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Capítulo 2: Tus ojos

El cuerpo humano tiene de 4.5 a 6.5 litros de sangre. Una hemorragia de este tipo puede acabar contigo en minutos. Analizando su cabeza e inconciencia, necesito actuar ya. Detectar de dónde provenía la sangre y detenerla.

Cuelgo el celular, y hago fuerzas para abrir la puerta del auto. No cede con facilidad, pero doy con una forma de hacerlo sin casi lastimar mis propias manos. Había vidrío por todas partes. Puedo abrirla.

Mis sospechas son juegos de niños en comparación a lo que corría. La sangre provenía de su pierna izquierda. Era su arteria femoral. Estaba sangrando abundantemente desde esta. Vamos mal, muy mal.

Chequeo su respiración, tomo tu pulso, analizo sus pupilas levantando su parpados con la ayuda de la linterna de mi celular y palmeo su rostro. Todo mientras hago compresión en su pierna.

—¿Me escuchas? ¿Estás conmigo? Despierta amigo. Tienes que despertar — continúo palmeando su rostro.

No responde. Lo que hago no es suficiente. Me quito mi suéter para hacer un torniquete improvisado en su pierna. Mi uniforme blanco es manchado con su sangre, mis manos de la misma manera, pero consigo hacerlo con éxito. Varios curiosos han aparecido atraídos por la vistosidad de la escena.

No era de extrañar la situación, no todos los días se apreciaba esto. Un auto deportivo estrellado de esta manera en contra de este tipo de tiendas. Tampoco que el conductor fuese así de llamativo. Un hombre joven, un hombre cuyo rostro se me hace reconocido entre mis palmadas a sus mejillas pidiendo que se mantuviese conmigo.

—Quédate conmigo, vuelve a mí. Vamos — lo incito rogando que despierte.

No reacciona.

Y lo más agobiante acontece.

Deja de respirar.

—¡AYUDA! ¡AYÚDENME A BAJARLO! — grito desesperada a quienes están de curiosos.

Un hombre es el que me termina ayudando a bajarlo, y a saltarme una de las reglas de oro de este tipo de accidentes, no mover a los heridos de posición. Sin embargo, tenía que hacerlo o sino cuando llegase la ambulancia su corazón estará sin latir más de lo humanamente posible para traerlo de vuelta.

Logramos acostarlo en la carretera y es en la misma carretera que me arrodillo al nivel de sus hombros y comienzo a practicarle RCP. Tenía 4 minutos para evitar que este desconocido tuviese daño cerebral permanente, y 5 o 6 para que muriese, más de lo que ya estaba.

Con toda la fuerza de mi cuerpo voy presionando su pecho una y otra vez. Treinta veces lo hago con más personas acercándose a nosotros. No es suficiente. Inclino su cabeza y levanto su mentón para abrir sus vías respiratorias. Aprieto sus fosas nasales y le doy respiración boca a boca.

Su pecho se eleva. Doy la segunda. He terminado el primer ciclo.

Inicio con el segundo, más compresiones a su pecho para reiniciar su flujo sanguíneo.

—¡Regresa! ¡Te están esperando! ¡Regresa! ¡Vamos! — sigo y sigo con las compresiones.

Si alguien me preguntase qué se sentía dar RCP diría directamente que era uno de los ejercicios físicos más agotadores que puedas practicar. Estás trayendo a la gente a la vida, masajeando su corazón para que retorne a su ritmo natural, estás propiciando un milagro mismo.

Soy testigo de otro milagro. El hombre abre sus ojos perdidos y desorientados. Esos que se enfocan, o no enfocan en mí. Quiero pensar que sí lo están haciendo. Que cada paciente que atiendo puede encontrar alivio y apoyo en mí.

—Mantente despierto, lo estás haciendo perfecto. Vamos… — pido sonriendo y con gotas gruesas de sudor cayendo por mi frente.

—Apártense, apártense — pide uno de los paramédicos que está llegando a los presentes.

La ambulancia ha llegado y ellos pueden terminar de estabilizar al hombre trasladándolo a esta. Por inercia lo acompaño a las puertas al ver cómo lo suben al vehículo.

—¿Es conocida del herido? — me pregunta uno de los paramédicos que depara en mi carnet ensangrentado, ese que estaba guindado de mi cuello — ¿Trabajas en el hospital de Sur?

—Sí — digo en un estado similar al shock viendo a los pies del hombre.

El procedimiento es despedirme aquí. Hice lo que pude hacer con lo que tuve. No tengo motivos o razones para acompañar a este hombre en esa ambulancia. Ni para averiguar de él, ni para ir con él. Pero no quiero que lo lleven lejos de mí sin saber qué será de su futuro. La ambulancia no era de mi hospital, sería complicado saber más de su destino.

—¿Sí a qué? — insiste el paramédico.

Trago mucha de mi saliva y faltó a la honestidad esta vez.

Algo me decía que no debía separarme de él. Qué no podía dejarlo solo.

—Sí a las dos. Lo conozco y trabajo como enfermera ahí. Subiré — me lleno de valentía esta vez, como no solía hacerlo por un presentimiento que no puedo describir.

—Lo sospechaba por tu uniforme. Le salvaste la vida a tu amigo, no íbamos a llegar a tiempo por otro choque cerca — comenta este conmigo subiendo a la ambulancia.

—Es lo que hacemos… ¿no? — digo volviendo a estar al lado del hombre.

A pesar de que ha cerrado sus ojos, tomo su mano para darle fuerzas. Esta vez sí siento cómo la aprieta. También siento cómo hice lo correcto, debía asegurarme de que lograse superar esto, y sobre cuán dañino era verter mis esperanzas en quienes asistía con mi preparación.

Samuel no sabía de lo que hablaba. Nuestros pacientes no eran hojas de una fría historia clínica que lees entre café y emparedados apresurados. Eran personas de carne y hueso.

—Andando — pide el paramédico tocando varias veces el techo de la ambulancia.

Y yo lo sabía, que este hombre saldría de esto. Tenía que hacerlo. No soportaría dar otra vez una mala noticia en esta madrugada. Mi corazón no tenía la suficiente fortaleza por los momentos.

…….

El contador automático que tenía en mi cabeza me decía que habían pasado 10 minutos de trayecto en esta ambulancia. Pero mi corazón me decía que había pasado una eternidad. En el trayecto y la inestabilidad de mi puesto en la ambulancia, estoy tambaleándome gracias a la velocidad. Y mirando, mirando al hombre que abre y cierra sus ojos concentrado en mí.

No puede hablar, ni sé si está consciente de lo que le ocurrió o cómo llegó a dónde está. No suelto su mano.

—Llegaremos pronto — le consuelo limpiando su rostro de la sangre con la ayuda de una gasa y la otra mano libre.

—¿Cuál es su nombre? ¿Conoces a algún familiar de él? — me cuestiona el paramédico.

—¿Su nombre? — yo misma estoy confundida a lo que él me ve interrogante.

—Lo meterán a quirófano, quizás necesite una autorización si es de una de esas familias problemáticas… Sabes cómo es la gente.

Caigo en cuenta en los protocolos, y en la realidad. También en el hecho de que mentí de conocer a este hombre. Había otras opciones por los momentos.

—Será complicado porque no sé cómo… contactarlos…— esquivo ganando tiempo.

—Mi… bolsillo…

El paramédico y yo vemos sorprendidos al hombre en sí. Estaba hablando, nos estaba escuchando.

—¿Tu bolsillo? ¿Quieres que lo revise? — digo avisándole que lo haré.

Lo hago y doy con lo que resolvería una buena parte de mis dudas sobre él. Saco su billetera, la abro y doy con su carnet de identidad. Leo su nombre.

Es Leandro Brown.

La idea vaga de que conocía a este hombre se consolida con una gran fortaleza. Claro que lo conocía, brevemente por lo menos. Hace más de un año tal vez, él había llegado a mi hospital buscando información sobre una enfermera que trabajó allí. Estaba acompañado de la que creía su esposa, pero resultó siendo otra familiar. Los ayudé a buscar ese fantasma y en agradecimiento él quería recompensarme con dinero.

Más dinero del que podía aceptar. No los ayudé por interés, sino porque para eso es lo que trabajó, para servir y ayudar a la gente. En especial, a la gente de las que tengo buenas impresiones.

Es una locura que nos volvamos a reencontrar de esta forma.

—Lo he recordado, Leandro — le comunico apretando su mano y mirándolo — sé cómo comunicarme con ella. Con… ¿Clara no?

—Ella… solo con ella…— él pide con dificultad.

—Te escuché. La llamaré, solo a ella. Calma ¿si? — el aseguro.

Su rostro es calmado con mi afirmación. Puedo comunicarme con ella porque viene a mí que tanto Leandro como Clara, me dieron tarjetas de presentación. Fotografíe ambas por si en algún momento se me ocurría algo. Nunca se me ocurrió nada, tampoco soy del tipo de persona que cobra favores. Las fotos fueron siendo sepultadas por otros cientos de fotos más.

No se me escapa que otro de los paramédicos nos mira sumamente preocupados.

—¿Cuál es el apellido de este hombre?

Bajo la mirada para volver a leer el carnet.

—Brown. Leandro Brown. ¿Te suena su nombre? — pregunto curiosa.

El otro paramédico se pone gris y habla desenfrenado al oído del primero. Es curioso que el primero se sorprenda con lo que escucha. Es como si se pusiese nervioso haciendo el trabajo que había desarrollado de modo mecánico desde el rescate.

—Estamos llegando señor Brown. No pudimos llegar en menos tiempo, ni tiene que preocuparse por lo que acontecerá a futuro. Saldrá de nuestra clínica mejor que nunca. Mi nombre es Rony López — explica entre el entusiasmo y la tensión. 

—El mío es Mattias López. No somos hermanos, pero es como si lo fuéramos — ríe nervioso el segundo paramédico.

Era la primera vez que intervenía así en lo que iba del viaje. Los dos hacen más comentarios sobre cómo Leandro estará bien, y piden al conductor que acelere la marcha. Lo cual acontece, llegando a la clínica con una rapidez que siento no hubiese estado allí de no haber dicho su nombre en voz alta.

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