¿TAL VEZ HAY SENTIMIENTOS?

Valeria

—¡Mierda! ¡Qué dolor! — Desperté de golpe al sentir el impacto contra el suelo. Estaba profundamente dormida cuando, de repente, me caí. Abrí los ojos con lentitud, desorientada, y miré a mi alrededor. No estaba en mi apartamento. ¿Había muerto? Porque, a juzgar por lo que veía, bien podría estar en el paraíso. Paredes blancas, un piso de mármol impecable, muebles imponentes… Este lugar no era común ni corriente.

—¿Estás bien? — Su voz me sacó del asombro. Extendió la mano para ayudarme a levantarme, y fue entonces cuando lo recordé: estaba en su casa, en la casa de mi benefactor. Y vaya que era una obra de arte.

—Sí, estoy bien… Solo un poco adolorida y con resaca. — Me acomodé la falda del vestido y fruncí el ceño. — ¿Qué estoy haciendo aquí?

—Es una larga historia. ¿Quieres algo de beber o de comer?

Me miraba expectante, como sorprendido, y no era para menos… Debía verme espantosa. Sentía el asqueroso hedor de mi aliento, una mezcla repugnante de alcohol, vómito y quién sabe qué más.

—No, solo necesito un baño… y largarme.

Él asintió y me indicó la dirección del baño. Sin pensarlo dos veces, caminé hasta allí con rapidez, avergonzada. Pero cuando abrí la puerta, me quedé sin aliento.

Era enorme. Más grande que mi habitación entera. Una bañera de cristal reluciente, un váter elegante, mármol blanco brillante, pilas de toallas limpias y una variedad de jabones que jamás había visto. En mi apartamento, apenas tenía una toalla que debía lavar cada fin de semana para volver a usarla.

Definitivamente, estaba en otro mundo.

Deslicé los dedos por la grifería con fascinación. Todo en este lugar parecía sacado de un sueño. Me detuve frente al espejo y me llevé una sorpresa: mi rostro era un completo desastre. Entre risas, decidí hablarme a mí misma, consumida por la emoción del momento.

—Señorita Collen, ¿qué desea hoy? ¿Una mascarilla? ¿Un masaje? ¿Un baño de agua caliente? —solté una carcajada. Aunque solo fuera por esta vez, estar aquí era toda una experiencia.

Tomé uno de los cepillos de dientes nuevos que descansaban sobre la encimera. Parecía que Marcelo los renovaba a diario… o que tenía un batallón viviendo con él. Me lavé los dientes, arreglé mi cabello y me refresqué el rostro. Cuando finalmente salí del baño, casi me sentía como nueva.

Pasaron unos veinte minutos antes de que regresara a la sala. Entonces, un aroma delicioso captó mi atención. Mi estómago rugió de inmediato, recordándome que no había comido nada. Siguiendo aquel tentador olor, avancé hacia otra habitación, donde una melodía ochentera sonaba con energía.

Asomé la cabeza con curiosidad y la escena frente a mí me dejó sin palabras. Era la cocina de la mansión, un espacio aún más impresionante que el baño. Marcelo estaba allí, preparando el desayuno, con una actitud relajada. Apenas tarareaba la canción, distraído en su tarea.

Llevaba una camiseta blanca ceñida a su torso, que marcaba cada músculo con descaro, y un short que dejaba al descubierto sus tonificadas piernas. Completaba el look con unas pantuflas que contrastaban con todo lo demás. Para tener treinta y cinco años, estaba en mejor forma que muchos actores de cine. Muy en forma que cualquier jovencito de 25.

Trague entero nerviosa.

Cuando se giró hacia mí, su rostro lucía relajado, su cabello ligeramente revuelto y, para mi desgracia, increíblemente atractivo. ¡Esto debía ser una broma! Tanto encanto junto no podía ser real.

—Espero que te gusten los huevos rancheros. Son mi plato favorito. Hay café, jugo y fruta —su voz profunda me sacó de mis pensamientos.

—Sí, claro, me gustan —respondí con timidez. ¿Cómo no iban a gustarme? Si apenas podía darme el lujo de desayunar dos o tres veces por semana un café con una tostada. ¡Vaya contraste!

—Siéntate, ya está listo —me indicó, señalando las sillas alineadas frente a la barra. Obedecí sin decir palabra mientras lo veía servir el desayuno. Desde que me había ido de casa, nadie se había tomado la molestia de atenderme así.

—No soy el mejor cocinero, pero lo intento —dijo con una media sonrisa antes de tomar un bocado con el tenedor y, sin previo aviso, llevarlo a mi boca con ternura.

Probé la primera cucharada y mis papilas explotaron.

—Mmm, están deliciosos, señor. No me imaginé que supiera cocinar.

—No puedo tener a la servidumbre trabajando también los domingos, ellos merecen su descanso. Así que, de vez en cuando, me toca cocinar para mí.

—¿Vive solo? —pregunté sin pensarlo demasiado.

—Sí, desde que me divorcié —respondió, bajando la mirada por un instante. Pero enseguida sonrió y me tendió el tenedor para que siguiera comiendo.

Terminamos el desayuno en un silencio cómodo. Yo devoraba cada bocado; tenía tanta hambre que ni siquiera recordaba la última vez que había comido algo decente.

Al terminar, me levanté para lavar los platos. Tomé el suyo y me dirigí al fregadero, pero su mano me detuvo con firmeza.

—No, no voy a dejar que laves los platos.

—Pero usted me preparó el desayuno, lo mínimo que puedo hacer es lavar los platos.

—Ni pensarlo, eres mi invitada. Ven aquí.

Intenté resistirme, pero él tomó los platos con decisión y, en el forcejeo, uno resbaló de nuestras manos y se estrelló contra el suelo. Al agacharnos para recoger los pedazos, nuestras cabezas chocaron, haciéndonos caer de espaldas. La situación era tan absurda que terminamos riendo sin control.

—Lo siento, de verdad —dije entre carcajadas.

—Lo siento más, fue sin querer.

La risa fue apagándose poco a poco, y entonces, Marcelo se quedó observándome. Sus ojos, oscuros y profundos, tenían una mezcla de dulzura y deseo que me hizo tragar en seco. Su mirada descendió por mi cuerpo hasta detenerse en mis piernas descubiertas.

No sé cómo sucedió, pero su mano terminó acariciando mi piel, despertando una tensión eléctrica en mis muslos. Quería reaccionar, quizá apartarme, incluso abofetearlo... pero no pude.

Al contrario, me acerqué más, invitándolo a seguir.

El aire entre nosotros se volvió espeso, me estaba costando respirar, ni siquiera sabía porque me estaba poniendo tan extrañamente nerviosa. Marcelo se inclinó hacia mí con lentitud, y yo cerré los ojos justo cuando sus labios atraparon los míos en un beso que me dejó sin aliento.

Me aferré a su cuello y lo besé con una intensidad que jamás había sentido. No había timidez ni titubeos, jadee en su boca, sintiendo su delicioso aliento, oh por favor, sus besos invadieron mi boca, y su lengua se enredó en la mía. ¡Que rico!

Con un movimiento seguro, me levantó, alejándonos de los cristales rotos, y con facilidad me sentó sobre la barra. Su mirada devoraba cada rincón de mi piel.

Jamás imaginé estar en los brazos de un hombre mayor, y mucho menos de su edad. No es que fuera viejo, para nada, era realmente perfecto. Pero la sensación de ser protegida, mimada y deseada con tanta intensidad me incendiaba por dentro.

Mientras me aferraba a su cuello, Marcelo volvió a besarme, y mi pecho comenzó a subir y bajar con rapidez. Su boca descendió por mi cuello, arrancándome suspiros entrecortados mientras mis dedos se enredaban en su cabello. Sus manos, firmes y expertas, recorrían mi cuerpo con caricias que encendían cada fibra de mi ser. Sentía que en medio de mis piernas algo se estaba humedeciendo, estaba excitada.

Apretó mis muslos con posesión, deslizándose lentamente hacia mi escote. Respiraba demasiado agitada. Sabía que estaba a punto de perder el control, y cuando sus labios se aventuraron a explorar mis senos, el placer me envolvió por completo.

Todo era lujuria, deseo puro. El calor entre nosotros era abrasador, y lo único que quería era que mi jefe me hiciera suya en ese instante. Su lengua jugaba con uno de mis pezones, provocando un latigazo de placer que me recorría de pies a cabeza. Era virgen, pero en ese momento, nada de eso importaba.

Sus labios succionaban con hambre mientras sus manos reclamaban cada rincón de mi piel. Llevé su cabeza a mi otro seno, deseando más, exigiéndolo. Parecía beber de mí como si saboreara el néctar más exquisito, y el sonido húmedo de sus lamidas solo hacía que mi deseo aumentara.

Era la mujer más feliz del mundo al sentir tanto placer, Marcelo me estaba arrastrando a la locura, su lengua trazaba círculos perfectos sobre mis pezones que me hacían estremecer….

Hasta que, el timbre de la mansión sonó insistente.

El repiqueteo era abrumador, desesperado.

Marcelo resopló con frustración, alejándose apenas unos centímetros. Yo aún temblaba por lo que estaba ocurriendo, con el cuerpo encendido y la respiración descontrolada.

Alguien llamaba a la puerta, y por la forma en que insistían, no iban a irse pronto.

Marcelo soltó un suspiro cargado de frustración y pasó una mano por su cabello revuelto.

—¿Quién mierdas puede ser en este momento? —murmuró, con evidente enojo.

Yo, por mi parte, solo maldije en silencio, deseando con todas mis fuerzas que fuera un simple mensajero y no alguien que viniera a arruinar lo que estaba a punto de suceder.

—Perdóname, Valeria, debo abrir —dijo con un tono resignado.

Hice una mueca, sin fuerzas para protestar. Lo vi alejarse mientras mi deseo se desmoronaba como los restos del plato roto en el suelo. Y tuve que retorcer las piernas para poder aplacar mis deseos.

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