerpo.

Él volvió a esbozar esa sonrisa y Diana parpadeó varias veces para no volver a perderse en sus pensamientos.

—¡Perfecto! Te confieso que no esperaba tener tanta suerte el día de hoy, me conformaba con encontrar una niñera para mis hijos, pero después de ver a tu hija y la forma en que ellos se comportan contigo, casarnos es la mejor solución.

Diana dio un brinco en la silla y lo miró con los ojos muy abiertos.

—¿Ca-ca-ca-casarnos? ¿De qué está hablando? —El la miró, confuso.

—Te lo acabo de explicar, te dije que estaba buscando una niñera, pero lo que mis hijos necesitan es una madre. Alguien que esté para ellos a tiempo completo. Yo he hecho lo que he podido.

»Mi esposa sufrió un accidente esquiando. Nunca encontraron… Bueno eso ahora no importa, mis hijos eran apenas unos bebés cuando ella falleció y desde entonces han sufrido mucho esa falta.

Ella se pasó la lengua por los labios que había comenzado a sentir muy resecos. Quería decir algo apropiado para no ofenderlo, al final, ella estaba muy necesitada de ese trabajo de recepcionista.

—Señor Turner, eso que me cuenta es muy… Trágico, lo siento mucho.

—Llámame Alexander, al fin y al cabo, nos casaremos pronto. Sería bueno que intentáramos ser buenos amigos para que los niños se sientan cómodos.

—Señor Turner —repitió ella para que comprendiera que ella no quería ser su amiga, quería un jefe, un trabajo y un sueldo cada mes sin tener que mover el trasero para que los hombres la miraran—. Creo que ha habido una confusión. Yo no voy a casarme con nadie, no busco un matrimonio, ya tuve suficiente con uno. Yo estoy aquí para el trabajo de recepcionista.

Alexander bufó, notaba por su postura rígida como había comenzado a molestarse.

«Pues que se moleste, típico de los hombres que se creen que pueden salirse siempre con la suya», pensó.

—No es un matrimonio real, míralo como una transacción. A ti y a tu hija no les faltará nada y mis hijos tendrán una madre. Todos ganamos.

Diana se cruzó de brazos y lo miró como a una hormiga a la que quería pisar.

—Yo no soy ninguna transacción económica, señor Turner. Ni me acostaré con usted por dinero, no soy un pedazo de carne. —Se levantó del asiento dispuesta a irse—. Con permiso.

—Te acostaste conmigo gratis —al escucharlo se detuvo, achicó los ojos y lo señaló con el dedo. Él alzó amabas manos como si pidiera la paz y tuvo el descaro de reírse—. ¿Dije alguna mentira? No, solo estoy siendo sincero, pero si es eso lo que te preocupa… No me interesas lo más mínimo como mujer.

Ella lo miró de arriba abajo. «Qué guapo era el condenado y qué imbécil».

—Por fin estamos de acuerdo en algo, tú tampoco me interesas como hombre.

—¿Ves? Es perfecto. ¿Cómo no puedes verlo? Ni a ti ni a mí nos interesa mantener una relación. Ni siquiera tenemos que compartir cama, tú puedes…, ya sabes. Mientras seas muy discreta y yo haré lo mismo.

Diana se sintió muy triste por sus palabras. ¿Qué tenía ella para no poder ser amada por nadie?

Precisamente por ese motivo ella no quería ni pensar en casarse. Quería hacerse la fuerte, pero en el fondo era una soñadora.

Siempre creyó que se casaría por amor, que amaría a su marido y él a ella. Soñaba con un felices por siempre y eso no existía. Al menos no para ella.

Diana había visto algo distinto en ese hombre aquella noche en el Pub, pensó que si lo buscaba y le contaba que habían tenido una hija quizá ellos… Debía dejar de buscar al príncipe azul.

—No estoy interesada, lo siento —pronunció con más tristeza de la que deseaba mostrar.

Alexander suspiró, como si estuviera llegando a los límites de su paciencia.

—¿Cuánto cuesta que accedas? —y con aquella frase la terminó de desilusionar.

Diana se rio sin ganas y lo observó.

—El amor no se compra, señor Turner. Y de la única forma que yo me volvería a casar sería por ese motivo. Buenos días.

Abrió la puerta y salió de la oficina, deshecha.

No había conseguido el puesto de recepcionista y la habían devuelto a la realidad de un solo golpe.

Estaba por llegar a la guardería cuando la agarraron del brazo y le dieron la vuelta.

Alexander estaba frente a ella, había corrido para alcanzarla.

—De acuerdo, no habrá boda, pero si quieres el puesto de niñera es tuyo. Solo tengo una condición, debes mudarte a mi casa.

Era una pésima idea.

Todas sus alertas internas estaban activadas en ese momento y su mente le gritaba que dijera «NO».

Pero esos dos pequeños llegaron corriendo al verla y su hija detrás de ellos. Se veían felices juntos… Eran hermanos.

Si cuando Victoria se hiciera mayor llegaba a descubrir que su orgullo le había impedido convivir con ellos y con su padre, su hija la odiaría.

Pensando en eso y conociendo lo enamoradiza que era optó por el bien de su pequeña.

—Está bien, señor Turner, acepto.

 

 

 

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