04 - Atentado.

DANISHKA.

El sol apenas asomaba por el horizonte cuando abrí los ojos, despertada por el susurro suave de la mañana. Me estiré con pereza, dejando que el calor de las sábanas me envolviera por unos segundos más antes de levantarme de la cama. Era temprano, pero el deber llamaba, y no podía permitirme quedarme acostada mientras el mundo despertaba a mi alrededor.

Me preparé con diligencia, vistiéndome con el hábito de monja que había sido mi atuendo durante años. Cepillé mi cabello para después cubrirlo, sin dejar que ningún mechón esté fuera de lugar. La disciplina y la rutina eran mis compañeras constantes en este mundo de fe y devoción, y me aferraba a ellas con fuerza en cada paso del camino.

Descendí las escaleras con paso firme, encontrando a la Hermana Superiora esperándome en el vestíbulo con una expresión seria en su rostro apacible. Una sensación de aprensión se apoderó de mí al verla allí, preguntándome qué nuevo desafío me aguardaba en este día que apenas comenzaba.

— Danishka — dijo ella con voz tranquila pero firme —. Necesito que vayas a la granja a recoger algunos insumos que hacen falta aquí en el convento.

— Bien. Les diré a algunas hermanas que me acompañen.

— Sola.

Mi corazón se hundió en mi pecho al escuchar sus palabras. La granja estaba ubicada más allá de los límites de la ciudad, en un lugar remoto y apartado del bullicio y la actividad de la vida urbana. Era un viaje largo y agotador, especialmente para una mujer sola como yo.

— ¿Sola? — pregunté, sorprendida por la indicación de la Hermana Superiora. No era común que me enviara a realizar tareas fuera del convento sin compañía. —¿Por qué no me pueden acompañar alguna de las otras hermanas?

La mirada de la Hermana Superiora se endureció por un momento, pero luego su expresión volvió a ser serena.

— Todas están ocupadas — respondió ella con simpleza, aunque algo en su tono me hizo dudar de la veracidad de sus palabras.

Respiré hondo, reprimiendo cualquier queja que amenazara con salir de mis labios. Como monja, estaba acostumbrada a aceptar las órdenes de mis superiores sin cuestionarlas, aunque a veces resultara difícil comprender sus motivos. Tomé la lista de insumos y el dinero que me entregó en un sobre, preparada para cumplir con mi deber sin vacilar.

Subí a la camioneta que nos servía para transportarnos fuera del convento, preparada para enfrentar el largo viaje que me esperaba. Pero a mitad de camino, me di cuenta de que no estaba sola. Mi amiga Marta se había colado en el vehículo, sentada en el asiento trasero con una sonrisa traviesa en el rostro.

— ¿Marta? — pregunté, sorprendida por su presencia inesperada —. ¿Qué haces aquí?

Ella se encogió de hombros con indiferencia, como si fuera la cosa más natural del mundo.

— Ayudo para no aburrirme — respondió con una sonrisa pícara en los labios —. Ponte de una m*****a vez en marcha, antes de que nos descubran.

Sonreí.

Marta era hermosa, con su cabello castaño y sus ojos verdes llenos de vitalidad y curiosidad. Pero lo que la hacía especial era su espíritu libre y su lengua afilada, capaz de derribar cualquier barrera con una sola palabra. Siempre había dicho que le gustaba el camino de Dios, pero a veces sospechaba que su verdadera vocación estaba en otra parte.

Me sentí un poco incómoda por su presencia, no quería que se metiera en problemas por mí culpa, pero también reconfortada por tener compañía en este largo viaje. Marta era más fuerte que yo en muchos aspectos, y su presencia me daba un sentido de seguridad y protección que no podría encontrar en otro lugar.

El sol brillaba alto en el cielo cuando continuábamos nuestro viaje hacia la granja, Marta y yo charlando animadamente sobre cualquier cosa que nos viniera a la mente para hacer más llevadero el largo trayecto. Pero de repente, el rugido de un motor interrumpió nuestra conversación, y una camioneta se interpuso en nuestro camino.

Frené la camioneta, mi corazón latiendo con fuerza en mi pecho mientras miraba con confusión a los hombres que se bajaban del vehículo. ¿Qué estarían haciendo allí? ¿Acaso necesitaban ayuda? Bajé la ventanilla.

— ¿Hay algún problema?

El hombre más cercano a mi ventana negó con la cabeza, pero de repente sus ojos se abrieron de par en par y su expresión cambió por completo. Un escalofrío recorrió mi espalda cuando vi que sacaba un arma y me apuntaba con ella.

— ¡¿Qué m****a?! — gritó marta con el pánico en su voz, mientras yo levanté las manos en señal de rendición.

— Bajen — ordenó, pero mi cuerpo no respondía.

El hombre nos ordenó nuevamente que bajáramos del auto rápidamente, y nosotras obedecimos esta vez, saliendo con cuidado del vehículo mientras sentíamos el frío del metal del arma presionando contra nuestra piel.

Pero antes de que pudiera hacer algo más, los hombres nos agarraron bruscamente y nos sacaron a rastras de la camioneta. Mi mente estaba nublada por la confusión y el miedo, incapaz de comprender lo que estaba sucediendo. Mi amiga estaba empapada en lágrimas, confundida al igual que yo.

El hombre que me había apuntado con el arma murmuró con malicia: — El patrón estará feliz de saber que te hemos encontrado y asesinado.

Mis ojos se abrieron con horror, mi corazón se detuvo por un momento en mi pecho. ¿Qué quería decir con eso? ¿Por qué me estaban buscando? Me aferré a la única verdad que conocía, la única defensa que tenía en medio de la angustia y el caos que me rodeaban.

— Soy una monja devota de Dios — dije con voz temblorosa, tratando desesperadamente de hacerles entender —. Nunca he salido del convento. No sé de qué están hablando.

— Creo que nos están confundiendo — susurró Marta —. Crecimos juntas, no sabemos más nada que la palabra de Dios y este hábito.

Pero los hombres no parecían dispuestos a escuchar. Me arrastraron hacia la camioneta con brutalidad, ignorando mis súplicas y mis lágrimas. La sensación de impotencia y desesperación me envolvía como una manta fría, mientras me preguntaba qué destino me aguardaba en manos de estos hombres sin escrúpulos.

El golpe que me di al ser impactada por la camioneta, había logrado romperme el labio. A mi amiga le había quitado su velo. No podía permitir, pero entonces, el metal presionó mi sien. Miré con impotencia a mi amiga, y me sentí culpable por permitir que me acompañara.

— No la lastimen. Ella es inocente — supliqué.

Pero simplemente me ignoraron, hasta que el primar impacto de bala llegó, y el hombre que me apuntaba, cayó muerto al suelo.

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