Sandra miraba el tictac del reloj moverse mientras acariciaba su vientre abultado. El cansancio la invadía y la incertidumbre sobre cuándo nacería su hijo la desesperaba. Sus pensamientos, sin embargo, no se limitaban a su embarazo; su mente daba vueltas en torno a Alexander y sus decisiones. Sabía que si él no cambiaba de opinión respecto a su peligrosa actividad de vender drogas, ella tendría que alejarse de su lado. Pero no era tan sencillo. Con su avanzado embarazo, no podía simplemente irse sin un plan claro. Pensó que quizá lo mejor sería esperar hasta que su bebé tuviera uno o dos meses de nacido antes de tomar cualquier decisión drástica.
Resignada, soltó un profundo suspiro y decidió darse un baño para despejar su mente. Pasó la mañana en la bañera, sumergida en el agua caliente, mientras el frío del día parecía calar en sus huesos. Al salir, aún con el albornoz puesto, encontró a Alexander recostado en la cama.
-¿Me darías un besito? -le dijo él con una sonrisa pícara al verla.
A pesar de todo, Sandra lo amaba. Amaba al hombre que era, a pesar de las locuras que parecían cruzar su mente día a día. Se acercó a él, y Alexander la atrajo hacia su pecho, deslizándole suavemente el albornoz de los hombros. Sus manos acariciaron con ternura el vientre que albergaba a su hijo, y depositó pequeños besos sobre su piel antes de besarla con intensidad. Ambos cayeron sobre la cama, entregándose al amor que los unía.
Sin embargo, siempre había un obstáculo entre ellos: esa m*****a "pólvora blanca". Aunque Alexander insistía en que sus negocios tenían fines farmacéuticos, Sandra no podía creerle. Sabía que esa sustancia no traía más que destrucción. Y aunque lo amaba profundamente, entendía que su relación estaba manchada por ese oscuro secreto.
Después de entregarse, Alexander recibió una llamada. Permaneció en la cama unos minutos antes de levantarse rápidamente para vestirse. Sandra lo observó frunciendo el ceño mientras él salía de la habitación. Sabía muy bien lo que eso significaba, una nueva entrega, más mercancía.
Suspiró resignada y se alistó. Se dejó el cabello suelto, se puso unos tenis y un vestido rosa. Antes de bajar, se detuvo en la habitación del bebé. Las pequeñas cosas estaban perfectamente ordenadas, aunque aún no sabía el sexo del bebé. Quería que fuera una sorpresa. Mientras acariciaba suavemente su vientre, murmuró con determinación:
-No te preocupes, mi amor. No vas a crecer en un ambiente tan torcido. Aunque ame a tu papi, no puedo permitir que crezcas en esto.
Tras ese momento, bajó al salón, donde se encontró con Minerva, la nana de Alexander.
-Buenos días, señora. ¿Cómo se encuentra hoy? -preguntó Minerva con una sonrisa cordial.
-Cada día más cansada -respondió Sandra, mientras desviaba la mirada hacia la entrada-. Alexander salió con su guardaespaldas, como siempre. Nunca está en casa.
-Sí, señora. ¿Le preparo algo para desayunar?
-Vamos a ver qué hay en la cocina.
Sandra se dirigió a la cocina acompañada de Minerva. Allí encontró a la joven empleada que habían contratado hacía un mes, quien estaba preparando el desayuno. Por un momento, Sandra se quedó observándola y notó algo peculiar: un chupetón en su cuello. Frunció el ceño ligeramente y se preguntó a sí misma-¿Será que esta muchacha había salido sin permiso? ¿Tendra novio aquí o fuera de la casa?
No dijo nada. Con el hambre empezando a apremiar, prefirió sentarse en el comedor para disfrutar de su desayuno.
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Clarisa observaba el televisor mientras tomaba un batido caliente. Su marido, Samuel, recostado sobre su pierna, reía junto a ella. Era domingo, un día que dedicaban a disfrutar en pareja, compartiendo el tiempo que la rutina a menudo les arrebataba. Ambos estaban absortos en el programa que solían ver juntos, cuando Clarisa casi comentó:
-Me encantaría participar en un programa así algún día.
Samuel alzó la mirada, esbozando una sonrisa escéptica.
-¿Estás loca? Esos programas son muy difíciles.
-Todo es difícil para ti, pero no para mí. -Clarisa le respondió con un brillo de desafío en los ojos-. Soy valiente, y espero que nuestro bebé sea como yo algún día. Cuando me embarace obviamente.
El comentario la llenaba de esperanza, pero dejó a Samuel pensativo. No quería que sus sueños se vieran frustrados si las dificultades para ser padres continuaban. Sabía que ella caería en depresión, el deseo de ser madre era tan fuerte, que el mismo se asustaba al no saber que pasaría si no habría esperanzas.
-¿Amor, por qué te quedaste callado? -preguntó Clarisa, sacándolo de sus pensamientos.
Samuel sonrió, la rodeó con un abrazo y la besó profundamente.
-Porque te amo, mi amor. Quisiera que momentos como este fueran eternos.
Clarisa asintió, y ambos se dejaron llevar por una pasión incontrolable. Mientras el televisor seguía encendido, las bajas temperaturas de aquella tarde quedaron olvidadas. Sus cuerpos buscaban refugio en el calor del otro, entregándose con intensidad. Compartían el sueño de ser padres, deseando que su amor tan puro diera fruto.
Cuando todo acabó, se quedaron abrazados, contemplándose con ternura.
-¿Crees que esta vez sí quedaré embarazada? -preguntó ella, casi en un susurro.
Samuel, pensativo, respondió:
-Podría ser... tal vez esta vez sí.
Clarisa sonrió, optimista.
-Sigamos intentándolo. Quizás la Pascua nos traiga un regalo.
Rieron juntos, mientras se daban caricias apasionadas. A la mañana siguiente, Samuel se despertó temprano y notó que su esposa no estaba en la cama. Al buscarla, la encontró en el baño, arrodillada frente al retrete.
-¿Qué tienes? -le preguntó, preocupado.
-Me siento mal, tengo el estómago revuelto.
Alarmado, la ayudó a levantarse. Clarisa se cepilló los dientes mientras Samuel no dejaba de observarla, notando que estaba algo pálida.
-¿Crees que sea un bebé? -preguntó ella con un atisbo de esperanza.
-No lo sé, amor. Quizás sea solo una indisposición.
-Samuel, podría ser. ¿Y si compramos una prueba de embarazo?
Él suspiró, dudando.
-Amor, es muy temprano. Las farmacias quizá no estén abiertas aún.
-Por favor, Samuel. Hay farmacias 24 horas.
Con resignación, Samuel se dio una ducha rápida, se vistió y salió a comprar las pruebas. Caminó hasta la farmacia, rogando en silencio que esta vez fuera positivo. Al regresar a casa, encontró a Clarisa en la cocina, bailando mientras preparaba el desayuno.
-Te veo muy contenta -comentó, dejando las pruebas sobre la mesa.
-¡Sí, cariño! Lo estoy, iré hacerme las pruebas de una vez, cuida que no se queme los huevos.
Samuel la tomó del brazo con ternura.
-Vamos a desayunar primero. Te parece.- Ella se quedó dudosa, luego asintió.
Intentaron mantener la calma, disfrutando de un momento tranquilo juntos, mientras desayunaba entre risas. Finalmente, Clarisa fue al baño con las pruebas. Samuel esperó afuera, los ojos cerrados, orando porque esta vez el resultado fuera diferente.
-¡Samuel! -gritó Clarisa desde el baño.
Él entró apresuradamente y la encontró con los ojos llenos de lágrimas.
-¿Qué pasó, cariño?
-Otra vez negativo... otra vez -dijo entre sollozos-. ¿Cuánto tiempo más? Llevamos cinco años intentándolo. ¡Estoy cansada!
Samuel la abrazó, intentando consolarla, pero ella se apartó, frustrada.
-Tal vez soy yo -dijo con amargura-. Tal vez soy yo el problema.
-Clarisa, no podemos culparnos. Esto lleva tiempo. Debemos ser pacientes.
Pero sus palabras no lograron calmarla. Clarisa rompió en llanto, mientras Samuel, agotado y sin saber qué más hacer, decidió irse a trabajar. Antes de salir, la miró una última vez.
-Por favor, trata de descansar. Te llamaré luego.
Ella no respondió. Apenas salió Samuel, Clarisa se dejó caer sobre la cama, ahogada en desesperación. Pensaba que quizá estaba destinada a no ser madre, que tal vez la culpa era suya. Gritó contra la almohada, incapaz de entender por qué la vida parecía negarle el sueño de formar una familia.
Clarisa paseaba lentamente por el centro comercial, observando los coloridos arbolitos de Navidad exhibidos en las tiendas. Las luces parpadeantes, los adornos brillantes y la música festiva evocaban una nostalgia que pesaba en su corazón. Quería comprar un arbolito para su madre, como lo hacían cuando era niña, y otro para su propia casa. Pero un desánimo la envolvía. Últimamente, esa sensación parecía ser una constante en su vida, alimentada por la ansiedad que le generaba la llegada de diciembre. La primera semana del mes le entregarían los resultados de los estudios de fertilidad, tanto los suyos como los de su esposo, Samuel. La incertidumbre la devoraba. Quizás estaba sobrecargando a Samuel con sus preocupaciones, pero no podía evitarlo. A veces pensaba en adoptar un bebé, pero la idea de criar un hijo que no llevara su sangre le resultaba difícil de procesar. Sin embargo, se preguntaba si quizás sería un regalo inesperado, una nueva forma de experimentar el amor. A pesar de t
Habían transcurrido más de dos semanas desde que Sandra había dado a luz. Aunque debería sentirse plena y feliz, su ánimo era sombrío. La ausencia de su esposo, quien había partido de viaje de forma repentina, pesaba en su corazón. Lo que más le inquietaba, sin embargo, era el hecho de que, antes de marcharse, él había dado vacaciones a todas a la criada que contrato hace uno mes atrás. Ese detalle, lejos de tranquilizarla, encendía sus sospechas. Algo extraño estaba ocurriendo, y ella no podía dejar de preguntarse qué papel jugaba esa mujer, Lorena, en todo esto.El recuerdo del día en que su esposo llegó a casa, furioso, aún estaba fresco en su memoria. Aquella tarde, él la había encontrado con el recién nacido en brazos y, sin contener su ira, la acusó de haberle ocultado el momento del nacimiento de su hijo. Le gritó, le reprochó y llegó a insinuar que el bebé podría no ser suyo. Pero Sandra, herida y cansada, no se dignó a darle explicaciones. Su enojo hacia él era tan grande qu
Alexander observaba con melancolía la fotografía de su esposa Sandra cuando estaba en embarazada, tenía la imagen en la pantalla de su móvil, él estaba abrazado a ella. Ambos irradiaban felicidad; ella lucía radiante con su vientre abultado, mientra él los abrazaba con ternura. Sin embargo, aquella escena idílica parecía ahora un recuerdo distante e inalcanzable. A su lado, Lorena, la hija del mafioso narcotraficante, ella deslumbrante belleza pero mirada fría y calculadora, se paseaba desnuda por la habitación, exhalando largas bocanadas de humo de un cigarrillo.—¿Qué harás con tu esposa? Me imagino que vas a divorciarte —inquirió Lorena con voz desafiante, clavando sus ojos en Alexander.Alexander soltó un suspiro pesado. —No pienso hacer nada. La amo, a pesar de estar aquí contigo —contestó, su voz rota por la culpa. Lorena frunció el ceño y, en su interior, una ola de rabia la invadió. —¿Cómo se atrevía a amar a esa mujer—Pensar en Sandra siendo feliz junto a Alexander era algo
Samuel estaba en su oficina, concentrado en la pantalla del computador mientras editaba los anuncios publicitarios para los días festivos del 24, 25 y 31 de diciembre. Era un trabajo importante, ya que la comunidad MC, a la que estaba destinado el contenido, dependía de sus habilidades creativas para captar la atención del público. Con cada detalle que ajustaba, Samuel sentía la presión de cumplir con los altos estándares que se imponía a sí mismo. Sin embargo, un destello en la pantalla de su teléfono lo distrajo: era una llamada perdida de su madre. Había dejado un mensaje invitándolo a una cena familiar, recordándole que asistiera con Clarisa, su esposa. Samuel suspiró y se prometió responderle más tarde.En ese momento, Yolanda, la asistente de su jefe, interrumpió sus pensamientos.—Samuel, ¿estás ocupado? —preguntó mientras se acercaba.—No, dime, ¿qué necesitas? —respondió él, tratando de disimular el cansancio en su voz.Yolanda le mostró una parte del anuncio que necesitaba p
Han transcurrido ya varios días desde que Sandra abandonó la Mansión, y la fatiga no tardó en apoderarse de su cuerpo. Los dolores de cabeza que había sufrido meses atrás habían regresado con fuerza, acompañados de episodios de vómito incontrolable, aunque lo que más la aterraba era que a veces expulsaba sangre. Pese a su preocupación, decidió no decir nada a nadie. Maritza, su fiel sirvienta, no pudo evitar notar lo pálida que estaba, se le acercó con una taza de té caliente en las manos, intentando aliviarla.Sandra, con la mirada fija en su bebé, sintió una oleada de culpabilidad. El pequeño apenas cumplía 20 días de vida, y ella lo había arrancado de un hogar cómodo para traerlo a una habitación diminuta, donde el frío se colaba por las rendijas. No obstante, no estaba dispuesta a regresar a La Mansión. No después de haber descubierto la traición de Alexander con aquella mujer que aparentaba trabajar ahi, pero había resultado ser su amante. El recuerdo aún dolía, y con un nudo en
Samuel y su esposa, Clarisa, llegaron temprano a casa de la madre de él, listos para disfrutar de una velada familiar previa a la Navidad. La atmósfera estaba animada, con familiares charlando y riendo, especialmente por la llegada de las primas de Samuel que habían venido del extranjero. Entre ellas estaba Georgina, una prima muy cercana a Samuel durante su infancia. Apenas lo vio, Georgina se acercó con entusiasmo, dándole un beso en la mejilla. -¡Wow, Samuel! ¡Cuánto tiempo sin verte! ¿Cómo has estado? - mencionó ella, mirándolo con calidez.Samuel, incómodo por la efusividad de su prima frente a Clarisa, respondió rápidamente: -Bien, Georgina. Mucho tiempo, en verdad. Ah, y te presento ... a mi esposa, Clarisa. Clarisa Houston. La amo mucho. Georgina, sin perder la sonrisa, saludó a Clarisa. -Mucho gusto, Clarisa. Soy Georgina, la prima favorita de Samuel. No estaba por aquí porque vivo en el extranjero, pero qué alegría conocer a su esposa. Clarisa respondió cortésmente, per
Alexander repasaba su móvil una y otra vez, con los nervios a flor de piel. La incertidumbre lo devoraba. Su esposa, Sandra, había desaparecido junto con su hijo, y por más que buscaba alguna pista, el silencio era lo único que le respondía. Su mente no dejaba de reprocharle: ¿Qué esperaba? ¿Qué otra cosa podía pasar si ella descubrió mi infidelidad? Soy un estúpido. Un idiota.Se decía una y otra vez.Con el alma hecha pedazos, abrió una botella de whisky y dejó que el ardor del alcohol quemara su garganta. Cada trago era un recordatorio de su fracaso, de las malas decisiones que lo habían llevado a perder a la mujer que amaba. Mandó a buscarla, contrató a personas para rastrear cualquier señal, pero los resultados siempre eran los mismos: nada. Sin embargo, Alexander no se resignaba. A pesar de sus errores, oraba al cielo para que Sandra estuviera a salvo, junto con su hijo. Tenía miedo, un miedo profundo que lo asfixiaba, pero estaba decidido a remediar su error. No iba a perderlos
Sandra caminaba con tristeza hacia el edificio donde se realizaban los trámites para registrar a los recién nacidos. Llevaba días retrasando esta gestión debido a los conflictos con su esposo, pero ya no podía posponerlo más. Había tomado una decisión difícil y desgarradora: cambiar el nombre de su bebé y dejar un poder legal que asegurara su bienestar en caso de que algo le ocurriera. Quería que el pequeño creciera en un entorno seguro, lejos del hombre que alguna vez amó y de su amante, cuya presencia solo traía caos y peligro. Su hijo ahora se llamaría Emanuel, un nombre que para ella simbolizaba esperanza y un nuevo comienzo.Con el corazón cargado, Sandra se dirigió a la notaría. Allí, firmó los documentos que le otorgaban a Maritza, su confidente, la responsabilidad de proteger al pequeño Emanuel. También dejó establecido que, si algo le sucediera, una pareja de confianza, cuyo nombre completo figuraba en los documentos, se encargaría de criarlo. Con cada firma, Sandra sentía có