Clarisa paseaba lentamente por el centro comercial, observando los coloridos arbolitos de Navidad exhibidos en las tiendas. Las luces parpadeantes, los adornos brillantes y la música festiva evocaban una nostalgia que pesaba en su corazón. Quería comprar un arbolito para su madre, como lo hacían cuando era niña, y otro para su propia casa. Pero un desánimo la envolvía. Últimamente, esa sensación parecía ser una constante en su vida, alimentada por la ansiedad que le generaba la llegada de diciembre.
La primera semana del mes le entregarían los resultados de los estudios de fertilidad, tanto los suyos como los de su esposo, Samuel. La incertidumbre la devoraba. Quizás estaba sobrecargando a Samuel con sus preocupaciones, pero no podía evitarlo. A veces pensaba en adoptar un bebé, pero la idea de criar un hijo que no llevara su sangre le resultaba difícil de procesar. Sin embargo, se preguntaba si quizás sería un regalo inesperado, una nueva forma de experimentar el amor. A pesar de todo, soñaba con sentir la vida creciendo en su vientre.
Respiró hondo y decidió distraerse comprando adornos navideños. Recorrió los pasillos llenos de luces, juguetes y figuras de nacimiento. Eligió una guirnalda brillante y un pequeño pesebre con una cuna para el Niño Jesús. Mientras caminaba, sus ojos se detuvieron en un traje de bebé: un conjunto diminuto con un gorrito a juego y unas pantuflas tejidas. Lo tomó entre sus manos, sintiendo una mezcla de ternura y nostalgia. Antes de darse cuenta, los ojos se le llenaron de lágrimas.
Perdida en sus pensamientos, no notó a la mujer que se acercaba y terminaron chocando.
—¡Discúlpame! —exclamó Clarisa, agachándose rápidamente para recoger la cartera que la otra mujer había dejado caer.
—No te preocupes, no pasa nada —respondió la mujer con una sonrisa amable. Clarisa notó el prominente vientre de la mujer.—¡Estás embarazada! —dijo con asombro.
—Sí, me falta poco para que nazca mi bebé. Creo que será la primera semana de diciembre.—¡Felicidades! Que Dios te bendiga —respondió Clarisa, conmovida.
La mujer, sin embargo, parecía algo pálida y mareada.
—¿Te encuentras bien? —preguntó Clarisa, preocupada.
—Un poco mal, pero creo que puedo manejarlo. Mi acompañante está fuera buscando unas cosas.
Clarisa insistió en ayudarla a sentarse en un banco cercano. Mientras hablaban, la mujer comenzó a quejarse de dolor. Alarmada, Clarisa sujetó su bolso y buscó ayuda. La acompañante, una joven llamada Maritza, llegó corriendo al escuchar la voz de la señora Sandra.
—¡Mi bebé quiere nacer! —exclamó la mujer, su voz cargada de urgencia.
Sin dudarlo, Clarisa y Maritza la ayudaron a subir al coche de la señora y la llevaron al hospital más cercano. Durante el trayecto, Clarisa intentaba calmarla, aunque el temor comenzaba a invadirla. Al llegar, la mujer fue atendida de inmediato. Clarisa se quedó en la sala de espera, acompañada por Maritza, quien parecía igual de nerviosa.
—¿Eres familiar de la señora? —le preguntaron a Clarisa en recepción.
—Eh... sí, soy una amiga —respondió, aunque no estaba segura de por qué había mentido. Miró a Maritza, quien desvió la mirada incómoda.—Usted debería llamar a un familiar de la señora— Le Sugirió Clarisa pero la muchacha negó. Ya que ella sabía que su señor Sandra, no iba querer eso.
—Mi señora no lo haría, por lo tanto no podre hacer eso sin su permiso.— Respondió la criada.
Mientras esperaban, Clarisa no podía evitar pensar en la vida de aquella mujer. Poco después, un médico les informó que el bebé estaba a punto de nacer. Clarisa, sin saber qué hacer, decidió quedarse hasta que llegara algún familiar.
La mujer, cuyo nombre resultó ser Sandra, se mostró agradecida por su compañía. Sin embargo, parecía incómoda con la idea de llamar a su esposo.
—No quiero que Alexander esté aquí —murmuró Sandra, con los ojos llenos de lágrimas.Clarisa no preguntó, pero los silencios de Sandra hablaban por sí solos. Algo no estaba bien en su vida.
Sandra empezó a pensar en que últimamente Alexander había estado distante. Las noches que pasaba fuera se habían vuelto frecuentes, y cuando regresaba a casa, evitaba su habitación. Para colmo, esa mañana había notado algo extraño en una de las criadas: chupetones visibles en su cuello y una actitud desafiante hacia ella. Y lo que su empleada Maritza le comento fue que vio a esa empleada que contrato su esposo fue salir de la habitación de huesped en la madrugada de ayer, igual su esposo. Era evidente que algo ocurría, pero Sandra no quería creer a eso o quizás el hombre estaba asi por los problemas turbios en los negocios de su esposo.
—Usted ahora debe estar feliz por su bebé, eso es lo único que debe importar por ahora.— mencionó Clarisa a lo que Sandra asintió agradecido por el gesto tan bondadoso de la muchacha al quedarse en el hospital por ella.
Clarisa sintió empatía por Sandra, incluso sin conocerla del todo. Decidió quedarse junto a ella hasta el final. Cuando realizaron el ultrasonido, ambas se emocionaron al ver al bebé, sano y listo para llegar al mundo. Clarisa, por un momento, se permitió imaginar cómo sería estar en el lugar de Sandra, sintiendo la vida dentro de sí misma. Pero luego, como si despertara de un sueño, recordó su realidad.
La tarde se extendió mientras Clarisa acompañaba a Sandra en ese momento crucial. Aunque estaban unidas por la casualidad, ambas mujeres encontraron consuelo en la presencia de la otra, compartiendo silencios llenos de comprensión y apoyo. No entendía del todo por qué sentía una conexión tan fuerte con Sandra, la mujer que estaba a punto de dar a luz. Era como si un hilo invisible las uniera, algo más profundo que el simple hecho de estar allí ayudándola. Observaba sus manos temblorosas sujetando las de Sandra, quien apretaba con fuerza mientras luchaba contra el dolor de las contracciones. Había nervios en el ambiente, pero también algo más, una mezcla de tristeza y esperanza.
Era la primera vez que Clarisa presenciaba el nacimiento de un bebé, y aunque no tenía experiencia, se sentía emocionada y honrada por estar allí. Sin embargo, había algo en Sandra que la inquietaba. ¿Por qué no había llamado a su esposo ni a ningún familiar? ¿Qué clase de problemas ocultaba esa mirada perdida y melancólica?
A pesar de las incógnitas, Clarisa no podía evitar sentirse emocionada. Era un momento único, una bendición de Dios, como ella lo veía. Su teléfono vibraba insistentemente en su bolsillo, pero lo ignoró; nada podía interrumpir ese instante. De repente, el llanto agudo de un bebé llenó la sala, y Clarisa sintió un calor inexplicable en el pecho. Era como si una chispa de vida la tocara directamente en el alma.
La enfermera tomó al recién nacido y lo llevó para limpiarlo, mientras Sandra, exhausta, apenas podía mantenerse consciente.
—Por favor, cuiden de mi bebé—, murmuró con un hilo de voz. Clarisa, aún emocionada, observaba cómo el pequeño era envuelto en una manta cálida. —Ve a verlo porfavor— Pidio la madre del recin nacido, Clarisa asntio siguiendo a la enfermera. Ella quedo miranedo mientras vestían al bebé con la ropita que había sido preparada por parte de la madre.
Cuando la enfermera se giró hacia Clarisa, le preguntó si quería cargar al bebé. Sorprendida, Clarisa asintió tímidamente. Al sostenerlo en sus brazos, sintió una mezcla de admiración y ternura. El bebé tenía la piel pálida, un lunar en forma de luna en el pecho, y su rostro parecía un reflejo de la madre. Era perfecto, como un pequeño ángel recién llegado al mundo.
Después de un rato, Clarisa devolvió al bebé y regresó junto a Sandra, quien estaba profundamente agradecida.
—Dios te bendiga por todo lo que has hecho— Expreso Sandra con voz temblorosa. —No sé cómo agradecerte. Eres un ángel.
Clarisa, conmovida, tomó su mano.
—No tiene que agradecerme. Ha sido un honor estar aquí con usted y su bebé. Espero que todo mejore.
Sandra, mirándola a los ojos, preguntó:
—¿Cuántos años tienes, Clarisa?.
—Veintitrés— respondió ella con una sonrisa.
—Eres muy joven. Yo tengo treinta y cinco, y este es mi primer bebé. Estaba muy feliz por este embarazo, pero ahora… no sé, me siento triste.
Clarisa no quiso indagar demasiado, respetando los silencios de Sandra, pero le ofreció su apoyo. Intercambiaron contactos antes de despedirse con un abrazo cálido.
Al salir de la habitación, Clarisa no pudo evitar pasar por la sala de neonatos, donde encontró al bebé otra vez. Ahora con los ojos abiertos, su mirada azul brillaba como un cielo despejado. Conmovida, tomó una foto rápida.
—Espero verte crecer algún día— pensó mientras salía del hospital.
Al revisar su móvil, vio varias llamadas perdidas de su esposo.
—¿Dónde estás?— preguntó él, alarmado, cuando finalmente contestó.
—Tranquilo, amor. Estoy bien. Estaba en el hospital ayudando a una conocida— explicó Clarisa con una sonrisa que aún no podía borrar.
—No vuelvas tan tarde, por favor. Me preocupas— le dijo él, aliviado pero aún inquieto.
—Ya estoy en el taxi voy para ya.— le dijo para luego colgar la llamada.
Al llegar a casa, su esposo la abrazó con fuerza. Había estado angustiado todo el día, recordando los momentos difíciles que habían pasado intentando formar una familia. Clarisa lo tranquilizó con palabras dulces mientras compartían una cena sencilla y mostrándole las cosas que había comprado en el supermercado.
***
Mientras tanto, en otra parte de la ciudad, Alexander estaba perdiendo la calma. Había llamado a su esposa varias veces sin respuesta, y su frustración crecía. A su lado estaba Lorena, la joven mujer con quien había iniciado un romance y el la contrato como empleada. Aunque intentaba justificarse, sabía que lo que hacía estaba mal, especialmente mientras su esposa estaba a punto de dar a luz a su hijo.
—¡Sal de aquí!— le ordenó a Lorena, su voz dura y cargada de ira. La joven salió apresurada, sonriendo con descaro al cruzarse con Minerva, la nana de la casa, quien bajó la mirada al ver la escena.
Minerva llevaba años trabajando para la familia y había sido testigo de la transformación de Alexander, un hombre que antes irradiaba amor por su esposa pero que ahora parecía perdido en sus propios deseos y conflictos.
"Pobre señora", pensó, sintiendo lástima por la esposa de Alexander, quien aún no sabía la verdad.
Alexander, ahora solo, se quedó mirando su teléfono. Había algo que no podía explicar, una mezcla de culpa y miedo. Aunque Lorena le ofrecía placer, sabía que estaba rompiendo algo sagrado. Pero sus pensamientos se interrumpieron al recordar que su hijo estaba por nacer.
Esa tarde las vidas de Clarisa y Sandra se cruzaron en un momento mágico, mientras en otro rincón del mundo, Alexander enfrentaba las consecuencias de sus decisiones. Cada uno cargaba con sus propias luchas y esperanzas, unidas por un hilo invisible que algún día podría revelarse como parte de un destino mayor.
Habían transcurrido más de dos semanas desde que Sandra había dado a luz. Aunque debería sentirse plena y feliz, su ánimo era sombrío. La ausencia de su esposo, quien había partido de viaje de forma repentina, pesaba en su corazón. Lo que más le inquietaba, sin embargo, era el hecho de que, antes de marcharse, él había dado vacaciones a todas a la criada que contrato hace uno mes atrás. Ese detalle, lejos de tranquilizarla, encendía sus sospechas. Algo extraño estaba ocurriendo, y ella no podía dejar de preguntarse qué papel jugaba esa mujer, Lorena, en todo esto.El recuerdo del día en que su esposo llegó a casa, furioso, aún estaba fresco en su memoria. Aquella tarde, él la había encontrado con el recién nacido en brazos y, sin contener su ira, la acusó de haberle ocultado el momento del nacimiento de su hijo. Le gritó, le reprochó y llegó a insinuar que el bebé podría no ser suyo. Pero Sandra, herida y cansada, no se dignó a darle explicaciones. Su enojo hacia él era tan grande qu
Alexander observaba con melancolía la fotografía de su esposa Sandra cuando estaba en embarazada, tenía la imagen en la pantalla de su móvil, él estaba abrazado a ella. Ambos irradiaban felicidad; ella lucía radiante con su vientre abultado, mientra él los abrazaba con ternura. Sin embargo, aquella escena idílica parecía ahora un recuerdo distante e inalcanzable. A su lado, Lorena, la hija del mafioso narcotraficante, ella deslumbrante belleza pero mirada fría y calculadora, se paseaba desnuda por la habitación, exhalando largas bocanadas de humo de un cigarrillo.—¿Qué harás con tu esposa? Me imagino que vas a divorciarte —inquirió Lorena con voz desafiante, clavando sus ojos en Alexander.Alexander soltó un suspiro pesado. —No pienso hacer nada. La amo, a pesar de estar aquí contigo —contestó, su voz rota por la culpa. Lorena frunció el ceño y, en su interior, una ola de rabia la invadió. —¿Cómo se atrevía a amar a esa mujer—Pensar en Sandra siendo feliz junto a Alexander era algo
Samuel estaba en su oficina, concentrado en la pantalla del computador mientras editaba los anuncios publicitarios para los días festivos del 24, 25 y 31 de diciembre. Era un trabajo importante, ya que la comunidad MC, a la que estaba destinado el contenido, dependía de sus habilidades creativas para captar la atención del público. Con cada detalle que ajustaba, Samuel sentía la presión de cumplir con los altos estándares que se imponía a sí mismo. Sin embargo, un destello en la pantalla de su teléfono lo distrajo: era una llamada perdida de su madre. Había dejado un mensaje invitándolo a una cena familiar, recordándole que asistiera con Clarisa, su esposa. Samuel suspiró y se prometió responderle más tarde.En ese momento, Yolanda, la asistente de su jefe, interrumpió sus pensamientos.—Samuel, ¿estás ocupado? —preguntó mientras se acercaba.—No, dime, ¿qué necesitas? —respondió él, tratando de disimular el cansancio en su voz.Yolanda le mostró una parte del anuncio que necesitaba p
Han transcurrido ya varios días desde que Sandra abandonó la Mansión, y la fatiga no tardó en apoderarse de su cuerpo. Los dolores de cabeza que había sufrido meses atrás habían regresado con fuerza, acompañados de episodios de vómito incontrolable, aunque lo que más la aterraba era que a veces expulsaba sangre. Pese a su preocupación, decidió no decir nada a nadie. Maritza, su fiel sirvienta, no pudo evitar notar lo pálida que estaba, se le acercó con una taza de té caliente en las manos, intentando aliviarla.Sandra, con la mirada fija en su bebé, sintió una oleada de culpabilidad. El pequeño apenas cumplía 20 días de vida, y ella lo había arrancado de un hogar cómodo para traerlo a una habitación diminuta, donde el frío se colaba por las rendijas. No obstante, no estaba dispuesta a regresar a La Mansión. No después de haber descubierto la traición de Alexander con aquella mujer que aparentaba trabajar ahi, pero había resultado ser su amante. El recuerdo aún dolía, y con un nudo en
Samuel y su esposa, Clarisa, llegaron temprano a casa de la madre de él, listos para disfrutar de una velada familiar previa a la Navidad. La atmósfera estaba animada, con familiares charlando y riendo, especialmente por la llegada de las primas de Samuel que habían venido del extranjero. Entre ellas estaba Georgina, una prima muy cercana a Samuel durante su infancia. Apenas lo vio, Georgina se acercó con entusiasmo, dándole un beso en la mejilla. -¡Wow, Samuel! ¡Cuánto tiempo sin verte! ¿Cómo has estado? - mencionó ella, mirándolo con calidez.Samuel, incómodo por la efusividad de su prima frente a Clarisa, respondió rápidamente: -Bien, Georgina. Mucho tiempo, en verdad. Ah, y te presento ... a mi esposa, Clarisa. Clarisa Houston. La amo mucho. Georgina, sin perder la sonrisa, saludó a Clarisa. -Mucho gusto, Clarisa. Soy Georgina, la prima favorita de Samuel. No estaba por aquí porque vivo en el extranjero, pero qué alegría conocer a su esposa. Clarisa respondió cortésmente, per
Alexander repasaba su móvil una y otra vez, con los nervios a flor de piel. La incertidumbre lo devoraba. Su esposa, Sandra, había desaparecido junto con su hijo, y por más que buscaba alguna pista, el silencio era lo único que le respondía. Su mente no dejaba de reprocharle: ¿Qué esperaba? ¿Qué otra cosa podía pasar si ella descubrió mi infidelidad? Soy un estúpido. Un idiota.Se decía una y otra vez.Con el alma hecha pedazos, abrió una botella de whisky y dejó que el ardor del alcohol quemara su garganta. Cada trago era un recordatorio de su fracaso, de las malas decisiones que lo habían llevado a perder a la mujer que amaba. Mandó a buscarla, contrató a personas para rastrear cualquier señal, pero los resultados siempre eran los mismos: nada. Sin embargo, Alexander no se resignaba. A pesar de sus errores, oraba al cielo para que Sandra estuviera a salvo, junto con su hijo. Tenía miedo, un miedo profundo que lo asfixiaba, pero estaba decidido a remediar su error. No iba a perderlos
Sandra caminaba con tristeza hacia el edificio donde se realizaban los trámites para registrar a los recién nacidos. Llevaba días retrasando esta gestión debido a los conflictos con su esposo, pero ya no podía posponerlo más. Había tomado una decisión difícil y desgarradora: cambiar el nombre de su bebé y dejar un poder legal que asegurara su bienestar en caso de que algo le ocurriera. Quería que el pequeño creciera en un entorno seguro, lejos del hombre que alguna vez amó y de su amante, cuya presencia solo traía caos y peligro. Su hijo ahora se llamaría Emanuel, un nombre que para ella simbolizaba esperanza y un nuevo comienzo.Con el corazón cargado, Sandra se dirigió a la notaría. Allí, firmó los documentos que le otorgaban a Maritza, su confidente, la responsabilidad de proteger al pequeño Emanuel. También dejó establecido que, si algo le sucediera, una pareja de confianza, cuyo nombre completo figuraba en los documentos, se encargaría de criarlo. Con cada firma, Sandra sentía có
Samuel trabajaba contra reloj, organizando los últimos detalles de las canastas básicas que serían entregadas a los trabajadores de la empresa. Faltaban pocas horas para que llegara la noche, y el peso de las responsabilidades recaía completamente sobre sus hombros. Mientras revisaba listas y confirmaba entregas, su teléfono vibraba con insistencia. Había recibido varias llamadas de su esposa Clarisa, de sus padres e incluso de su suegra, pero el trabajo no le daba tregua. Intentó tranquilizar a Clarisa con un mensaje breve, pero sabía que su esposa prefería escuchar su voz. Ella nunca respondía los mensajes; siempre esperaba una llamada.Cuando finalmente concluyó su tarea, Samuel informó a su jefe, el señor Mario, que todo estaba listo.—Don Mario, ya terminamos. Si me permite, me retiro. Mi esposa me está esperando.El jefe, un hombre robusto de carácter impositivo, lo observó con una ceja arqueada.—¿No te vas a quedar para la cena de despedida?—Lo siento, pero no puedo quedarme.