El frío comenzaba a hacerse presente con mayor intensidad a medida que noviembre avanzaba. Clarisa ajustó su chaqueta de lana y acomodó las botas de felpa, suspirando al sentir cómo el aire helado de la mañana le rozaba las mejillas. Era su semana de vacaciones, un raro lujo que esperaba aprovechar al máximo, y no había mejor manera de hacerlo que en el campo de hielo. El patinaje siempre había sido su refugio, una actividad que le devolvía la calma y la alegría, especialmente en esta temporada.
Mientras se preparaba para salir, su esposo, Samuel, entró por la puerta con expresión cansada y el celular en la mano.
—¿A dónde vas, Clarisa? —preguntó mientras dejaba sus cosas sobre la mesa.
—Voy a dar un paseo —respondió ella, evitando su mirada mientras ajustaba su bolso al hombro—. Estoy aburrida, y el clima, aunque frío, es perfecto para patinar.
Samuel la observó por un momento, notando el brillo en sus ojos que solía aparecer cuando mencionaba el patinaje.
—Hace mucho frío allá afuera. Podrías quedarte aquí.
—¡Pero ya hice todo en casa, Samuel! —exclamó con frustración—. Preparé el almuerzo, ordené todo, y ahora estoy encerrada sin nada que hacer. No entiendo para qué me dieron vacaciones si no puedo disfrutar de ellas. Vamos juntos— Sugirió ella
Él suspiró, pasándose una mano por el cabello.
—Lo sé, cariño. Pero tengo demasiado trabajo pendiente. Recuerda que, aunque estoy en casa, sigo trabajando para la empresa.
La respuesta de Samuel fue como una chispa que encendió algo en Clarisa.
—¿Entonces no me vas a acompañar? —su voz se quebró ligeramente, un matiz de tristeza filtrándose en sus palabras.
—Amor, créeme que me encantaría, pero no puedo.
Clarisa apretó los dientes y negó con incredulidad.
—Nunca tienes tiempo para mí, Samuel. Me dieron vacaciones, y aunque tú también trabajas desde casa, siempre estás ocupado. A veces pienso que por eso Dios no nos concede un hijo, porque ni siquiera tendrías tiempo para él.
Samuel se quedó inmóvil, sorprendido por el comentario. Su expresión cambió de inmediato, la sorpresa dando paso a una mezcla de dolor y enfado.
—¿Qué estás diciendo, Clarisa? ¿Te das cuenta de las estupideces que acabas de decir?Ella lo enfrentó, cruzando los brazos con firmeza.
—Es la verdad. Llevamos más de cinco años casados y... nada. Tal vez uno de los dos tiene un problema, ¿no crees?
Samuel respiró profundamente, tratando de calmarse.
—No vuelvas a decir eso. No sabemos por qué no tenemos hijos, y culparnos no va a ayudar.
—Pues tal vez deberíamos averiguarlo. Pero claro, siempre estás ocupado, así que ¿cuándo lo haremos? —replicó ella antes de girarse hacia la puerta—. No te preocupes, ya me voy. No quiero atrasarte más.
Samuel la observó mientras salía con pasos apresurados, sintiendo una mezcla de impotencia y tristeza. Sabía que esas palabras venían de un lugar de dolor, pero aun así le pesaban en el corazón.
***
En el campo de hielo, Clarisa se sintió más ligera al ajustar los cordones de sus patines. Aquí podía olvidarse, aunque fuera por unas horas, del peso que llevaba en su pecho. Al deslizarse sobre el hielo, el frío aire acariciaba su rostro, y la adrenalina corría por sus venas. Movía los brazos con gracia, trazando figuras mientras se entregaba al ritmo de sus piruetas.
Varias personas la miraban con admiración, especialmente las niñas que solían frecuentar la pista. Era conocida por su elegancia y destreza, y en cada temporada de invierno se convertía en una inspiración para muchos.
—Señorita Clarisa, ¿podría ayudarnos? —le preguntó una jovencita que se acercó tímidamente con otra niña a su lado.
Clarisa sonrió con amabilidad, quitándose los guantes para darles una mano.
—Por supuesto, ¿qué necesitan?
Las niñas rieron con entusiasmo mientras Clarisa las guiaba por el hielo, enseñándoles algunos movimientos básicos. Su cabello dorado brillaba bajo la luz del sol invernal, y sus ojos azules destellaban con una calidez que contrastaba con el frío. A pesar de su juventud, apenas 23 años, Clarisa emanaba una madurez y un carisma que la hacían destacar entre la multitud.
Después de ayudar a las niñas, se sentó en un banco cercano, tomando un largo sorbo de agua de su botella. Sus ojos se posaron en un niño que patinaba con torpeza junto a su madre en una pista cercana, esta de concreto y con patines de ruedas.
Clarisa los observó por un momento, su corazón apretándose con un deseo profundo. Se imaginó a sí misma en esa escena, ayudando a su propio hijo a dar sus primeros pasos en el hielo, mientras Samuel los miraba desde lejos con orgullo. Pero esa imagen se desvaneció rápidamente, reemplazada por la realidad.
Suspiró, dejando que una lágrima silenciosa se deslizara por su mejilla antes de limpiarla rápidamente.
—Algún día... —murmuró para sí misma, mientras volvía a ajustarse los guantes. Por ahora, el hielo seguiría siendo su refugio, aunque en el fondo, lo único que deseaba era que ese sueño se hiciera realidad.***
Samuel intentaba concentrarse en su trabajo, pero la preocupación por su esposa lo distraía constantemente. Sabía lo que la agobiaba, el hecho de que no lograran tener un hijo. Era una situación difícil que ambos tenían que enfrentar juntos, lo que implicaba visitar el hospital y someterse a una serie de exámenes de fertilidad. Sin embargo, la incertidumbre sobre quién de los dos podría tener algún problema lo llenaba de ansiedad. ¿Qué pasaría si era ella? ¿O si era él? Samuel no quería dejarse llevar por esos pensamientos negativos, porque tenía claro que nunca abandonaría a su esposa, sin importar de quién fuera la causa. Sacudiendo esas ideas de su mente, volvió a centrarse en su computadora, decidido a continuar con su labor.
El reloj marcaba más de las tres de la tarde cuando Samuel, con los hombros cansados, decidió masajearse un poco. Luego se levantó, buscando algo de aire fresco. Al salir de la casa, el viento fuerte y frío lo recibió. Ajustó su chaleco, se puso un gorro y guantes, busco unos para su esposa y una bufanda, decidió salir a buscar a su esposa. No quería que las discusiones por el tema de tener un hijo los distanciaran. Aunque era un tema difícil, Samuel sabía que las diferencias entre ellos siempre terminaban olvidándose, porque el amor que compartían era más fuerte que cualquier obstáculo. Caminando por las calles, pensó en sugerirle nuevamente ir al hospital para realizarse los exámenes, pero esta vez quería dejarle claro que no importaba quién tuviera el problema, nunca se alejarían el uno del otro. Amaba profundamente a Clarisa y nunca había considerado la posibilidad de vivir sin ella.
Mientras avanzaba hacia el campo de pista donde ella solía estar, los recuerdos de cómo se conocieron llenaron su mente. Era una tarde de primavera cuando la vio por primera vez. Tan delgada, con unos ojos azules que lo hipnotizaron al instante, su cabello rubio parecía brillar bajo el sol, y su piel, blanca como la nieve, le daba una apariencia casi etérea. Samuel quedó enamorado a primera vista. Su madre, en un inicio, no había aprobado la relación, porque Clarisa provenía de una familia humilde, pero eso no le importó. Clarisa era destacada en la universidad y tenía un corazón bondadoso. Apenas tenía 17 años cuando él decidió conquistarla. Salieron por un año y medio, y cuando finalmente le pidió que se casara con él, ella aceptó entre lágrimas de felicidad. Ese momento, tan lleno de amor y promesas, seguía vivo en su memoria.
Sin embargo, después de un año de matrimonio, la felicidad empezó a mezclarse con las dificultades. Clarisa, con solo 19 años, deseaba formar una familia, pero el sueño de tener un hijo parecía más difícil con cada año que pasaba. Samuel dejó atrás esos pensamientos al divisar a su esposa. Estaba danzando sobre el hielo con una gracia que siempre lo maravillaba. Sacó su teléfono y tomó varias fotos, incapaz de resistirse a capturar su belleza. Cuando ella lo notó, se acercó sonriendo.
—¿Cómo estás, cariño? Hace demasiado frío —dijo él mientras le colocaba una bufanda alrededor del cuello.
—Gracias, y tu trabajo.
—Terminé de trabajar y vine por ti. ¿Qué tal si vamos a cenar algo? —sugirió Samuel.
Ella, evitando discutir por lo sucedido unas horas antes, asintió. Se quitó las agujetas de sus patines, los guardó, sobre el hombro, se puso sus tenis, ya lista dejó que él le tomara la mano. Juntos caminaron, saludando a algunos vecinos en el trayecto. Entraron a un restaurante cercano y pidieron una sopa caliente. Mientras esperaban, Samuel tomó la mano de Clarisa y la besó con suavidad, intentando transmitirle calor.
—No quiero que te enfermes, cariño.
—Tú sabes que me encanta este clima —respondió ella, sonriendo.
Samuel suspiró, arrepentido.
—Lo siento… por lo de hace rato.Clarisa lo miró sorprendida, pero luego asintió con comprensión.
—Olvídalo —respondió, con una sonrisa que selló la reconciliación.Después de cenar, regresaron a casa. Clarisa fue directamente a tomar una ducha caliente mientras Samuel leía algo en su teléfono. Al verla salir del baño, con el cabello húmedo y envuelta en una toalla, dejó el teléfono a un lado y se quitó los lentes. Se acercó a ella y, antes de que pudiera vestirse, la tomó de la mano.
—No te vistas —le susurró.—Hace mucho frío —respondió ella, riendo.
—Yo te voy a calentar.
Ambos cayeron sobre la cama, compartiendo un beso apasionado. En ese momento de intimidad, ambos se entregaron por completo al amor puro y verdadero que sentían. En sus corazones, pidieron al cielo que este acto de amor trajera el milagro que tanto anhelaban: un hijo que completara su familia y los llenara de felicidad.
Clarisa despertó entusiasmada por la mañana. El frío de noviembre calaba los huesos, pero no lograba apagar su esperanza. Esa cita médica representaba una nueva oportunidad, un paso hacia el sueño que ella y Samuel compartían: formar una familia. Se había preparado con esmero; después de ducharse y vestirse con ropa abrigada, bajó a la cocina para preparar el desayuno. Mientras Samuel terminaba de arreglarse, ella dispuso tostadas con bacon, huevos revueltos y café con leche. Estaba decidida a que ese día estuviera lleno de esperanza y optimismo. Cuando Samuel llegó a la mesa, se sentaron a desayunar juntos. Él la observó con una sonrisa tranquila y le preguntó: —¿Estás bien? Clarisa asintió con entusiasmo. —Sí, estoy bien. Tengo fe en que la cita de hoy nos traerá respuestas. Quizás solo necesitamos saber cuál es el momento más fértil para intentarlo. Samuel asintió, pero notó que Clarisa se quedó en silencio, mirando su plato. Preocupado, insistió: —¿Qué pasa? Ella dud
Sandra miraba el tictac del reloj moverse mientras acariciaba su vientre abultado. El cansancio la invadía y la incertidumbre sobre cuándo nacería su hijo la desesperaba. Sus pensamientos, sin embargo, no se limitaban a su embarazo; su mente daba vueltas en torno a Alexander y sus decisiones. Sabía que si él no cambiaba de opinión respecto a su peligrosa actividad de vender drogas, ella tendría que alejarse de su lado. Pero no era tan sencillo. Con su avanzado embarazo, no podía simplemente irse sin un plan claro. Pensó que quizá lo mejor sería esperar hasta que su bebé tuviera uno o dos meses de nacido antes de tomar cualquier decisión drástica. Resignada, soltó un profundo suspiro y decidió darse un baño para despejar su mente. Pasó la mañana en la bañera, sumergida en el agua caliente, mientras el frío del día parecía calar en sus huesos. Al salir, aún con el albornoz puesto, encontró a Alexander recostado en la cama. -¿Me darías un besito? -le dijo él con una sonrisa pícara al v
Clarisa paseaba lentamente por el centro comercial, observando los coloridos arbolitos de Navidad exhibidos en las tiendas. Las luces parpadeantes, los adornos brillantes y la música festiva evocaban una nostalgia que pesaba en su corazón. Quería comprar un arbolito para su madre, como lo hacían cuando era niña, y otro para su propia casa. Pero un desánimo la envolvía. Últimamente, esa sensación parecía ser una constante en su vida, alimentada por la ansiedad que le generaba la llegada de diciembre. La primera semana del mes le entregarían los resultados de los estudios de fertilidad, tanto los suyos como los de su esposo, Samuel. La incertidumbre la devoraba. Quizás estaba sobrecargando a Samuel con sus preocupaciones, pero no podía evitarlo. A veces pensaba en adoptar un bebé, pero la idea de criar un hijo que no llevara su sangre le resultaba difícil de procesar. Sin embargo, se preguntaba si quizás sería un regalo inesperado, una nueva forma de experimentar el amor. A pesar de t
Habían transcurrido más de dos semanas desde que Sandra había dado a luz. Aunque debería sentirse plena y feliz, su ánimo era sombrío. La ausencia de su esposo, quien había partido de viaje de forma repentina, pesaba en su corazón. Lo que más le inquietaba, sin embargo, era el hecho de que, antes de marcharse, él había dado vacaciones a todas a la criada que contrato hace uno mes atrás. Ese detalle, lejos de tranquilizarla, encendía sus sospechas. Algo extraño estaba ocurriendo, y ella no podía dejar de preguntarse qué papel jugaba esa mujer, Lorena, en todo esto.El recuerdo del día en que su esposo llegó a casa, furioso, aún estaba fresco en su memoria. Aquella tarde, él la había encontrado con el recién nacido en brazos y, sin contener su ira, la acusó de haberle ocultado el momento del nacimiento de su hijo. Le gritó, le reprochó y llegó a insinuar que el bebé podría no ser suyo. Pero Sandra, herida y cansada, no se dignó a darle explicaciones. Su enojo hacia él era tan grande qu
Alexander observaba con melancolía la fotografía de su esposa Sandra cuando estaba en embarazada, tenía la imagen en la pantalla de su móvil, él estaba abrazado a ella. Ambos irradiaban felicidad; ella lucía radiante con su vientre abultado, mientra él los abrazaba con ternura. Sin embargo, aquella escena idílica parecía ahora un recuerdo distante e inalcanzable. A su lado, Lorena, la hija del mafioso narcotraficante, ella deslumbrante belleza pero mirada fría y calculadora, se paseaba desnuda por la habitación, exhalando largas bocanadas de humo de un cigarrillo.—¿Qué harás con tu esposa? Me imagino que vas a divorciarte —inquirió Lorena con voz desafiante, clavando sus ojos en Alexander.Alexander soltó un suspiro pesado. —No pienso hacer nada. La amo, a pesar de estar aquí contigo —contestó, su voz rota por la culpa. Lorena frunció el ceño y, en su interior, una ola de rabia la invadió. —¿Cómo se atrevía a amar a esa mujer—Pensar en Sandra siendo feliz junto a Alexander era algo
Samuel estaba en su oficina, concentrado en la pantalla del computador mientras editaba los anuncios publicitarios para los días festivos del 24, 25 y 31 de diciembre. Era un trabajo importante, ya que la comunidad MC, a la que estaba destinado el contenido, dependía de sus habilidades creativas para captar la atención del público. Con cada detalle que ajustaba, Samuel sentía la presión de cumplir con los altos estándares que se imponía a sí mismo. Sin embargo, un destello en la pantalla de su teléfono lo distrajo: era una llamada perdida de su madre. Había dejado un mensaje invitándolo a una cena familiar, recordándole que asistiera con Clarisa, su esposa. Samuel suspiró y se prometió responderle más tarde.En ese momento, Yolanda, la asistente de su jefe, interrumpió sus pensamientos.—Samuel, ¿estás ocupado? —preguntó mientras se acercaba.—No, dime, ¿qué necesitas? —respondió él, tratando de disimular el cansancio en su voz.Yolanda le mostró una parte del anuncio que necesitaba p
Han transcurrido ya varios días desde que Sandra abandonó la Mansión, y la fatiga no tardó en apoderarse de su cuerpo. Los dolores de cabeza que había sufrido meses atrás habían regresado con fuerza, acompañados de episodios de vómito incontrolable, aunque lo que más la aterraba era que a veces expulsaba sangre. Pese a su preocupación, decidió no decir nada a nadie. Maritza, su fiel sirvienta, no pudo evitar notar lo pálida que estaba, se le acercó con una taza de té caliente en las manos, intentando aliviarla.Sandra, con la mirada fija en su bebé, sintió una oleada de culpabilidad. El pequeño apenas cumplía 20 días de vida, y ella lo había arrancado de un hogar cómodo para traerlo a una habitación diminuta, donde el frío se colaba por las rendijas. No obstante, no estaba dispuesta a regresar a La Mansión. No después de haber descubierto la traición de Alexander con aquella mujer que aparentaba trabajar ahi, pero había resultado ser su amante. El recuerdo aún dolía, y con un nudo en
Samuel y su esposa, Clarisa, llegaron temprano a casa de la madre de él, listos para disfrutar de una velada familiar previa a la Navidad. La atmósfera estaba animada, con familiares charlando y riendo, especialmente por la llegada de las primas de Samuel que habían venido del extranjero. Entre ellas estaba Georgina, una prima muy cercana a Samuel durante su infancia. Apenas lo vio, Georgina se acercó con entusiasmo, dándole un beso en la mejilla. -¡Wow, Samuel! ¡Cuánto tiempo sin verte! ¿Cómo has estado? - mencionó ella, mirándolo con calidez.Samuel, incómodo por la efusividad de su prima frente a Clarisa, respondió rápidamente: -Bien, Georgina. Mucho tiempo, en verdad. Ah, y te presento ... a mi esposa, Clarisa. Clarisa Houston. La amo mucho. Georgina, sin perder la sonrisa, saludó a Clarisa. -Mucho gusto, Clarisa. Soy Georgina, la prima favorita de Samuel. No estaba por aquí porque vivo en el extranjero, pero qué alegría conocer a su esposa. Clarisa respondió cortésmente, per