Samuel estaba ocupado quitando la nieve acumulada frente a su casa. El invierno había dejado el vecindario cubierto de blanco, y aunque el trabajo era agotador, encontraba un extraño consuelo en el frío aire matutino. A su lado, el camión de basura pasaba recogiendo los restos de las fiestas de diciembre y el inicio del año, mientras él desarmaba las luces navideñas que adornaban la fachada. Al otro lado Clarisa observaba a su esposo con su hijo, Emmanuel, acurrucado en sus brazos. El clima era ideal para un paseo, pero pronto Samuel tendría que marcharse al trabajo, dejándola a cargo del niño.Clarisa había tomado una decisión importante: renunciar a la idea de contratar a alguien para cuidar a Emmanuel. Su trabajo como administradora de una propiedad perteneciente a una mujer adinerada le ofrecía la flexibilidad necesaria para estar con su hijo. Era una labor tranquila, compartida con tres muchachas más, y su jefa, a quien veía pocas veces al año, había demostrado gran aprecio por e
Había pasado más de un año desde que Emmanuel llegó a la vida de Clarisa y Samuel en una inolvidable noche de Navidad. Ahora, faltaban pocos días para que diciembre comenzara, y con él, la celebración del primer cumpleaños del pequeño. Clarisa se encontraba emocionada; su hijo ya daba pequeños pasos, y cada día se convertía en un recordatorio viviente de la felicidad que ahora llenaba su vida.El pequeño Emmanuel era el vivo retrato de Sandra, una mujer muy importante en la vida de Clarisa, a quien recordaba con cariño. Fue precisamente una señora llamada Maritza quien dejó al niño en su puerta aquella noche, y desde entonces, Clarisa había tomado la decisión de darle un hogar lleno de amor. Maritza regresó un día para visitarlos, y Clarisa, sintiendo gratitud por lo que ella había hecho, le permitió quedarse un rato. Aprovecharon el momento para tomarle una fotografía con Emmanuel, guardando ese recuerdo como un gesto de afecto y respeto. Incluso descubrío que a Sandra la mando a mat
El frío comenzaba a hacerse presente con mayor intensidad a medida que noviembre avanzaba. Clarisa ajustó su chaqueta de lana y acomodó las botas de felpa, suspirando al sentir cómo el aire helado de la mañana le rozaba las mejillas. Era su semana de vacaciones, un raro lujo que esperaba aprovechar al máximo, y no había mejor manera de hacerlo que en el campo de hielo. El patinaje siempre había sido su refugio, una actividad que le devolvía la calma y la alegría, especialmente en esta temporada. Mientras se preparaba para salir, su esposo, Samuel, entró por la puerta con expresión cansada y el celular en la mano. —¿A dónde vas, Clarisa? —preguntó mientras dejaba sus cosas sobre la mesa. —Voy a dar un paseo —respondió ella, evitando su mirada mientras ajustaba su bolso al hombro—. Estoy aburrida, y el clima, aunque frío, es perfecto para patinar. Samuel la observó por un momento, notando el brillo en sus ojos que solía aparecer cuando mencionaba el patinaje. —Hace mucho frío a
Clarisa despertó entusiasmada por la mañana. El frío de noviembre calaba los huesos, pero no lograba apagar su esperanza. Esa cita médica representaba una nueva oportunidad, un paso hacia el sueño que ella y Samuel compartían: formar una familia. Se había preparado con esmero; después de ducharse y vestirse con ropa abrigada, bajó a la cocina para preparar el desayuno. Mientras Samuel terminaba de arreglarse, ella dispuso tostadas con bacon, huevos revueltos y café con leche. Estaba decidida a que ese día estuviera lleno de esperanza y optimismo. Cuando Samuel llegó a la mesa, se sentaron a desayunar juntos. Él la observó con una sonrisa tranquila y le preguntó: —¿Estás bien? Clarisa asintió con entusiasmo. —Sí, estoy bien. Tengo fe en que la cita de hoy nos traerá respuestas. Quizás solo necesitamos saber cuál es el momento más fértil para intentarlo. Samuel asintió, pero notó que Clarisa se quedó en silencio, mirando su plato. Preocupado, insistió: —¿Qué pasa? Ella dud
Sandra miraba el tictac del reloj moverse mientras acariciaba su vientre abultado. El cansancio la invadía y la incertidumbre sobre cuándo nacería su hijo la desesperaba. Sus pensamientos, sin embargo, no se limitaban a su embarazo; su mente daba vueltas en torno a Alexander y sus decisiones. Sabía que si él no cambiaba de opinión respecto a su peligrosa actividad de vender drogas, ella tendría que alejarse de su lado. Pero no era tan sencillo. Con su avanzado embarazo, no podía simplemente irse sin un plan claro. Pensó que quizá lo mejor sería esperar hasta que su bebé tuviera uno o dos meses de nacido antes de tomar cualquier decisión drástica. Resignada, soltó un profundo suspiro y decidió darse un baño para despejar su mente. Pasó la mañana en la bañera, sumergida en el agua caliente, mientras el frío del día parecía calar en sus huesos. Al salir, aún con el albornoz puesto, encontró a Alexander recostado en la cama. -¿Me darías un besito? -le dijo él con una sonrisa pícara al v
Clarisa paseaba lentamente por el centro comercial, observando los coloridos arbolitos de Navidad exhibidos en las tiendas. Las luces parpadeantes, los adornos brillantes y la música festiva evocaban una nostalgia que pesaba en su corazón. Quería comprar un arbolito para su madre, como lo hacían cuando era niña, y otro para su propia casa. Pero un desánimo la envolvía. Últimamente, esa sensación parecía ser una constante en su vida, alimentada por la ansiedad que le generaba la llegada de diciembre. La primera semana del mes le entregarían los resultados de los estudios de fertilidad, tanto los suyos como los de su esposo, Samuel. La incertidumbre la devoraba. Quizás estaba sobrecargando a Samuel con sus preocupaciones, pero no podía evitarlo. A veces pensaba en adoptar un bebé, pero la idea de criar un hijo que no llevara su sangre le resultaba difícil de procesar. Sin embargo, se preguntaba si quizás sería un regalo inesperado, una nueva forma de experimentar el amor. A pesar de t
Habían transcurrido más de dos semanas desde que Sandra había dado a luz. Aunque debería sentirse plena y feliz, su ánimo era sombrío. La ausencia de su esposo, quien había partido de viaje de forma repentina, pesaba en su corazón. Lo que más le inquietaba, sin embargo, era el hecho de que, antes de marcharse, él había dado vacaciones a todas a la criada que contrato hace uno mes atrás. Ese detalle, lejos de tranquilizarla, encendía sus sospechas. Algo extraño estaba ocurriendo, y ella no podía dejar de preguntarse qué papel jugaba esa mujer, Lorena, en todo esto.El recuerdo del día en que su esposo llegó a casa, furioso, aún estaba fresco en su memoria. Aquella tarde, él la había encontrado con el recién nacido en brazos y, sin contener su ira, la acusó de haberle ocultado el momento del nacimiento de su hijo. Le gritó, le reprochó y llegó a insinuar que el bebé podría no ser suyo. Pero Sandra, herida y cansada, no se dignó a darle explicaciones. Su enojo hacia él era tan grande qu
Alexander observaba con melancolía la fotografía de su esposa Sandra cuando estaba en embarazada, tenía la imagen en la pantalla de su móvil, él estaba abrazado a ella. Ambos irradiaban felicidad; ella lucía radiante con su vientre abultado, mientra él los abrazaba con ternura. Sin embargo, aquella escena idílica parecía ahora un recuerdo distante e inalcanzable. A su lado, Lorena, la hija del mafioso narcotraficante, ella deslumbrante belleza pero mirada fría y calculadora, se paseaba desnuda por la habitación, exhalando largas bocanadas de humo de un cigarrillo.—¿Qué harás con tu esposa? Me imagino que vas a divorciarte —inquirió Lorena con voz desafiante, clavando sus ojos en Alexander.Alexander soltó un suspiro pesado. —No pienso hacer nada. La amo, a pesar de estar aquí contigo —contestó, su voz rota por la culpa. Lorena frunció el ceño y, en su interior, una ola de rabia la invadió. —¿Cómo se atrevía a amar a esa mujer—Pensar en Sandra siendo feliz junto a Alexander era algo