Allegra esperaba impaciente en la recepción de la fundación Yakamoz. Era la sede ubicada en Florida. La recepcionista tenía sus ojos fijos en ella con un gesto de desagrado, llevaba tres horas esperando la salida del señor Santiago Sanders, el benefactor más destacado de la fundación.
Aquella chica no entendía que fuera lo que quisiera, al señor Sanders no le importaría y la juzgaría de impertinente.
Ella lo conocía por una foto del periódico y creía que debía ser un ángel en la tierra, porque donaba enormes cantidades de dinero para ayudar a personas con enfermedades catastróficas. Tan catastróficas como el cáncer de estómago que padecía su madre, quien requería una operación costosa que la propia fundación se negaba a pagar, debido a la etapa terminal en que estaba su madre. Pero Allegra no perdía la esperanza.
Cuando el señor Sanders salió del elevador, Allegra se levantó como un resorte y comenzó a hablarle, pero el hombre no detuvo su paso
—Buenas tardes, Señor Sanders, permítame hablarle un momento —Santiago ni siquiera la veía, caminaba tan deprisa y Allegra luchaba por seguirle el paso. A su lado estaba un señor que debía ser de su seguridad personal—. Mi madre está muy enferma, la fundación la ayuda, pero no pueden pagar su operación…
Santiago llegó hasta su automóvil, su acompañante abrió la puerta, y no parecía dispuesto a decir ninguna palabra. Convencida de que era su última oportunidad, Allegra empujó la puerta, cerrándola antes de que Santiago subiera al auto. Aquel gesto provocó que el hombre la observara incrédulo
—¿De verdad tienes agallas? —preguntó mirándola fijamente, el rostro de Allegra enrojeció—. ¿Qué quieres?, ¿En serio crees que puedes venir ante mí y pedirme dinero?, ¿Acaso crees que soy Santa Claus?
Alegra frunció el ceño entre el estupor y la indignación
—¡Por favor!, ¡Ayúdeme!, mi madre está muriendo, usted es muy rico, le juro que se lo devolveré…
Santiago la observó de arriba abajo, descubriendo su pobreza y juventud.
—Escucha, niña, la gente muere todos los días, resígnate y estudia, solo así podrás tener una mejor vida —Santiago subió al auto y cerró la puerta, pero antes de que el auto avanzara, Allegra golpeteó la ventanilla muchas veces, harto, Santiago bajó el cristal—. ¡¿Qué!?
—¡Haré lo que sea! —exclamó suplicando entre el temor y el llanto—. Pídame cualquier cosa, yo haré lo que sea, si quiere trabajaré para usted, ¡Seré su esclava!, pero, por favor, ayúdeme…
Santiago la miró con frialdad, pero no dejó que el carro avanzara. La observó detenidamente no debía tener más de veinte años, sus ojos azules estaban ojerosos y cansados. El hombre hizo una seña y el auto avanzó, Allegra corrió tras el auto, quedándose en medio de la calle, abandonada a la desesperanza. Mientras Santiago, inclemente, la observaba por la ventanilla.
A la mañana siguiente Allegra estuvo cuidando a su madre, debía conseguir el dinero antes del domingo y era jueves. Observaba a su madre en aquella cama de hospital, estaba tan desesperada que enloquecía de frustración. Allegra se devanaba los sesos pensando alguna manera de conseguir el dinero y salvarla. Todas las opciones pasaban por su cabeza y las oportunidades decentes ya escapaban de sus manos.
Acarició el cabello de su madre, quien dormía profundamente, era todo lo que tenía, su padre había muerto cuando ella tenía ocho años, no tenía hermanos y el resto de su familia vivía en México, aunque no los conocía, porque sus padres emigraron a Estados Unidos antes de que ella naciera.
Una enfermera se acercó a ella.
—¿Es usted Allegra Ferrez?
—Sí, soy yo.
—Hay una persona afuera que la busca.
Allegra, curiosa, caminó afuera de la habitación. Miró a todos lados, hasta que sus ojos se encontraron con aquel señor: Santiago Sanders. Allegra abrió bien los ojos, de verdad era él; un hombre alto y elegante, de algunos treinta y tantos años, de cabello muy oscuro y ojos azules
—¡Hola! —exclamó temerosa y con el corazón latiendo a mil por hora, añorando que fuera la respuesta a sus oraciones
El hombre la miró fijamente, como si de pronto intentara leer sus pensamientos, provocó que Allegra enrojeciera de nervios
—Ayer me hiciste una oferta y he decidido aceptarla.
Allegra dudó, su cabeza dio mil vueltas intentando recordar lo que había dicho ayer, pero estaba tan exhausta que apenas recordaba haberlo visto
—Yo…
—Pagaré la operación de tu madre a cambio de que seas mi… —Santiago titubeó divertido, mientras entrecerraba los ojos en un gesto de astucia—. Esclava, dijiste, ¿Verdad?
Allegra apenas pudo susurrar un «Sí» que reforzó asintiendo
—Bien. Entonces pagaré la cuenta de la operación y una vez que tu madre esté mejor, te avisaré cuando comenzarás con tu trabajo —dijo determinado, Allegra no pudo debatir sus palabras, pues el hombre se giró marchándose abruptamente
La chica regresó a la habitación, se sentía temblorosa y débil. Pensaba en las palabras del hombre. Sí, había esperanza, porque su madre sería operada, pero no sabía que destino le esperaba al lado de aquel hombre, Allegra mordió sus uñas, ansiosa, mientras meditaba en lo fatal que se sentía al estar desamparada.
Era abril y la primavera vestía la ciudad. Allegra estaba repuesta aquel día, lo suficiente para asistir al cementerio. Pasaron seis largos meses desde la muerte de su madre. A veces en su mente parecía que hubiese sido ayer, y otras veces que habían pasado años. Se había refugiado en su apartamento, alejada de todo. Los amigos que tenía habían estado junto a ella durante el sepulcro, pero no después, al final, en la terrible soledad uno a uno los vio desaparecer, algunos de inmediato y otros después, cansados de su tristeza. Pero ella comenzaba a acostumbrarse a la soledad. Llevó un ramo de azucenas y las dejó sobre la tumba. Rezó y derramó algunas lágrimas. Una hora después caminó a la salida del cementerio. De pronto su mirada se encontró con el señor Sanders, estaba al lado de su chófer. Allegra sintió que su corazón latía demasiado ¿Acaso había olvidado su deuda?, Sí, pensó que la deuda estaba cancelada, pero la mirada de aquel hombre le hacía entender todo lo contrario. Santi
Allegra colgaba su ropa en el closet. Su habitación no era del servicio de empleados, sino una recámara cercana al dormitorio del señor Sanders. Era amplia y luminosa. La cama era tan suave que no quería atender el sonido de la alarma. Acostumbrarse a Santiago Sanders no era fácil. El hombre tenía un humor terrible, a veces satírico, a veces cruel, pero pocas veces amable. A partir de ahora sería su asistente personal o acompañante. Como fuera, estaría disponible para él las veinticuatro horas del día, y los trescientos sesenta y cinco días de la semana —Será por un año completo o ¿Quién sabe?, quizás puede ser menos —dijo Sanders, cuando ella le preguntó por cuánto tiempo. Le ayudaría en cualquier cosa que necesitara. Allegra no estaba feliz, pero por lo menos esa situación la distraía de su tristeza y la empujaba a la acción. Allegra caminó a la habitación de Santiago, golpeó la puerta e ingresó. Se encontró con el hombre listo para salir —Buenos días. —Buenos días, es tarde, d
Santiago estaba recostado en su cama, no podía dormir y pasaba de la media noche. Intentaba leer, pero perdía la concentración. Una idea cruzó por su mente y determinado tomó su teléfono celular para llamar. Allegra despertó por el insistente sonido de su celular, al responder escuchó la voz del señor Sanders, quien le pidió que fuera a su recámara. Ella se alertó confundida, ¿Por qué quería verla en su habitación a esa hora?, caminó con nerviosismo. No temía que el señor Sanders se propasara con ella, en cambio dudaba de ella misma y esas sensaciones que el hombre estaba despertando en su piel. Cuando entró a la recámara, encontró a Santiago recostado en la cama, y con las lámparas encendidas —Ven —dijo invitándola a sentarse en la cama, Allegra tomó asiento al extremo derecho de la cama —¿Qué necesitas? —No puedo dormir. —¿Puedo preparar un té de tilo o traer leche tibia? —No. Toma este libro y léeme —Santiago le entregó el libro que leía. Allegra comenzó a leer, era el libro
Santiago estaba en el consultorio, estaba inquieto, pero intentaba disimular —El doctor Bristein no estará disponible, por lo menos en un mes —dijo el doctor Raven —¿Tiene idea de cuando vuelve? —Parece que, a mediados del siguiente mes, creo que será mejor que espere a hablar con él, y que sea el quien revise los resultados. Creo que eso le daría más confianza, señor Sanders. Sanders estaba de acuerdo, solo confiaba en el doctor Bristein, tenían una relación de médico-paciente de más de seis años, y no podía confiar en nadie más. —Es raro que no me haya informado de sus vacaciones. —No son vacaciones, es por su madre, desgraciadamente falleció y tuvo que asistir a su entierro. —No lo sabía. —Sí, fue a Estambul. —¿Habrá alguna manera de localizarlo? —Sí —dijo el doctor, y le entregó en una tarjeta el correo electrónico del doctor Bristein. Allegra esperaba a Santiago en el parque que estaba enfrente. Sentada sobre una banca recordaba aquel día de la gran discusión: «Ella h
Cuando Santiago alcanzó al hombre lo tomó del cuello mirándolo con furia. Casi no lo reconocía lucía tan distinto a la última vez que lo vio —¡Al fin nos volvemos a encontrar! —exclamó Santiago Michael Jones le rehuía la mirada, estaba más delgado, demacrado y avejentado que hace cinco años. Su cabello rubio era mucho más claro, y había arrugas debajo de sus ojos y en su frente —. Mírame a los ojos. ¿Puedes actuar como un hombre de honor? Michael tuvo que sostener la mirada de Santiago, cuyos ojos azules le miraban con odio y estaba justificado. —¿Qué quieres de mí? —preguntó Michael. Mientras Allegra miraba con incredulidad la escena—. ¿Has venido a humillarme, has venido a vengarte? Ahórralo, mírame ahora, estoy destruido, ¡No puedes destruirme más! —¿Tú estás destruido? ¡Tú me destruiste a mí! —exclamó Santiago lanzándole un puñetazo a la cara haciendo que Michael cayera al suelo. Allegra se asustó demasiado y se interpuso entre Santiago y Michael. —¡Detente! ¡Vas a matarlo!
—¿Dime dónde está? —No lo sé —dijo Michael decepcionado—. Y no me importa. Ella fue cruel contigo y conmigo. Destruyó nuestra amistad, y destruyó mi amor, pero no lo puedes ver. Nunca entendí porqué de un día a otro dejó de amarte. ¿Qué le hiciste? ¿Qué provocó su desamor? Santiago guardó silencio con el rostro consternado. —Voy a encontrar a Megan —dijo Santiago determinado, Allegra se acercó a los hombres escuchando más de la conversación Michael lanzó una risa sarcástica. —¿Crees que vale la pena?, Megan no vale nada, Santiago, ella nunca te amó, te traicionó con tu mejor amigo y lo único que piensas es en encontrarla. —Ese es mi problema, no el tuyo, Michael, adiós —dijo determinado Michael asintió y se alejó del parque caminando de prisa. —¿Estás bien? —preguntó Allegra —Sí. Hay que irnos —dijo Santiago y caminaron hasta el auto para volver a Miami. Santiago manejaba deprisa, Allegra lo miraba de reojo, convencida de saber alguna parte vital de la historia, pero quería s
Santiago negó e intentó hablar tomando con suavidad el brazo de Allegra, pero ella se alejó con apuro, y comenzó a caminar. Santiago estaba triste por el sentir de la joven. No le gustaba hacerla sentir mal y tuvo ganas de correr y abrazarla hasta que se sintiera de nuevo feliz, pero como nunca se dejaba guiar por el impulso, decidió seguirla, manteniéndose distante. Michael Jones estaba en aquel tenebroso cuarto que rentaba a la vieja. Bebía una cerveza caliente, nada más por querer huir de la realidad, ya poco le importaba lo mal que sabía. Abrió un pequeño cajón y sacó de ahí dos fotografías, en una de ellas estaba Megan, con su larga y brillante cabellera rubia, sonriente y vestida como reina de un concurso de belleza. La admiró por unos segundos, hasta que lágrimas rodaron por su rostro al ver la fotografía donde estaba él al lado de Santiago, era una foto vieja, eran unos niños de diez años y sonreían con efusividad. La amargura y la nostalgia comenzaron a embriagar el alma de
Cuando los rayos del sol iluminaron la ciudad, Santiago abrió los ojos encontrándose con el rostro adormilado de Allegra, quien recién despertaba mirándolo. Sus bellos ojos azules le miraban despistados y cuando sintió el calor de sus brazos, sonrojada se alejó. Luego Santiago se puso de pie. Ambos caminaron unas calles más, hasta llegar a otra avenida, ahí vieron una estación de taxis y abordaron uno, pidiendo un viaje hasta Miami. Cuando llegaron a la residencia, los empleados estaban asustados por la repentina desaparición de su patrón. Pero cuando lo vieron llegar, se tranquilizaron. Mientras Santiago se bañaba, Lorna preparaba pastel de mango, el preferido del señor. Allegra deambulaba por la cocina, observando con atención lo que Lorna hacía. —Gracia a Dios que nada malo les sucedió —dijo la mujer de algunos cincuenta años y de cabello rizado y rubio —Dios nos cuidó —dijo Allegra—. ¿Me puedes enseñar como hacer el pastel favorito del señor Santiago? La mujer la miró con i