Clarisa despertó entusiasmada por la mañana. El frío de noviembre calaba los huesos, pero no lograba apagar su esperanza. Esa cita médica representaba una nueva oportunidad, un paso hacia el sueño que ella y Samuel compartían: formar una familia. Se había preparado con esmero; después de ducharse y vestirse con ropa abrigada, bajó a la cocina para preparar el desayuno. Mientras Samuel terminaba de arreglarse, ella dispuso tostadas con bacon, huevos revueltos y café con leche. Estaba decidida a que ese día estuviera lleno de esperanza y optimismo.
Cuando Samuel llegó a la mesa, se sentaron a desayunar juntos. Él la observó con una sonrisa tranquila y le preguntó:
—¿Estás bien?Clarisa asintió con entusiasmo.
—Sí, estoy bien. Tengo fe en que la cita de hoy nos traerá respuestas. Quizás solo necesitamos saber cuál es el momento más fértil para intentarlo.
Samuel asintió, pero notó que Clarisa se quedó en silencio, mirando su plato. Preocupado, insistió:
—¿Qué pasa?
Ella dudó un momento antes de responder.
—Estaba pensando... ¿Y si uno de nosotros tiene algún problema?Samuel tomó su mano y la miró con firmeza.
—No digas eso. Y si lo tenemos, no importa. Siempre podemos adoptar. Lo importante es que estamos juntos.Clarisa sonrió, sintiendo el alivio de sus palabras.
—Claro que estoy de acuerdo. Pero... quiero intentar todo. Quiero saber lo que es llevar un bebé en mi vientre.Su marido la observó enamorado y con fé, de que así sería.
Después de terminar el desayuno, se abrigaron bien y salieron hacia el hospital. Afuera, el aire helado les golpeó el rostro, y las nubes grises auguraban nieve en los próximos días. Caminaron de la mano hasta el coche, conversando sobre cómo sería pasar una Navidad con un hijo. Quizás ya el próximo año sería eso.
Al llegar al hospital, Clarisa y Samuel se registraron en la recepción y tomaron asiento en la sala de espera. Clarisa observaba a su alrededor: mujeres embarazadas con sus parejas, niños pequeños corriendo por los pasillos... La imagen la llenó de una mezcla de anhelo y esperanza. Imaginó cómo sería venir a ese lugar algún día, con su esposo y una barriga prominente.
Pasaron unos 30 minutos antes de que el médico llamara sus nombres. Al entrar al consultorio, los recibió con una sonrisa cálida.
—Muy buenos días. Soy el doctor Osvaldo Gard, especialista en ginecología y fertilidad. ¿Cómo puedo ayudarlos?
Clarisa fue la primera en hablar.
—Buenos días, doctor. Mi nombre es Clarisa Rodríguez, tengo 23 años, y él es mi esposo, Samuel Hodson.Samuel añadió:
—Llevamos cinco años juntos, pero no hemos logrado tener un bebé. Queremos saber si hay algún problema y qué podemos hacer para solucionarlo.
El doctor asintió con comprensión y les explicó el procedimiento.
—Lo primero que haremos es una evaluación general para ambos. Hay muchas causas posibles para la infertilidad, pero no se preocupen; esto es algo que puede analizarse con exámenes detallados.
Con paciencia, el doctor explicó que Clarisa necesitaría un ultrasonido transvaginal para evaluar su útero y ovarios, mientras que Samuel se sometería a un análisis de esperma para determinar su calidad y cantidad. También mencionó que podrían requerirse pruebas hormonales y otros estudios complementarios.
—Estos exámenes nos darán un panorama más claro —dijo el médico—, pero recuerden que esto es un proceso. Los resultados tardarán unos quince días, y necesitaremos coordinar un seguimiento para planificar el momento ideal según el ciclo ovulatorio de Clarisa. La paciencia será clave.
Clarisa y Samuel asintieron con agradecimiento. Aunque sabían que el camino podría ser largo, el profesionalismo del doctor les dio tranquilidad. Tras realizar los primeros estudios, se despidieron con una nueva cita programada y la instrucción de regresar en los días más fértiles del ciclo de Clarisa.
Al salir del hospital, Clarisa respiró profundamente, sintiendo una mezcla de nervios y esperanza. Samuel le rodeó los hombros con un brazo mientras caminaban hacia el coche.
—Sea lo que sea, lo enfrentaremos juntos —le susurró.
Ella le sonrió, agradecida por tenerlo a su lado. En su corazón, la fe en que algún día lograrían su sueño seguía viva.
***
En el otro extremo de la ciudad, Alexander, un poderoso mafioso, dedicaba su vida a generar dinero mediante el tráfico de polvo blanco. Su esposa, Sandra, embarazada de ocho meses, se sentía cada vez más agobiada. La idea de que su bebé nacería en apenas un mes solo intensificaba su preocupación. Más porque su esposo tenía enemigos por todos lados por ser un narco.
Sandra se acercó a su esposo mientras él revisaba documentos en su despacho. Con un gesto cariñoso, le acarició la mejilla.
—¿Por qué estás tan estresado, cariño? —preguntó con voz suave.
Alexander soltó un suspiro, su expresión sombría.
—Ya sabes... Tenemos que transportar un cargamento importante.
Sandra lo miró con ternura, pero también con firmeza.
—Creo que deberías considerar dejar esto, Alex. No es solo por mí, es por el futuro de nuestro hijo.
Él negó con la cabeza, su voz cargada de frustración.
—No puedo, Sandra. Este negocio es mi vida. Todo lo que tenemos viene de esto.
Sandra lo interrumpió, su tono ahora teñido de tristeza.
—¿Y el precio que estás pagando? Alexander, vamos a ser padres. No quiero que nuestro hijo sufra por las decisiones que estás tomando.Él apretó los puños, visiblemente incómodo.
—Sé que esto te molesta, pero todo lo que hago tiene un propósito. Además, ese polvo no es solo para destruir vidas, como crees. También se usa para fabricar medicamentos importantes, para pacientes de cáncer, por ejemplo.
Ella lo miró incrédula, con los ojos empañados.
—¿De verdad crees eso? Alexander, tú sabes bien que lo que haces está arruinando vidas. No son solo medicamentos; es un veneno que está destrozando a los jóvenes.
Él golpeó la mesa con frustración.
—¡Basta, Sandra! No te metas en mis asuntos. Eres mi esposa, la madre de futuro hijo, y gracias a este trabajo tienes todo lo que necesitas: una vida cómoda, dinero, lujos. Así que no quiero que opines sobre cómo manejo mis negocios.
Con el corazón roto, Sandra dio media vuelta y salió del despacho sin decir una palabra más. Se dirigió al salón y se dejó caer en el sofá, sintiendo un profundo vacío. Miró hacia la nada, recordando al hombre con el que se había casado: Alexander no siempre había sido así. Antes era un hombre apasionado y amoroso, no este ser obsesionado con el dinero y el poder. Ahora su mente solo giraba en torno a su negocio y a aumentar su fortuna, sin importarle las consecuencias.
La nana se acercó con una sonrisa amable, interrumpiendo sus pensamientos.
—¿Tiene hambre, señora? ¿Quiere un emparedado o algo dulce?
Sandra asintió débilmente.
—Sí, por favor. Mi pequeño parece tener antojos constantes. Imagínate cuando nazca... será todo un glotón.
La nana de Alexander sonrió.
—Va a ser uno de los niños más afortunados del mundo.Pero las palabras de la nana Mirta cayeron como un golpe en el corazón de Sandra.
¿Realmente su hijo sería afortunado? ¿Podría tener un buen futuro con un padre que vendía drogas? La duda la carcomía. Quizás lo mejor sería tomar una decisión drástica, alejarse de esa vida, por el bien de su hijo. Pero, ¿sería capaz de hacerlo?
Sandra miraba el tictac del reloj moverse mientras acariciaba su vientre abultado. El cansancio la invadía y la incertidumbre sobre cuándo nacería su hijo la desesperaba. Sus pensamientos, sin embargo, no se limitaban a su embarazo; su mente daba vueltas en torno a Alexander y sus decisiones. Sabía que si él no cambiaba de opinión respecto a su peligrosa actividad de vender drogas, ella tendría que alejarse de su lado. Pero no era tan sencillo. Con su avanzado embarazo, no podía simplemente irse sin un plan claro. Pensó que quizá lo mejor sería esperar hasta que su bebé tuviera uno o dos meses de nacido antes de tomar cualquier decisión drástica. Resignada, soltó un profundo suspiro y decidió darse un baño para despejar su mente. Pasó la mañana en la bañera, sumergida en el agua caliente, mientras el frío del día parecía calar en sus huesos. Al salir, aún con el albornoz puesto, encontró a Alexander recostado en la cama. -¿Me darías un besito? -le dijo él con una sonrisa pícara al v
Clarisa paseaba lentamente por el centro comercial, observando los coloridos arbolitos de Navidad exhibidos en las tiendas. Las luces parpadeantes, los adornos brillantes y la música festiva evocaban una nostalgia que pesaba en su corazón. Quería comprar un arbolito para su madre, como lo hacían cuando era niña, y otro para su propia casa. Pero un desánimo la envolvía. Últimamente, esa sensación parecía ser una constante en su vida, alimentada por la ansiedad que le generaba la llegada de diciembre. La primera semana del mes le entregarían los resultados de los estudios de fertilidad, tanto los suyos como los de su esposo, Samuel. La incertidumbre la devoraba. Quizás estaba sobrecargando a Samuel con sus preocupaciones, pero no podía evitarlo. A veces pensaba en adoptar un bebé, pero la idea de criar un hijo que no llevara su sangre le resultaba difícil de procesar. Sin embargo, se preguntaba si quizás sería un regalo inesperado, una nueva forma de experimentar el amor. A pesar de t
Habían transcurrido más de dos semanas desde que Sandra había dado a luz. Aunque debería sentirse plena y feliz, su ánimo era sombrío. La ausencia de su esposo, quien había partido de viaje de forma repentina, pesaba en su corazón. Lo que más le inquietaba, sin embargo, era el hecho de que, antes de marcharse, él había dado vacaciones a todas a la criada que contrato hace uno mes atrás. Ese detalle, lejos de tranquilizarla, encendía sus sospechas. Algo extraño estaba ocurriendo, y ella no podía dejar de preguntarse qué papel jugaba esa mujer, Lorena, en todo esto.El recuerdo del día en que su esposo llegó a casa, furioso, aún estaba fresco en su memoria. Aquella tarde, él la había encontrado con el recién nacido en brazos y, sin contener su ira, la acusó de haberle ocultado el momento del nacimiento de su hijo. Le gritó, le reprochó y llegó a insinuar que el bebé podría no ser suyo. Pero Sandra, herida y cansada, no se dignó a darle explicaciones. Su enojo hacia él era tan grande qu
Alexander observaba con melancolía la fotografía de su esposa Sandra cuando estaba en embarazada, tenía la imagen en la pantalla de su móvil, él estaba abrazado a ella. Ambos irradiaban felicidad; ella lucía radiante con su vientre abultado, mientra él los abrazaba con ternura. Sin embargo, aquella escena idílica parecía ahora un recuerdo distante e inalcanzable. A su lado, Lorena, la hija del mafioso narcotraficante, ella deslumbrante belleza pero mirada fría y calculadora, se paseaba desnuda por la habitación, exhalando largas bocanadas de humo de un cigarrillo.—¿Qué harás con tu esposa? Me imagino que vas a divorciarte —inquirió Lorena con voz desafiante, clavando sus ojos en Alexander.Alexander soltó un suspiro pesado. —No pienso hacer nada. La amo, a pesar de estar aquí contigo —contestó, su voz rota por la culpa. Lorena frunció el ceño y, en su interior, una ola de rabia la invadió. —¿Cómo se atrevía a amar a esa mujer—Pensar en Sandra siendo feliz junto a Alexander era algo
Samuel estaba en su oficina, concentrado en la pantalla del computador mientras editaba los anuncios publicitarios para los días festivos del 24, 25 y 31 de diciembre. Era un trabajo importante, ya que la comunidad MC, a la que estaba destinado el contenido, dependía de sus habilidades creativas para captar la atención del público. Con cada detalle que ajustaba, Samuel sentía la presión de cumplir con los altos estándares que se imponía a sí mismo. Sin embargo, un destello en la pantalla de su teléfono lo distrajo: era una llamada perdida de su madre. Había dejado un mensaje invitándolo a una cena familiar, recordándole que asistiera con Clarisa, su esposa. Samuel suspiró y se prometió responderle más tarde.En ese momento, Yolanda, la asistente de su jefe, interrumpió sus pensamientos.—Samuel, ¿estás ocupado? —preguntó mientras se acercaba.—No, dime, ¿qué necesitas? —respondió él, tratando de disimular el cansancio en su voz.Yolanda le mostró una parte del anuncio que necesitaba p
Han transcurrido ya varios días desde que Sandra abandonó la Mansión, y la fatiga no tardó en apoderarse de su cuerpo. Los dolores de cabeza que había sufrido meses atrás habían regresado con fuerza, acompañados de episodios de vómito incontrolable, aunque lo que más la aterraba era que a veces expulsaba sangre. Pese a su preocupación, decidió no decir nada a nadie. Maritza, su fiel sirvienta, no pudo evitar notar lo pálida que estaba, se le acercó con una taza de té caliente en las manos, intentando aliviarla.Sandra, con la mirada fija en su bebé, sintió una oleada de culpabilidad. El pequeño apenas cumplía 20 días de vida, y ella lo había arrancado de un hogar cómodo para traerlo a una habitación diminuta, donde el frío se colaba por las rendijas. No obstante, no estaba dispuesta a regresar a La Mansión. No después de haber descubierto la traición de Alexander con aquella mujer que aparentaba trabajar ahi, pero había resultado ser su amante. El recuerdo aún dolía, y con un nudo en
Samuel y su esposa, Clarisa, llegaron temprano a casa de la madre de él, listos para disfrutar de una velada familiar previa a la Navidad. La atmósfera estaba animada, con familiares charlando y riendo, especialmente por la llegada de las primas de Samuel que habían venido del extranjero. Entre ellas estaba Georgina, una prima muy cercana a Samuel durante su infancia. Apenas lo vio, Georgina se acercó con entusiasmo, dándole un beso en la mejilla. -¡Wow, Samuel! ¡Cuánto tiempo sin verte! ¿Cómo has estado? - mencionó ella, mirándolo con calidez.Samuel, incómodo por la efusividad de su prima frente a Clarisa, respondió rápidamente: -Bien, Georgina. Mucho tiempo, en verdad. Ah, y te presento ... a mi esposa, Clarisa. Clarisa Houston. La amo mucho. Georgina, sin perder la sonrisa, saludó a Clarisa. -Mucho gusto, Clarisa. Soy Georgina, la prima favorita de Samuel. No estaba por aquí porque vivo en el extranjero, pero qué alegría conocer a su esposa. Clarisa respondió cortésmente, per
Alexander repasaba su móvil una y otra vez, con los nervios a flor de piel. La incertidumbre lo devoraba. Su esposa, Sandra, había desaparecido junto con su hijo, y por más que buscaba alguna pista, el silencio era lo único que le respondía. Su mente no dejaba de reprocharle: ¿Qué esperaba? ¿Qué otra cosa podía pasar si ella descubrió mi infidelidad? Soy un estúpido. Un idiota.Se decía una y otra vez.Con el alma hecha pedazos, abrió una botella de whisky y dejó que el ardor del alcohol quemara su garganta. Cada trago era un recordatorio de su fracaso, de las malas decisiones que lo habían llevado a perder a la mujer que amaba. Mandó a buscarla, contrató a personas para rastrear cualquier señal, pero los resultados siempre eran los mismos: nada. Sin embargo, Alexander no se resignaba. A pesar de sus errores, oraba al cielo para que Sandra estuviera a salvo, junto con su hijo. Tenía miedo, un miedo profundo que lo asfixiaba, pero estaba decidido a remediar su error. No iba a perderlos