Jennifer Hendricks estaba recostada a su auto esperando en una de las tantas zonas de parqueo de la universidad de Illinois a que Sean, su novio, saliera al fin. Era consciente de que llamaba un poco la atención, y sabía que no sólo era por ella misma, que llevaba su cabello rubio y largo suelto, ocultando sus grises ojos tras unos lentes de sol y mostrando un poco de piel por sus pantalones cortos. No, la mayor parte del crédito se lo llevaba su auto, un precioso Volvo plateado del modelo del año, que pensaba regalarle a Sean por su graduación.
A él le encantaba el auto, lo adoraba, y ella quería ser generosa con el hombre que amaba. Sean no tenía dinero para comprarse un auto así, pues era de una condición económica diferente a la suya, pero eso no le importaba a ninguno de los dos. Ellos estaban hechos el uno para el otro.
Si él estudiaba en esta universidad, se debía a que era buen deportista y se había conseguido una beca jugando con el equipo de baloncesto. Era un chico un año menor que ella, con un espectacular cuerpo de atleta, guapo e inteligente. Perfecto.
Él se acercó al fin, y al verla, sonrió ampliamente mostrándole su blanca dentadura. Jennifer caminó a él con paso decidido sonriendo también, y a mitad de camino, se abrazaron.
—Sabía que te encontraría aquí.
—Tu último día en la universidad. ¿Dónde más iba a estar?
—Te adoro —sonrió él besando sus labios. Acto seguido, le tomó la cintura y caminó con ella hacia el auto—. Estás bellísima. ¿Te hiciste algo en el pelo? —A Jennifer se le iluminó la mirada.
—Bueno, sí… Gracias por notarlo.
—Dime, cariño. ¿Tienes libre este fin de semana? —Ella lo miró conteniendo una sonrisa. A veces le preocupaba verse demasiado feliz.
— ¿Tienes algo pensado? —Sean se encogió de hombros.
—Planeaba ir a algún lugar contigo. Ya que no tengo que estudiar para ningún otro examen, quisiera pasarlo con mi hermosa y espectacular novia—. Ahora sí, Jennifer sonrió ampliamente.
—Sí estoy libre este fin de semana.
—Eso es perfecto—. Él, como un acuerdo tácito que había entre los dos, se sentó al volante del Volvo y maniobró saliendo de la universidad. Jennifer evitó suspirar mientras miraba las fuertes manos de su novio sobre el volante.
Su teléfono estaba timbrando. Vio en la pantalla que se trataba de su madre y se extrañó. Ella sabía que estaba aquí con Sean, y por lo general, no interrumpía, a menos que fuera importante.
—Hola, mamá. ¿Sucede algo?
—Tienes que venir a casa, cielo —dijo Lucile en un tono que preocupó a Jennifer, haciéndole fruncir levemente el ceño—. Hay algo importante que… debes saber.
—¿Es grave?
—No quiero alarmarte, pero sí. Es grave.
—Tú estás bien, ¿verdad? No te ha ocurrido nada.
—Yo estoy bien —sonrió Lucile—. Siento echar a perder los planes que de pronto tenías con tu novio, pero… te necesito aquí en casa —Jennifer se mordió los labios y miró a Sean, que elevó sus cejas, interrogante, pero ella le sonrió sacudiendo levemente su cabeza.
—Está bien. Nos vemos en casa, entonces —Sean de inmediato frunció el ceño, pero ella levantó su mano pidiéndole paciencia.
—Lo siento tanto, hija.
—No te preocupes. Nos vemos entonces —Jennifer cortó la llamada y miró a Sean, que ya parecía un poco disgustado—. Es mamá. Me pidió que fuera a casa… Sonaba… preocupada por algo, y ella no es así. Lo siento.
—Es que no quiere que estés conmigo. Ya sabes que no le caigo del todo bien.
—Eso no es cierto. Ella te quiere. Si no fuera así, lo diría directamente—. Sean hizo una mueca de disgusto.
—Entonces no vas a pasar la noche conmigo—. Jennifer se sonrojó, como siempre que él tocaba esos temas tan directamente.
—Bueno, espero que esto no me tome mucho tiempo. Podríamos vernos después. ¿Me llevas a casa, por favor? —él la miró confundido, pues si él la llevaba a su casa, luego él tendría que irse en autobús a la suya—. Te prestaré el auto el día de mañana en compensación, ¿te parece? —él sonrió.
—No es lo mismo, yo preferiría estar contigo esta noche. Pero está bien —dijo él al ver que ella iba a insistir—. De verdad espero que todo esté bien —ella no dijo nada, sólo encendió su teléfono para enviar unos cuantos mensajes.
Jennifer llegó a su casa y de inmediato traspasó la puerta principal. Encontró a su madre y a Hammonds sentados en una de las salas. Ver a Hammonds allí fue como un mal presagio para ella. El hombre era un socio y empleado de su papá desde que ella era una niña, se tenían mucha confianza, las dos familias eran muy unidas, y Hammonds había sido el albacea de su padre al morir éste. Ahora mismo, era quien dirigía las empresas en espera de que ella tomara las riendas, pero habían pasado diez meses y todo seguía igual.
Se acercó a su madre dándole un beso en la mejilla y saludó con un apretón de manos a John Hammonds.
—Jennifer —empezó a hablar Hammonds—, estamos en la bancarrota—. Jennifer abrió sus labios quedándose estática en el sofá. Miró de arriba abajo a Hammonds, que estaba sentado frente a ella con un maletín en sus manos, y al oírlo, sintió que el cuerpo se le paralizaba. De no ser porque sabía que Hammonds era un hombre serio, y que en cosas del trabajo no bromeaba ni hacía chistes, se habría echado a reír.
—No es posible —fue lo que atinó a decir. Como si se hubiese esperado esta respuesta, Hammonds suspiró y abrió su maletín, sacando varios documentos y enseñándoselos.
Jennifer había estudiado negocios, tal como su padre le había pedido, porque algún día ella heredaría y tomaría el control de Hendricks Industries. Todavía era demasiado joven para eso, y algunos socios tenían la esperanza de que se casara con alguien idóneo para el cargo, pues no estaban muy seguros de que fuera una mujer, sobre todo, de su edad, quien los liderara. Ya su padre le había advertido que sería difícil convencerlos, pero él había muerto muy pronto, y ella aún estaba a mitad de camino de una especialización. La compañía había estado en manos de terceros porque ella aún no estaba lista, y ahora se encontraba con este desastre.
—No es posible —volvió a decir, ahora con más fuerza. Hammonds asintió—. Pero… papá dejó una empresa líquida, boyante, próspera… o es lo que creí…
—Ni tan líquida, ni tan boyante. Tenemos deudas demasiado grandes, y nuestros acreedores no son pacientes, por el contrario. Están esperando la oportunidad de caernos como buitres.
—No, no —insistió Jennifer poniéndose de pie—. ¡Papá no me dijo nada!
—Porque creía que lo solucionaría. Creyó que no necesitaría preocuparlas con esto.
— ¿Te lo dijo a ti, mamá? —Lucile bajó la mirada meneando su cabeza—. ¿No te lo dijo siquiera a ti?
—Lo siento. Tampoco me lo imaginé. Sí lo vi… bastante preocupado los últimos meses, pero siempre me decía que no era nada importante. Y de repente ese infarto… se lo llevó de mi lado.
—El infarto se debió, tal vez, a sus múltiples preocupaciones.
—Pero ¿cómo es posible que una empresa tan sólida, tan antigua… de repente esté en quiebra?
—No ha sido tan de repente —siguió Hammonds pasándole los documentos, y Jennifer empezó a hojearlos—. Hace un par de años tuvimos una pérdida seria. Intentamos recuperarnos con tratos y convenios, pero las cosas no mejoraron. Por el contrario, todo se fue yendo a pique… —Hammonds siguió hablando, y a cada palabra, cada documento, cada prueba, Jennifer perdía cada vez más el color, al tiempo que un frío desagradable le recorría la piel.
Según lo que Hammonds le contaba, y lo que ella misma podía evidenciar en estos papeles, estaban endeudados hasta el cuello.
— ¿Cómo es que hasta ahora me entero de esto? —le preguntó a Hammonds en tono de reproche, y éste apretó un poco los labios.
—Porque es el momento de tomar una decisión. No puedo hacerlo yo, no puede hacerlo ninguno de la mesa directiva, sólo ustedes dos.
—Una decisión…
—Declararnos en bancarrota es una de las opciones.
— ¡Eso sería nefasto! —exclamó Jennifer—. Debe ser la última opción, tiene que haber algo que podamos hacer—. Hammonds miró a Lucile de manera significativa, y ella comprendió el mensaje. Posó su mano sobre el brazo de su hija y con suavidad dijo:
—Casarte—. Jennifer la miró en silencio por largos segundos. Escudriñó en sus ojos buscando tal vez la sombra de una broma, pero Lucile se veía tan asustada y angustiada como ella.
Sin decirle nada, desvió su mirada a Hammonds.
—Los Blackwell se han ofrecido en matrimonio —dijo él en respuesta a su silenciosa pregunta—. Son nuestros mayores acreedores, pero están dispuestos a… perdonar la deuda a cambio del matrimonio y, además, nos ayudarían a pagar lo demás, que no es poco.
— ¿Quiénes son los… los qué?
—Los Blackwell. De Blackwell Bros Company… socios y amigos de tu padre.
—Nunca me habló de ellos.
—Bueno… —Jennifer meneaba su cabeza mirando a su madre como si le suplicara que por favor le dijera que todo esto era una pesadilla, pero Lucile sólo pudo apretar un poco más su brazo, lamentando lo que les estaba pasando.
— ¿No hay… otra opción?
—Claro, otros más se ofrecerán en matrimonio en cuanto sepan que necesitas el dinero.
— ¡Otra solución que no sea el matrimonio!
—Vender. Vender, rematar, deshacernos poco a poco de todo. Y aun así…
— ¡Papá no querría algo así! Habría que hacerlo por partes, y eso… sería terrible.
—Son las únicas opciones. Si vendes, quedarías libre de deudas, pero… desde ahí en adelante, tendrás que trabajar para vivir.
—No me da miedo el trabajo. Eso puedo hacerlo.
—Sí —contestó Hammonds—, con tus estudios, seguramente conseguirás ser la secretaria de alguien. Sin experiencia, no conseguirás un empleo muy bien pago, pero te alcanzará para vivir. Pero hay muchas familias que quedarán en la calle, Jennifer; gente trabajadora que hipotecó su casa para conseguir otras cosas porque creían que la empresa donde trabajaban era estable y segura—. Los ojos de Jennifer se humedecieron. Se recostó en el sofá en el que estaba y miró al techo.
Recordó ahora la última vez que vio a su padre con vida; había parecido tan tranquilo y seguro de su porvenir que ella jamás sospechó que estaba soportando graves preocupaciones. Él no le había dicho nada. Para que su herencia estuviera en un estado tan lamentable, era porque había iniciado la caída desde hacía mucho tiempo, pero él se había quedado callado.
— ¿Papá conocía a… esas personas?
—Claro que sí. Como te dije, eran socios y amigos.
— ¿Amigos?
—Bueno, él los consideraba así. Los Blackwell tienen… cierta reputación.
—No había oído hablar de ellos hasta hoy.
— ¿Te entrevistarás con ellos? —preguntó Hammonds con esperanza, pero Jennifer no contestó, sólo cerró con fuerza sus ojos—. Al menos, una entrevista. Habla con ellos.
— ¿Tendré que elegir a uno de los dos como marido?
—Uno de ellos vendrá aquí. Están muy interesados en… la decisión que se tome.
—Y si uno de los dos decide que no…
—Ellos tendrán que cobrar el dinero que le debemos por la vía legal… y usted tendrá que rematar cada cosa dentro de esta casa—. Se escuchó el sollozo de Lucile, y el estómago de Jennifer se encogió. Ella estaba dispuesta a trabajar para vivir. Había visto cómo Sean lo había conseguido, cómo era capaz de mantenerse con dignidad, pero su madre era otra cosa. Era verdad que Lucile era una mujer fuerte, pero hacía poco había perdido a su marido y desde entonces estaba muy afectada; perder su casa, su comodidad, sería otro golpe que no sabía si resistiría.
Y por otro lado… toda esa cantidad de gente que dependía de ella, de su decisión... No sabía esto, no había imaginado que en sus hombros descansara tremenda responsabilidad. Se habría conducido con mayor juicio si lo hubiese sabido. Por Dios, ¡acababa de comprar un automóvil carísimo, y pensaba regalárselo a Sean!
—Primero, quiero una junta con los directivos de las empresas —dijo Jennifer—. Necesito asegurarme del verdadero estado de todo.
— ¿Estás segura?
—No es que desconfíe de tu palabra, Hammonds, sólo quiero… estar al tanto.
—Como quieras.
—Luego de que escuche todo… tomaré una decisión.
—De acuerdo. Hablaré con los Blackwell y…
— ¡No! —exclamó Jennifer mirándolo severa. Cuando él se quedó en un silencio interrogante, ella se explicó: —Ellos de último. No quiero… si no es necesario, no quiero conocerlos—. Hammonds tragó saliva asintiendo. Cuando se diera cuenta de toda la verdad, Jennifer Hendricks no sólo tendría que conocer a uno de los Blackwell; también tendría que tomar su apellido.
No quiero jugar tu juego, no quiero que me rompas el corazónDéjame correr ahora, dame una salvación.No soy cobarde, sólo superviviente.Déjame correr ahora, dame una salvaciónJennifer se tiró en su cama mirando el techo sintiéndose agotada, completamente agotada. Había estado en reunión tras reunión todos estos días, pero no era eso lo que había agotado sus energías, eran las noticias recibidas en esas reuniones.Tal como Hammonds le había dicho, no había mucho que hacer; sólo tenía dos opciones: casarse, o irse a la banca rota.Lucile entró a su habitación con paso silencioso y se sentó a su lado en la enorme cama. Extendió una mano a la suya apretándola con suavidad.—Quisiera poder ocupar tu lugar en esta decisión tan terrible que tienes que tomar —le dijo Lucile, y Jennifer sólo apretó con fuerza sus ojos.—No digas eso, porque entonces, yo estaría deseando tomar tu lugar —Lucile sonrió. Recordó que no siempre ellas habían sido unidas; durante mucho tiempo, su hija había prefer
—He hablado con el personal directivo de Hendricks Industries —dijo—. Ellos piensan que… no hay solución para nuestra situación —lo miró de reojo, pero él no dijo nada, sólo seguía mirándola fijamente. Tragó saliva y siguió—. Tenía la esperanza de que entre los dos pudiéramos llegar a un acuerdo. O entre los tres, pero su hermano no vino.—Tal como le dije a su madre, no era necesaria la presencia de Robert aquí.—Bueno, dado que son socios…—En este caso, la decisión final la tomaré yo… o usted y yo, según el acuerdo al que lleguemos.—Nos han hablado de matrimonio —atacó Jennifer de inmediato, pensando tomarlo por sorpresa al abordar el tema sin preámbulos, pero él no pareció sorprendido—. Quiero que sepa que lo descarto por completo—. Por fin una reacción, notó ella. Él elevó una ceja y siguió mirándola—. No pienso casarme por dinero.—Entonces… ¿a qué he venido?— ¿Disculpe?—Pensé que se me había hecho venir aquí porque esa parte ya estaba decidida. Hay más de cien millones de dó
Y el mundo me ahoga, y el silencio ensordeceEs un caleidoscopio, todo cambia, todo gira, Dame tu mano, sólo eso te pidoDame tu mano, sálvame la vida— ¿Qué pasa, Jennifer? —reclamó Sean con voz suave, mirándola con ojos preocupados. Acababan de salir de un restaurante, donde habían estado celebrando su reciente graduación, hablando acerca de una oferta que le habían hecho para seguir estudiando en Europa y que había rechazado. Ella, lamentablemente, no le había estado prestando toda su atención, y ahora caminaban hacia el auto—. Estás aquí, y al tiempo, no —siguió él—. ¿Algo te preocupa? —Ella se mordió los labios. Había estirado el tiempo evitando contarle las cosas a Sean, pero las palabras de ese Neandertal diciéndole que no confiaba en su propio novio la perseguían.Se detuvieron frente al Volvo, y, sin hacer ademán de sacar las llaves, Jennifer se recostó a él dejando salir un suspiro cansado.—Sean… tengo algo importante que decirte —empezó a decir con voz un tanto insegura.
Jennifer llegó a la casa de los padres de Sean. Desde hacía tiempo que él ya no permanecía aquí, sino en el campus de la universidad, pero desde que se había graduado había vuelto mientras se acomodaba en alguna pequeña habitación. Era una casa modesta en los suburbios, y al llegar, encontró la casa sola y a oscuras. No estaban aquí, eso era evidente, pero le era urgente hablar con ellos, así que permaneció dentro del auto dispuesta a esperarlos.Llegaron una hora después, y al verla, los padres de Sean se miraron uno al otro.—Siento venir a verlos a esta hora —dijo Jennifer avanzando hacia ellos. Esta hora le había servido un poco para mejorar su ánimo; había compuesto su semblante, y ahora parecía más serena—. Quiero hablar con Sean. Por favor…—Nuestro hijo no está aquí, y tú lo sabes.—Sí, pero es que no contesta mis llamadas.—Seguro porque está en pleno vuelo hacia Londres —Jennifer los miró a uno y a otro con el alma en los pies.—Entonces… ¿es verdad?—Sí. Se fue hoy. Venimos
No todos los amores nacen con un gran big bangNo todos los hombres llegamos en forma de príncipeYo naceré en ti como una pequeña hoja de hiedraSeré fuerte, terco, necio, y tendré tu amor.Jeremy miró a Jennifer, que se abrazaba a sí misma como si tuviera frío. Se dio cuenta de que ella no había traído abrigo, y las noches todavía estaban un poco frescas. Caminó hacia el pequeño armario que había al lado de la puerta de entrada y buscó allí algún abrigo que le sirviera.—Gra… gracias —tartamudeó ella cuando él le puso el abrigo sobre los hombros, como si le sorprendiera esta muestra de amabilidad.— ¿En qué viniste hasta aquí? —le preguntó mirando su reloj, comprobando que iban a ser las dos de la mañana.—En… mi auto.—No es conveniente que vayas sola de vuelta a tu casa. Te llevaré, y mañana temprano, alguien del servicio te lo entregará de vuelta—Está bien—. Él la miró por unos segundos, y sus ojos, inevitablemente, se desviaron a sus labios, unos bonitos labios carnosos y rosad
Jennifer se halló a sí misma en medio del vestíbulo, de pie, confusa, con ganas de reír, de gritar, y de seguir insultando a Jeremy Blackwell por haberle pegado en el trasero y robarle un beso.Era un idiota, sin educación, sin delicadeza… Y al mismo tiempo, la había ayudado muchísimo esta noche.Subió a su habitación, y se sentó en su cama para quitarse sus sandalias altas sintiéndose muy cansada, y a la vez, llena de una extraña energía. Había llorado en el hombro de un completo extraño, y lo que habían intercambiado era un auténtico jugueteo. No había podido estar enojada del todo contra él por su atrevida nalgada, y eso la molestaba contra sí misma. Él la consolaba, y luego la hacía enfadar; era el causante de parte de sus miserias, pero le ofrecía su hombro para desahogarse. Tenía en él al verdugo y al consolador. Era extraño, pero no desagradable.Se acostó en su cama sin darse cuenta de que su necesidad de beber una copa y despotricar contra Sean había desaparecido, se durmió s
Que pienses en mí, ese es mi propósito.Con sonrisas o con ceños, entre gritos o sollozosY llegar a tu corazón como un canto silencioso,Pero en tu mente nunca, nunca ser un anónimoJennifer llegó a su casa aún con la furia palpitando en sus sienes. Encontró a su madre dándole órdenes al servicio para que bajaran algunos cuadros familiares y fotografías de la sala principal.—No lo bajes —le pidió ella cuando entre dos hombres hacían bajar un cuadro de los tres, William, Lucile y Jennifer de niña, la familia que en un tiempo fue feliz.Lucile la miró con una sonrisa incómoda.—Cariño. Dudo mucho que a los nuevos dueños les guste tener el cuadro de otra familia en su sala.—No habrá nuevo dueño. Esta casa seguirá siendo tuya —Lucile la miró confundida—. Me casaré con Jeremy Blackwell, mamá —le dijo—. Lo decidí anoche. Acabo de hablar con él, y…—Oh, Dios. ¡Pero tú lo odias! —exclamó Lucile acercándose a ella y tomándole la mano—. No, no hagas esto. Dijiste que no soportabas estar con
Jennifer permaneció en silencio por casi un minuto. Su madre le había contagiado de esa emoción, y ahora ella también se sentía agradecida. Su padre no había tenido el detalle de dejar la casa por fuera de los negocios, y por eso, ésta se había visto comprometida en el proceso de embargo. Jeremy sí había tenido ese cuidado.—Y entonces, ¿no me merezco siquiera un “gracias”? —Ella lo miró ceñuda.—Te lo habría expresado si no te hubieses apresurado a reclamarlo —Jeremy se echó a reír. Se puso en pie y caminó hasta el sofá donde estaba ella, sentándose en el lugar que Lucile había dejado libre con una pierna sobre la otra en una pose muy relajada.Le encantaba puyarla, hacerla enojar. Le encantaba esa lengua rápida y sus contestaciones ponzoñosas. La vida junto a ella no sería aburrida para nada.—No te preocupes. Sé que en el fondo estás agradecida conmigo. Te libré de casarte con un interesado como el pobre Sean —ella hizo rodar sus ojos, se cruzó de brazos, y prácticamente le dio la