Dolores del corazón

Marcelo bufó con molestia y su expresión cambió.

—Mira, Valeria. Sé lo que pasó con tu dinero, pero no soy adivino. No manejo efectivo, ni cuentas de otras personas porque prácticamente lo tengo todo a mi alcance con una sola tarjeta. Pero si te quedas sin dinero, debes decírmelo. Es más… —se levantó y fue hasta su ropa, sacando algo de una billetera de piel—. Te voy a dar una tarjeta azul. Es para ti. Úsala cuando la necesites, sin miedo, sin pedir permiso. Yo quiero que estés bien, ¿entiendes?

Me quedé en silencio, apretando los labios para no llorar. A veces, cuando menos lo esperas, alguien llega a sostenerte justo cuando sientes que ya no puedes más.

—No, Marcelo, no es necesario —le dije, sacudiendo la cabeza.

—Eso sí es parte del contrato —dijo con una sonrisa ladina—. Y así sean 24 horas, nos vamos. Tengo un avión privado.

—¿Qué? —parpadeé, sin poder creer lo que acababa de escuchar.

—Sí. Dime dónde es —Marcelo ya estaba tomando su teléfono, marcando con rapidez. Le di la dire
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