Cap. 1- Khloe

A veces prefiero quedarme callada, porque sé que cuando hablo, tiro a matar. Digo las cosas como las pienso, sin disfrazar. Tal vez por eso no tengo amigos. O quizás… porque trabajo en un prostíbulo. A nadie le suena bien este trabajo. En cambio, para mí, ser la reina de este infierno es un placer. Nadie me quita este puesto. Soy la más cara de todas. Y si lo soy, es porque hago mi trabajo bastante bien.

Al principio no es fácil. Es como entrar a prisión: eres “la novata”. Pero después te acostumbras. Te cansas, aprendes, y te das a respetar de todas estas perras.

Reglas:

Los clientes no pueden saber tu nombre verdadero.

No des tu contacto personal.

Mientras más ganes, más gana la empresa.

No tengas nada serio con un cliente.

El sexo oral está prohibido, a menos que paguen lo suficiente.

Usa preservativos y mantente al día con el ginecólogo.

Las drogas son para los clientes. Pero cuidado, no abuses. (No somos responsables de las consecuencias).

Los obsequios que recibas de los clientes pasan por el club; ellos te los enviarán a casa.

Nunca reveles información personal.

El día que quieras salir, pagarás un alto precio en dinero. Será casi imposible.

Y la más importante: nunca rompas las reglas, porque juegas con tu vida.

Me miro en el espejo mientras peino mi cabello, vestida con lencería negra y unos tacones que parecen tan altos como el infierno.

—¿Estás lista? Hoy tu nombre es Rosa. Tenemos un cliente nuevo, y cuando digo nuevo, me refiero a que tiene mucho billete. Ya sabes… ¡Recuerda que eres mi favorita! —Dori, mi jefe, me coordina todo. Es como una maestra para mí. Una mujer en el cuerpo de un hombre.

Sin decirle nada, camino hacia el escenario.

La música suena fuerte, sensual, y yo me dejo llevar. Bailo como si estuviera sola, pero con todas las miradas clavadas en mi cuerpo. Los billetes de cien llueven sobre mí. Entre el humo y las luces, ya sé quién es el cliente nuevo: un hombre blanco, de pómulos marcados, cabello rizado, y debajo de ese traje caro, un cuerpo que promete.

Termino el baile y voy directo hacia él. Está sentado con un vaso de whisky en la mano.

—Me llamo Maicol. ¿Cuál es tu nombre? —Su voz es suave, pero segura.

—Rosa —respondo, sentándome en sus piernas.

—Eres linda.

Nada que no haya escuchado antes. Es obvio que este hombre no ha estado nunca en un lugar como este.

En la esquina, como siempre, está Joel. Es uno de los narcos más temidos de la ciudad. El rey de las drogas. Claro, según él, no las consume. Joel es un cliente frecuente, de esos que siempre dejan bien. Me llama con un gesto de su dedo y esa mirada de asesino que lleva en la sangre.

—Maicol, si necesitas algo, me llamas —le digo, levantándome de sus piernas.

Camino hacia Joel, un moreno lleno de tatuajes. Me siento en las piernas, y él saca un fajo de billetes, colocándolos en mi escote.

—Tú dime cuándo nos vamos. Y hoy, ¿cuál es tu nombre? —me pregunta, oliendo mi cabello.

—Rosa —respondo mientras saco el dinero, mojando un dedo para contarlo. Es más que suficiente para que me “pruebe”.

Lo sujeté de la mano para salir de este lugar.

Al pasar junto a Maicol, él toma mi mano.

—Espero volver a verte —me dice con una mirada que intenta ser cautivadora.

Lo miro y muerdo mi labio, dejándole ver mi lado más perverso.

—Busca otra chica, cabrón. Esta es mía —dice Joel, dándome una nalgada que me irrita.

—Vámonos —le respondo, fingiendo indiferencia.

Entramos en su auto y vamos al mismo motel de siempre. Apenas cierra la puerta, Joel empieza a besarme el cuello como un animal desesperado.

—¿Por qué no tomamos algo, como siempre? —le digo, apartándolo con suavidad.

—Ve y tráeme la misma cantidad de siempre —responde, acomodándose en la cama.

En la pequeña cocina del motel, preparo dos vasos de alcohol. En el mío dejo una marca de pintalabios. Del sostén saco una pastilla que disuelvo en su vaso, moviéndola con un dedo. Regreso, sentándome en sus piernas mientras le entrego la bebida. Joel lame el medio de mis pechos y se toma el trago de un solo golpe, como siempre.

A partir de aquí, todo es rutina. Hago mi trabajo: preservativo, movimientos falsos, gemidos fingidos. Este cerdo siempre cae, pensando que me tiene completamente. En unos minutos, está dormido como un bebé.

Le doy un par de golpes suaves en la cara para asegurarme de que no despierta. Con mi lápiz labial le dejo marcas en el pecho, araño su rostro y mojo un poco las sábanas para que piense que tuvimos “una gran noche”.

Enciendo un cigarrillo mientras salgo de la habitación. Paso por el club y le doy el dinero a Dori.

—Tienes a ese hijo de perra loco. Cada vez deja más billetes.

—Dame lo que me corresponde —le respondo.

—Ya, leona. Esto es lo tuyo, más las propinas del baile.

Recojo mi parte y salgo en busca de mi auto.

Antes de irme, Maicol reaparece. Está nervioso, un niño rico que no tiene idea de dónde está.

—Disculpa, soy nuevo en esto. ¿Cómo se supone que funciona?

Bajo el cristal del auto y le respondo con frialdad:

—Mientras más dinero, mejores servicios. Espero volver a verte, Maicol.

Pisé el acelerador sin agregar una palabra más, dejándolo parado en medio de la calle, con la palabra atorada en la boca.

Cuando llego a casa, mi gatita está dormida en el sofá. Su pequeño cuerpo se mueve al compás de su respiración, ajena al caos que cargo conmigo.

Me quito el maquillaje, la ropa y los recuerdos de este día asqueroso. En la ducha, me esmero en frotarme la piel, como si el agua pudiera borrar todo lo que soy. Al menos por un instante, quiero sentirme nueva, aunque sé que es una ilusión que nunca dura.

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