Cap. 2- Maicol

Llevo dos semanas viniendo a este lugar, obsesionado con ella. Cada noche, busco el momento perfecto para acercarme. La observo moverse con una sensualidad hipnótica sobre ese tubo. Hay muchas mujeres aquí, pero ella es diferente. Ella es el centro de atención. Su mirada… tan enigmática, tan cargada de misterio.

Acabo de divorciarme de Jessica. Me cansé de su bipolaridad. Fueron años difíciles. Al principio, todo parecía bien, pero nunca se termina de conocer a alguien, ¿verdad? Odio las mentiras, y ella era la encarnación de la definición. Si tuviera que darle un segundo nombre, sería Mentirosa.

De pronto, una voz interrumpe mis pensamientos.

—Maicol.

Levanto la mirada, y ahí está: de pie frente a mí, casi desnuda.

—Rosa —respondo, su nombre se desliza como un susurro.

Ella se inclina suavemente y comienza a masajearme los hombros. Su toque es electrizante, pero breve. Un hombre, a unos pasos, la llama con una mirada cargada de intenciones. Rosa deja de tocarme, se da media vuelta y camina hacia él.

—No te vayas —le digo, casi suplicante.

Ella me mira, pero al final vuelve a fijarse en el otro.

—Es mi trabajo —responde con indiferencia.

—Entonces te pagaré el doble —digo, tomando su mano. No puedo dejarla ir.

Salimos del prostíbulo juntos, ignorando las miradas reprobatorias del hombre al que acaba de dejar plantado.

Ya subidos en mi auto, la miro.

—¿A dónde quieres ir?

—Tú pagas, tú decides.

—Entonces nos quedamos aquí.

Ella arquea una ceja, sorprendida.

—Esto es raro.

—¿Por qué? —preguntó, apagando el motor.

—Tienes a la estrella del prostíbulo en tu auto y no piensas llevarla a un motel.

Su comentario me hace reír.

—Solo quiero conversar. ¿Tienes hambre?

—Un poco.

—Perfecto. Conozco un restaurante cerca.

—No estoy vestida para un restaurante.

Miro su ropa y tiene razón.

—Entonces comemos aquí. ¿Qué te gusta?

—Comida china.

Nos dirigimos al restaurante, y mientras espero el pedido, reviso mi celular. Un mensaje de Jessica aparece en la pantalla: “Tenemos que hablar”. Suspiro con frustración. Apago el teléfono. No hay nada que hablar. Estoy cansado de sus mentiras.

Cuando regreso al auto, ella está sentada en silencio, abrazándose como si tuviera frío. Le entrego la comida y le paso mi chaqueta.

—No era necesario, pero gracias.

Cenamos en el auto mientras la radio transmite las noticias.

—Parecemos dos policías en vigilancia —bromeo. Rosa sonríe, y por un instante, esa dureza que lleva encima desaparece. Tiene una sonrisa preciosa.

—Hablemos de ti —le digo—. ¿Cuántos años tienes?

Su sonrisa se esfuma, reemplazada por una expresión fría.

—Está bien, ¿cuál es tu película favorita? —trato de cambiar el tema.

John Wick: Parabellum.

Me sorprendo.

—Vaya, ¿te gustan las películas de acción? Así que eres un poco sangrienta.

Ella no responde. De alguna manera, siento que cada palabra que digo la incomoda.

—A mí también me gusta John Wick —añado, tratando de aliviar la tensión.

—Gracias por la cena —dice de repente, su voz neutral, casi distante.

Hay algo en esta mujer que me atrapa. Su misterio, su dualidad… Me desconcierta y me fascina al mismo tiempo.

—¿Puedes llevarme de regreso?

Enciendo el motor, y el resto del camino lo hacemos en silencio. Al llegar al club, ella abre la puerta, pero antes de bajarse, se detiene un momento.

—¿Me regalas tu número? —le pregunto.

—No tengo celular —responde sin mirarme, cerrando la puerta.

Me quedo allí, observándola alejarse. Su perfume sigue impregnando el aire dentro del auto.

De regreso a casa, el silencio me resulta abrumador. Me quedo un momento en el auto, pensando en ella, en Rosa… Hasta que un par de luces ilumina el garaje. Es el auto de Jessica.

—¡Por Dios, no! —murmuro. Trato de esconderme, pero ya es tarde. Se baja y camina hacia mí con esa actitud que tanto detesto.

—Entonces me escribes y no respondes. ¿Qué es ese olor barato?

—¿Qué quieres, Jessica? —le digo, saliendo del auto y dirigiéndome a la casa.

—¡No me escuchaste! ¿A quién llevabas en el auto?

—No es asunto tuyo —respondo, cerrando la puerta detrás de mí. La veo regresar a su auto con frustración y marcharse. Respiro hondo. Gracias a Dios.

Me doy un baño, intentando relajarme. Mientras el agua caliente cae sobre mi piel, recuerdo algo: Rosa se quedó con mi chaqueta. Por alguna razón, eso me hace sonreír. Es como si fuera una señal de que la volveré a ver.

Más tarde, reviso unos correos en el comedor antes de ir a la cama. Pero mi mente sigue atrapada en esos ojos llenos de misterio. Ella, Rosa, es un enigma que no puedo dejar de querer descifrar.

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