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En verdad era un paraje espectacular. Débora pensó que podría pasarse horas allí sin tener ganas de hacer nada más, relajada, meditando y contemplando el paisaje. Unas rocas escondían una bonita cascada que daba paso a una gran poza al parecer usada como atracción turística pues descansaban en sus orillas algunas canoas de colores, tablas y otros artilugios para navegar. También había algunas plataformas para facilitar el salto al agua y un pequeño embarcadero de madera. En la explanada colindante descubrió las típicas mesas y bancos de campamento construidas con troncos. Pero al parecer el lugar estaba desierto pues no se veía ni se escuchaba a nadie. Atardecía y el contraste de sombras y luces que dibujaban los últimos reflejos del sol que se ponía lentamente la dejaron sin palabras.

Desmontaron y subieron encima de las rocas, se sentaron en un recodo a casi tocar del agua. Ella alabó las tierras, confesó que no le extrañaba que él estuviera tan orgulloso y que no quisiera vivir
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