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03 - Sensaciones Nuevas.

DANISHKA.

El aire fresco de la tarde acariciaba mi rostro mientras caminaba apresuradamente por el sendero que llevaba al convento. Mi corazón latía con fuerza en mi pecho, lleno de ansiedad y preocupación por la Hermana Superiora, quien había desaparecido misteriosamente durante toda la mañana. Había buscado en cada rincón del lugar, preguntado a cada persona que se cruzaba en mi camino, incluso visitado hospitales cercanos en busca de alguna pista que pudiera llevarme hasta ella.

Pero para mi sorpresa, cuando finalmente llegué al convento, la Hermana Superiora ya estaba allí, esperándome con una mirada entre sorprendida y molesta en su rostro. Mi corazón se hundió en mi pecho al darme cuenta de que mi búsqueda había sido en vano, y que ella había estado todo este tiempo justo bajo mi nariz.

— Hermana, ¿estás bien? — pregunté con un tono preocupado, pero era tonto, ya que se encontraba vestida y en buen estado —. Te he buscado por la ciudad. ¿Por qué no atendieron mis llamadas?

— No ha entrado ni una llamada — respondió ella —. Pensé que estabas muerta. Desapareciste en medio del tumulto.

— ¡Me soltaste! — exclamé —. Sé que no es tu culpa, pero…, nada. Me alegro que estés bien, Hermana. ¿Cómo llegaste?

Su rostro se volvió sombrío o solo me pareció a mí.

Ella me miró con una mezcla de incomodidad y desaprobación, pero rápidamente compuso su expresión en una máscara de serenidad.

— Fui traída de vuelta por algunas de nuestras hermanas — respondió con voz tranquila, pero su tono era cortante, como si estuviera ocultando algo. Miré a mis compañeras que no decían nada, y tenían la cabeza agachada —. Pero eso no importa ahora. Debes ir a cambiarte, no es apropiado que te vean así.

Mis mejillas se encendieron de vergüenza al darme cuenta de que aún llevaba el cabello suelto, sin el velo que solía cubrirlo. Me sentí expuesta, vulnerable, como si hubiera perdido parte de mi identidad en el caos de la cárcel. Sin decir una palabra más, me apresuré a ingresar al convento, deseando desaparecer de la vista de todos.

Cuando estaba por ingresar a mi habitación, una voz conocida me detuvo en seco.

— ¡Es una insensible! — exclamó mi mejor amiga, Marta, acercándose a mí con una expresión de indignación en su rostro —. ¿Cómo pudo abandonarte así, en tu momento de necesidad? Porque no me creo nada de su falsa historia.

Me encontré envuelta en sus brazos, su abrazo cálido y reconfortante disipando parte del tormento que me había consumido durante toda la mañana.

— Oh, Marta — murmuré, sintiendo las lágrimas amenazar con desbordarse —. No importa ahora. Lo importante es que estoy de regreso, a salvo y sana.

— Sí, pero estás herida. Mira tus manos, amiga — dijo, tomándolas con cuidado.

La verdad, no me había dado cuenta hasta ese momento.

— No me había dado cuenta. Quizás por la adrenalina — susurré.

Ella me sostuvo con fuerza, como si nunca quisiera soltarme.

— Voy a cuidar de ti, Dani — prometió con determinación —. Voy a curar tus heridas, físicas y emocionales. Nadie te volverá a hacer daño mientras yo esté aquí. Promesa de hermanas.

Sus palabras fueron como un bálsamo para mi alma herida, un recordatorio de que no estaba sola en este mundo implacable. Me aferré a ella con gratitud, dejando que su amor y su amistad me envolvieran como un escudo contra las adversidades que seguramente vendrían.

— Eres la mejor.

— ¿Cómo lograste salir? La Hermana superiora dijo que todo era un caos, pero parecía muy tranquila mientras lo contaba — fruncí el ceño, recordando.

— Alguien me ayudó. — Marta me observó seriamente —. No me mires así, porque no tengo idea de quién es. No pregunté su nombre. Estaba demasiado nerviosa.

— ¿Nerviosa?

— Es raro de explicar. Parecía que lo conocía de antes, pero, sobre todo, era intimidante.

— ¿Un recluso?

— Estaba demasiado bien vestido para ser uno de los reclusos — Cerré la boca —. Estoy juzgando y Dios me va a castigar.

Marta pone los ojos en blanco.

— Ve a ducharte, y yo prepararé tu hábito mientras lo haces — asentí agradecida.

El calor del agua envolvía mi cuerpo, su suave cascada cayendo sobre mi piel cansada. Cerré los ojos y dejé que el sonido reconfortante del agua llenara mi mente, ahogando temporalmente las preocupaciones y los dilemas que me acechaban. Era un momento de paz en medio del caos que había consumido mi día, un momento para recargar energías y encontrar un respiro en la vorágine de mi vida como monja.

Pero en medio de la tranquilidad del baño, un recuerdo se abrió paso en mi mente, como un destello fugaz en la oscuridad. Fue su rostro, el del hombre misterioso que me había tendido la mano en mi momento de mayor necesidad. Sus ojos grises como el acero, su cabello oscuro y bien cuidado que caía en suaves mechones alrededor de su rostro, y su cuerpo musculoso que irradiaba una fuerza y una determinación que me había dejado sin aliento.

Recordé el roce de su piel contra la mía, la calidez de su tacto que había dejado una huella indeleble en mi memoria. Cerré los ojos con fuerza, tratando de deshacerme de esos pensamientos pecaminosos que se filtraban en mi mente, pero era como tratar de contener el agua con las manos.

De repente, me di cuenta de que mi corazón latía con fuerza en mi pecho, mis mejillas ardiendo con un rubor que no podía controlar. Una sensación de calor se apoderó de mi cuerpo, una excitación que me tomó por sorpresa y me dejó sin aliento. Maldije en voz baja por mis pensamientos impuros, por permitir que mi mente divagara por caminos prohibidos y peligrosos.

Era una monja, una mujer consagrada al servicio de Dios y a la vida religiosa. No tenía lugar para los deseos terrenales, para las pasiones que latían en lo más profundo de mi ser. Pero en ese momento, en la intimidad del baño, me sentí vulnerable y humana, incapaz de resistir la tentación que me acechaba desde las sombras de mi mente.

— Esto está mal — susurré.

— ¿Qué está mal, Dani? — gritó mi amiga al otro lado, y me di cuenta que lo hice en voz alta —. ¿Está todo bien? ¿Te arden los raspones?

— Sí…, sí, arden mucho — respondí, mirándome en el espejo y avergonzándome de mi misma, y susurré a mi reflejo: — Quema. Esto quema.

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