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Un lazo inquebrantable
Un lazo inquebrantable
Por: J.D Anderson
Capítulo I ¿Serás mi esclava?

Allegra esperaba impaciente en la recepción de la fundación Yakamoz. Era la sede ubicada en Florida. La recepcionista tenía sus ojos fijos en ella con un gesto de desagrado, llevaba tres horas esperando la salida del señor Santiago Sanders, el benefactor más destacado de la fundación.

Aquella chica no entendía que fuera lo que quisiera, al señor Sanders no le importaría y la juzgaría de impertinente.

Ella lo conocía por una foto del periódico y creía que debía ser un ángel en la tierra, porque donaba enormes cantidades de dinero para ayudar a personas con enfermedades catastróficas. Tan catastróficas como el cáncer de estómago que padecía su madre, quien requería una operación costosa que la propia fundación se negaba a pagar, debido a la etapa terminal en que estaba su madre. Pero Allegra no perdía la esperanza.

Cuando el señor Sanders salió del elevador, Allegra se levantó como un resorte y comenzó a hablarle, pero el hombre no detuvo su paso

—Buenas tardes, Señor Sanders, permítame hablarle un momento —Santiago ni siquiera la veía, caminaba tan deprisa y Allegra luchaba por seguirle el paso. A su lado estaba un señor que debía ser de su seguridad personal—. Mi madre está muy enferma, la fundación la ayuda, pero no pueden pagar su operación…

Santiago llegó hasta su automóvil, su acompañante abrió la puerta, y no parecía dispuesto a decir ninguna palabra. Convencida de que era su última oportunidad, Allegra empujó la puerta, cerrándola antes de que Santiago subiera al auto. Aquel gesto provocó que el hombre la observara incrédulo

—¿De verdad tienes agallas? —preguntó mirándola fijamente, el rostro de Allegra enrojeció—. ¿Qué quieres?, ¿En serio crees que puedes venir ante mí y pedirme dinero?, ¿Acaso crees que soy Santa Claus?

Alegra frunció el ceño entre el estupor y la indignación

—¡Por favor!, ¡Ayúdeme!, mi madre está muriendo, usted es muy rico, le juro que se lo devolveré…

Santiago la observó de arriba abajo, descubriendo su pobreza y juventud.

—Escucha, niña, la gente muere todos los días, resígnate y estudia, solo así podrás tener una mejor vida —Santiago subió al auto y cerró la puerta, pero antes de que el auto avanzara, Allegra golpeteó la ventanilla muchas veces, harto, Santiago bajó el cristal—. ¡¿Qué!?

—¡Haré lo que sea! —exclamó suplicando entre el temor y el llanto—. Pídame cualquier cosa, yo haré lo que sea, si quiere trabajaré para usted, ¡Seré su esclava!, pero, por favor, ayúdeme…

Santiago la miró con frialdad, pero no dejó que el carro avanzara. La observó detenidamente no debía tener más de veinte años, sus ojos azules estaban ojerosos y cansados. El hombre hizo una seña y el auto avanzó, Allegra corrió tras el auto, quedándose en medio de la calle, abandonada a la desesperanza. Mientras Santiago, inclemente, la observaba por la ventanilla.

A la mañana siguiente Allegra estuvo cuidando a su madre, debía conseguir el dinero antes del domingo y era jueves. Observaba a su madre en aquella cama de hospital, estaba tan desesperada que enloquecía de frustración. Allegra se devanaba los sesos pensando alguna manera de conseguir el dinero y salvarla. Todas las opciones pasaban por su cabeza y las oportunidades decentes ya escapaban de sus manos.

Acarició el cabello de su madre, quien dormía profundamente, era todo lo que tenía, su padre había muerto cuando ella tenía ocho años, no tenía hermanos y el resto de su familia vivía en México, aunque no los conocía, porque sus padres emigraron a Estados Unidos antes de que ella naciera.

Una enfermera se acercó a ella.

—¿Es usted Allegra Ferrez?

—Sí, soy yo.

—Hay una persona afuera que la busca.

Allegra, curiosa, caminó afuera de la habitación. Miró a todos lados, hasta que sus ojos se encontraron con aquel señor: Santiago Sanders. Allegra abrió bien los ojos, de verdad era él; un hombre alto y elegante, de algunos treinta y tantos años, de cabello muy oscuro y ojos azules

—¡Hola! —exclamó temerosa y con el corazón latiendo a mil por hora, añorando que fuera la respuesta a sus oraciones

El hombre la miró fijamente, como si de pronto intentara leer sus pensamientos, provocó que Allegra enrojeciera de nervios

—Ayer me hiciste una oferta y he decidido aceptarla.

Allegra dudó, su cabeza dio mil vueltas intentando recordar lo que había dicho ayer, pero estaba tan exhausta que apenas recordaba haberlo visto

—Yo…

—Pagaré la operación de tu madre a cambio de que seas mi… —Santiago titubeó divertido, mientras entrecerraba los ojos en un gesto de astucia—. Esclava, dijiste, ¿Verdad?

Allegra apenas pudo susurrar un «Sí» que reforzó asintiendo

—Bien. Entonces pagaré la cuenta de la operación y una vez que tu madre esté mejor, te avisaré cuando comenzarás con tu trabajo —dijo determinado, Allegra no pudo debatir sus palabras, pues el hombre se giró marchándose abruptamente

La chica regresó a la habitación, se sentía temblorosa y débil. Pensaba en las palabras del hombre. Sí, había esperanza, porque su madre sería operada, pero no sabía que destino le esperaba al lado de aquel hombre, Allegra mordió sus uñas, ansiosa, mientras meditaba en lo fatal que se sentía al estar desamparada.

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