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Por Santiago Sanders Me despierto, abro los ojos, y veo el paraíso sobre la tierra. Toco uno de sus perfectos rizos, el aroma a vainilla me embriaga, sus labios me tientan y su piel suave me excita. Ahogo una risita cuando miro al lado de mi mujer, la razón de mi alegría está ahí, durmiendo enrollada entre los brazos de su mami, mi hija Lyla debió venir por la madrugada, atormentada por la película de terror, o quizás por las leyendas turcas sobre «el hechizo del maíz» y «El monstruo Bákala» que le conté anoche. Estoy seguro de que cuando Allegra despierte me retará por hacerlo, admito que me he pasado esta vez. Las admiro con devoción, preguntándome ¿Cómo puedo tener tan buena suerte? Suena arrogante, pero creo en Dios y presiento que soy uno de sus hijos favoritos, si no ¿Por qué razón soy tan feliz? ¿Acaso alguien más que Dios crea mi felicidad allá en los cielos? Soy feliz y sí, soy engreído, pero es que esta dicha es todo lo que tengo en mi vida. No quiero perderlo jamás y ser
Allegra esperaba impaciente en la recepción de la fundación Yakamoz. Era la sede ubicada en Florida. La recepcionista tenía sus ojos fijos en ella con un gesto de desagrado, llevaba tres horas esperando la salida del señor Santiago Sanders, el benefactor más destacado de la fundación. Aquella chica no entendía que fuera lo que quisiera, al señor Sanders no le importaría y la juzgaría de impertinente. Ella lo conocía por una foto del periódico y creía que debía ser un ángel en la tierra, porque donaba enormes cantidades de dinero para ayudar a personas con enfermedades catastróficas. Tan catastróficas como el cáncer de estómago que padecía su madre, quien requería una operación costosa que la propia fundación se negaba a pagar, debido a la etapa terminal en que estaba su madre. Pero Allegra no perdía la esperanza. Cuando el señor Sanders salió del elevador, Allegra se levantó como un resorte y comenzó a hablarle, pero el hombre no detuvo su paso —Buenas tardes, Señor Sanders, permí
Era abril y la primavera vestía la ciudad. Allegra estaba repuesta aquel día, lo suficiente para asistir al cementerio. Pasaron seis largos meses desde la muerte de su madre. A veces en su mente parecía que hubiese sido ayer, y otras veces que habían pasado años. Se había refugiado en su apartamento, alejada de todo. Los amigos que tenía habían estado junto a ella durante el sepulcro, pero no después, al final, en la terrible soledad uno a uno los vio desaparecer, algunos de inmediato y otros después, cansados de su tristeza. Pero ella comenzaba a acostumbrarse a la soledad. Llevó un ramo de azucenas y las dejó sobre la tumba. Rezó y derramó algunas lágrimas. Una hora después caminó a la salida del cementerio. De pronto su mirada se encontró con el señor Sanders, estaba al lado de su chófer. Allegra sintió que su corazón latía demasiado ¿Acaso había olvidado su deuda?, Sí, pensó que la deuda estaba cancelada, pero la mirada de aquel hombre le hacía entender todo lo contrario. Santi
Allegra colgaba su ropa en el closet. Su habitación no era del servicio de empleados, sino una recámara cercana al dormitorio del señor Sanders. Era amplia y luminosa. La cama era tan suave que no quería atender el sonido de la alarma. Acostumbrarse a Santiago Sanders no era fácil. El hombre tenía un humor terrible, a veces satírico, a veces cruel, pero pocas veces amable. A partir de ahora sería su asistente personal o acompañante. Como fuera, estaría disponible para él las veinticuatro horas del día, y los trescientos sesenta y cinco días de la semana —Será por un año completo o ¿Quién sabe?, quizás puede ser menos —dijo Sanders, cuando ella le preguntó por cuánto tiempo. Le ayudaría en cualquier cosa que necesitara. Allegra no estaba feliz, pero por lo menos esa situación la distraía de su tristeza y la empujaba a la acción. Allegra caminó a la habitación de Santiago, golpeó la puerta e ingresó. Se encontró con el hombre listo para salir —Buenos días. —Buenos días, es tarde, d
Santiago estaba recostado en su cama, no podía dormir y pasaba de la media noche. Intentaba leer, pero perdía la concentración. Una idea cruzó por su mente y determinado tomó su teléfono celular para llamar. Allegra despertó por el insistente sonido de su celular, al responder escuchó la voz del señor Sanders, quien le pidió que fuera a su recámara. Ella se alertó confundida, ¿Por qué quería verla en su habitación a esa hora?, caminó con nerviosismo. No temía que el señor Sanders se propasara con ella, en cambio dudaba de ella misma y esas sensaciones que el hombre estaba despertando en su piel. Cuando entró a la recámara, encontró a Santiago recostado en la cama, y con las lámparas encendidas —Ven —dijo invitándola a sentarse en la cama, Allegra tomó asiento al extremo derecho de la cama —¿Qué necesitas? —No puedo dormir. —¿Puedo preparar un té de tilo o traer leche tibia? —No. Toma este libro y léeme —Santiago le entregó el libro que leía. Allegra comenzó a leer, era el libro
Santiago estaba en el consultorio, estaba inquieto, pero intentaba disimular —El doctor Bristein no estará disponible, por lo menos en un mes —dijo el doctor Raven —¿Tiene idea de cuando vuelve? —Parece que, a mediados del siguiente mes, creo que será mejor que espere a hablar con él, y que sea el quien revise los resultados. Creo que eso le daría más confianza, señor Sanders. Sanders estaba de acuerdo, solo confiaba en el doctor Bristein, tenían una relación de médico-paciente de más de seis años, y no podía confiar en nadie más. —Es raro que no me haya informado de sus vacaciones. —No son vacaciones, es por su madre, desgraciadamente falleció y tuvo que asistir a su entierro. —No lo sabía. —Sí, fue a Estambul. —¿Habrá alguna manera de localizarlo? —Sí —dijo el doctor, y le entregó en una tarjeta el correo electrónico del doctor Bristein. Allegra esperaba a Santiago en el parque que estaba enfrente. Sentada sobre una banca recordaba aquel día de la gran discusión: «Ella h
Cuando Santiago alcanzó al hombre lo tomó del cuello mirándolo con furia. Casi no lo reconocía lucía tan distinto a la última vez que lo vio —¡Al fin nos volvemos a encontrar! —exclamó Santiago Michael Jones le rehuía la mirada, estaba más delgado, demacrado y avejentado que hace cinco años. Su cabello rubio era mucho más claro, y había arrugas debajo de sus ojos y en su frente —. Mírame a los ojos. ¿Puedes actuar como un hombre de honor? Michael tuvo que sostener la mirada de Santiago, cuyos ojos azules le miraban con odio y estaba justificado. —¿Qué quieres de mí? —preguntó Michael. Mientras Allegra miraba con incredulidad la escena—. ¿Has venido a humillarme, has venido a vengarte? Ahórralo, mírame ahora, estoy destruido, ¡No puedes destruirme más! —¿Tú estás destruido? ¡Tú me destruiste a mí! —exclamó Santiago lanzándole un puñetazo a la cara haciendo que Michael cayera al suelo. Allegra se asustó demasiado y se interpuso entre Santiago y Michael. —¡Detente! ¡Vas a matarlo!
—¿Dime dónde está? —No lo sé —dijo Michael decepcionado—. Y no me importa. Ella fue cruel contigo y conmigo. Destruyó nuestra amistad, y destruyó mi amor, pero no lo puedes ver. Nunca entendí porqué de un día a otro dejó de amarte. ¿Qué le hiciste? ¿Qué provocó su desamor? Santiago guardó silencio con el rostro consternado. —Voy a encontrar a Megan —dijo Santiago determinado, Allegra se acercó a los hombres escuchando más de la conversación Michael lanzó una risa sarcástica. —¿Crees que vale la pena?, Megan no vale nada, Santiago, ella nunca te amó, te traicionó con tu mejor amigo y lo único que piensas es en encontrarla. —Ese es mi problema, no el tuyo, Michael, adiós —dijo determinado Michael asintió y se alejó del parque caminando de prisa. —¿Estás bien? —preguntó Allegra —Sí. Hay que irnos —dijo Santiago y caminaron hasta el auto para volver a Miami. Santiago manejaba deprisa, Allegra lo miraba de reojo, convencida de saber alguna parte vital de la historia, pero quería s