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Capítulo 4: Margaritas

A tres semanas del accidente de Leandro Brown, estoy comenzando a preocuparme de que la operación no haya salido como esperaba. No había podido contactar con Clara, las veces que la he intentado llamar, un par de veces cada lunes, no han dado resultado. Tampoco ella se ha acercado a mí de ninguna manera. Con el tiempo avanzando, las malas sensaciones han llenado mi cabeza.

También mi fijación sobre el estado de salud de Leandro hace que le vea en cada paciente cuyo diagnóstico es desafortunado. Lo veo una y otra vez reflejados en ellos. En aquel paciente del martes que perdió sus piernas, o en aquella paciente que sufrió un derrame cerebral. Sin embargo, mis preocupaciones podrían ser exageradas puesto que sí sabía algo era que continuaba con vida.

Hace dos semanas me llamaron para declarar en la estación de policías y no pasó de allí dicha citación. Esta vez no fui tratada como una criminal, pero lo que sí es que se me repitió constantemente que no debía hablar de este accidente con nadie. Para completar el hermetismo de este evento, no leí en los periódicos locales o internet sobre el choque.

Era extraño considerando la importancia que averigüé tenía la familia Brown para la economía nacional, también lo llamativo del accidente. Esperarías tener más información de este tipo de acontecimientos, un deportivo estrellándose contra una tienda con el CEO de todas estas empresas. Nada. Ni un reportaje o foto. La vitrina estaba siendo reparada la próxima vez que le vi de vuelta a mi departamento. Como si nada hubiese pasado además de esa remodelación.

En fin, tenía que seguir trabajando. Por lo que me encontraba arreglando un ramo de margaritas que traje para adornar la habitación en el área de cuidados paliativos de Jesús acompañado de su esposa Julia. Los días habían traído resignación a la pareja de ancianos. El señor poco podía hablar por la mascarilla que usaba, solo se dedicaba escuchar a su esposa.

—Las margaritas son mis flores favoritas, había un campo de ellas en nuestra primera casita — narra nostálgica Julia.

—¿Cómo recuerdan esa casita? — les pregunto para que ambos involuntariamente sonrían.

—Jesús compró el terreno con sus ahorros. Él mismo la construyó. Una habitación, un baño y eso nos bastó para ser felices en esos tiempos. ¿No viejo gruñón? — narra ella acariciando la mano de su esposo.

Los dos se miran de una forma que va más allá de las palabras. El amor transciende los cuerpos me gusta creer, por igual quisiera creer que algún día encontraré un amor así de incondicional. Sentía que nadie me había amado sin condiciones, no mi madre, yo había arruinado su vida con mi nacimiento. Menos los hombres que habían llegado a esta.

—Suena como un sueño. He vivido en departamentos sin áreas verdes toda mi vida. Es asfixiante, por eso me gustan mucho las flores — explico finalizando con el jarrón.

—Si supieras que Martín es soltero y trabaja como lechero en una finca. Una finca con muuuchas flores — vende la señora.

—¿Quiere emparejarme con su hijo? — rio de la ocurrencia de Julia.

—Yo no, estoy hablándote de lo buen partido que es… — se hace la desentendida.

—¿Cuántos años me dice que tiene? — bromeo sin tomarme en serio la propuesta.

—Reyes.

El buen ánimo en el ambiente es cortado con un bisturí, el de Samuel que entra en la habitación sin saludar o una sonrisa a los ancianos. Estos endurecen sus expresiones y dejan de mirar en nuestra dirección. Él me observa frío y exigente.

—Te necesito en la habitación del nuevo ingreso. Acompáñame — él sale de la habitación.

Avergonzada por su descortesía, me despido del matrimonio.

—Qué tengan una buena mañana — digo y sigo al doctor a la habitación que indicó.

Pero sus intenciones no eran profesionales, en lo que cruzamos el pasillo me arrastra hacia uno de los almacenes de servicio y dentro de este me fuerza a besarlo. El beso es repugnante y brusco, forcejeo con mis manos en sus hombros para tratar de alejarlo de mí. Cuando puedo hacerlo, doy varios pasos hacia atrás limpiando mi boca totalmente impotente.

Su expresión fría había pasado a una rogante y vulnerable. Una que no había tenido la oportunidad de conocer antes.

—¿Ya te has olvidado de mí? ¿De lo mucho que decías que me amabas? — él me acorrala en contra del estante con herramientas.

Su aroma me enferma, sus manos que tanto me gustaban son aterradoras.

—¿Cómo puedo continuar amando a un hombre casado? Deja que me vaya. Esto se puede malinterpretar — pido impotente separando su cuerpo del mío.

Mi pánico no es solo por cómo se está comportando después de haberlo evitado lo mejor que pude, sino por lo que dirían si me viesen saliendo de aquí. No quiero que todos sepan de mi humillación, no quiero convertirme en otra enfermera que es amante de un doctor casado. Destruiría mi reputación en el trabajo.

—¡Qué piensen lo que quieran! — golpea con fuerza el estante detrás de mí. Tiemblo del miedo — La que tiene que entender lo nuestro eres tú. No estoy con la madre mi hijo, estamos casados por él, no dormimos en la misma habitación. ¿Cómo puedes creer que te estoy mintiendo?

—¿Si eso es verdad por qué no me lo dijiste antes de acostarme contigo? — digo lastimada y repugnada con sus mentiras. No le creía.

—¡Sabía cómo te pondrías, como harías un drama de esto mujer! — vuelve golpear el estante y esta vez mis ojos se mojan del miedo en lugar de temblar.

Él se percata de mis ojos asustados y cambia su expresión rabiosa, a una de conciliación. Toma mi rostro entre sus manos.

—Cariño, no había sentido esto por alguien antes. Es la primera vez que lo hago, por eso te juro que buscaré asesoría legal para divorciarme de ella. Te lo juro.

Está manipulándome. Lo sé. Su careta había caído ante mí en ese hotel, ante su horrible comportamiento al negármele. Era un ser despreciable con promesas falsas en su boca. No obstante, me sigue doliendo su contacto y la forma en la me mira. Una parte de mí quisiera que fuera verdad, la otra sabe que no lo es.

—Suel-sueltame — digo y este me libera. Emprendo mi ida de aquí.

—No te quiero cerca de otros tipos Lucía. De ninguno — amenaza a mis espaldas y congela mi cuerpo.

Tomo valor para tragarme los escalofríos de peligro que experimentó. Salgo del armario sintiéndome como una pila de basura temblorosa e impotente. Voy al baño y de los nervios me dedico a vomitar. Vaciando mi estómago es que encuentro una pizca de paz, apenas una pizca de paz. Una que va esfumándose al momento de lavar mi boca en el lavamanos, no estaba sola en este espacio.

—¿Qué tienes? ¿Estás bien? — pregunta Teresa preocupada.

—Estoy bien — menciono esquiva.

Ella no luce como que me cree.

—Tu madre quiere verte en su oficina — informa.

Perfecto, para empeorar un día que es un buen candidato para el peor del mes. Cierro la llave del agua.

—Iré…

Emprendo mi camino a la oficina de Recursos Humanos, esa en la que trabajaba mi madre, la licenciada Rosa. Ser llamada por mi madre en horario de trabajo nunca era un buen presagio que digamos. No exageraba al decir que ella me odiaba, es un hecho que puede comprobarse con el saludo que me da al entrar en su zona.

—¿No te sabes peinar como una persona decente? No sabes hacer nada. No pareces hija mía — exclama desde su escritorio.

Los comentarios de lo inservible que soy, lo descuidada que soy y lo estúpida que soy, son una normalidad para ella. No sirve defenderse o será una pelea más grande de la que pueda soportar. Es mejor ir directo al punto. Los que trabajan en familia, lo entenderían.

—¿Para qué me llamaste mamá?

—Necesito descontarte la mitad de tu quincena para abonar tu deuda conmigo — impone, así como así.

Quedó estupefacta, pestañeando con tal lentitud que me siento ridícula.

—No puedes hacerlo. Vivo con lo justo, y quedamos en que tomarías solo el 15% de lo que saqué a quincena — explico anonadada.

—Tengo más gastos este mes con la compra de la casa. Luis quiere invertir en una buena barbacoa — informa.

Si con las amenazas de Samuel estaba llorando por fuera, con este golpe bajo de mi madre lloraba por dentro. ¿Cómo podía tratarme de esta manera? Compartíamos la misma sangre, me había tenido en su vientre, pero prefería que su marido tuviese una buena barbacoa en su nueva casa en lugar de que su hija, su hija bilógica, pudiese pagar el alquiler este mes.

La deuda que tengo con Rosa proviene de un préstamo que le pedí el año pasado, fue para lograr independizarme finalmente. Siendo esta la única forma de poder realizarlo con mi sueldo. Además de devolverle su dinero, este préstamo tuvo el costo de comentarios despectivos y crueles hacia mis pobres finanzas. Fui una tonta al aceptar su dinero, tuve que pedirlo mejor a un banco o uno de esos matones de la calle, esos dos serían más benevolentes que ella. Tampoco tendrían acceso directo a tus ingresos.

—No seas malagradecida, no me mires de esta forma. ¿Si no fuera por mí dónde estarías? Mucho hice con tenerte en la casa siendo una mantenida por más de 20 años. Vete, vete.

Aprieto mis puños para no soltar mis lágrimas, y volteo para irme.

—Usa lo que tienes en las piernas con inteligencia, no lo des de gratis niña estúpida.

Confundida, le miro. Ella no despega sus ojos vidriosos del monitor de su computadora. Sus lentes están en la punta de su nariz.

—Romero anda hablando de cómo te le metiste en la cama. Pídele dinero a él que sí le sobra.

Las lágrimas que luche por no soltar se me salen, al igual que yo salgo de su oficina. Estrujo mis ojos para evitar llorar más de lo que lo hago, bajo mi cabeza, pero desearía tenerla enterrada en el piso.

—¿Lucía? — escucho decir a Jason.

—¿Ahora qué? — digo mirando al suelo.

—En la cafetería te espera una mujer, dice que te conoce y que quiere hablar contigo. Se llama Clara.

—¿Clara? — exclamo sorprendida e incentivada con su nombre.

Saber de Clara, era saber del estado de Leandro. Le agradezco a mi compañero y voy apresurada a la cafetería. Allí me estaba esperando en una de las mesas, con un mini pastel de aspecto colorido en su caja. Me acerco y compartimos un beso de saludo. Ocupo el asiento a su frente.

—Me alegra saber de ti. Estaba preocupada de que no atendieses mis llamadas. Temía lo peor con respecto a Leandro — le hago saber.

—Lo sé. Las últimas semanas han sido una odisea, de buenas y malas noticias. Pero con las piezas más o menos en orden, he encontrado la forma perfecta de recompensarte — dice sonriente.

No sé de qué habla. Lo muestro en mi rostro.

—Necesito que renuncies hoy mismo a este hospital y vengas conmigo a la mansión Brown — comenta solemne — Te contrataremos como enfermera de Leandro.

Una sola reacción es lógica para semejante propuesta.

—¿Cómo dices?

Desconcierto.

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