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4. Casualidad y un nacimiento.

Clarisa paseaba lentamente por el centro comercial, observando los coloridos arbolitos de Navidad exhibidos en las tiendas. Las luces parpadeantes, los adornos brillantes y la música festiva evocaban una nostalgia que pesaba en su corazón. Quería comprar un arbolito para su madre, como lo hacían cuando era niña, y otro para su propia casa. Pero un desánimo la envolvía. Últimamente, esa sensación parecía ser una constante en su vida, alimentada por la ansiedad que le generaba la llegada de diciembre.  

La primera semana del mes le entregarían los resultados de los estudios de fertilidad, tanto los suyos como los de su esposo, Samuel. La incertidumbre la devoraba. Quizás estaba sobrecargando a Samuel con sus preocupaciones, pero no podía evitarlo. A veces pensaba en adoptar un bebé, pero la idea de criar un hijo que no llevara su sangre le resultaba difícil de procesar. Sin embargo, se preguntaba si quizás sería un regalo inesperado, una nueva forma de experimentar el amor. A pesar de todo, soñaba con sentir la vida creciendo en su vientre.  

Respiró hondo y decidió distraerse comprando adornos navideños. Recorrió los pasillos llenos de luces, juguetes y figuras de nacimiento. Eligió una guirnalda brillante y un pequeño pesebre con una cuna para el Niño Jesús. Mientras caminaba, sus ojos se detuvieron en un traje de bebé: un conjunto diminuto con un gorrito a juego y unas pantuflas tejidas. Lo tomó entre sus manos, sintiendo una mezcla de ternura y nostalgia. Antes de darse cuenta, los ojos se le llenaron de lágrimas.  

Perdida en sus pensamientos, no notó a la mujer que se acercaba y terminaron chocando.  

—¡Discúlpame! —exclamó Clarisa, agachándose rápidamente para recoger la cartera que la otra mujer había dejado caer.

  

—No te preocupes, no pasa nada —respondió la mujer con una sonrisa amable.  

Clarisa notó el prominente vientre de la mujer.  

—¡Estás embarazada! —dijo con asombro.

  

—Sí, me falta poco para que nazca mi bebé. Creo que será la primera semana de diciembre.  

—¡Felicidades! Que Dios te bendiga —respondió Clarisa, conmovida.  

La mujer, sin embargo, parecía algo pálida y mareada.  

—¿Te encuentras bien? —preguntó Clarisa, preocupada. 

—Un poco mal, pero creo que puedo manejarlo. Mi acompañante está fuera buscando unas cosas.  

Clarisa insistió en ayudarla a sentarse en un banco cercano. Mientras hablaban, la mujer comenzó a quejarse de dolor. Alarmada, Clarisa sujetó su bolso y buscó ayuda. La acompañante, una joven llamada Maritza, llegó corriendo al escuchar la voz de la señora Sandra.

—¡Mi bebé quiere nacer! —exclamó la mujer, su voz cargada de urgencia.  

Sin dudarlo, Clarisa y Maritza la ayudaron a subir al coche de la señora y la llevaron al hospital más cercano. Durante el trayecto, Clarisa intentaba calmarla, aunque el temor comenzaba a invadirla. Al llegar, la mujer fue atendida de inmediato. Clarisa se quedó en la sala de espera, acompañada por Maritza, quien parecía igual de nerviosa.  

—¿Eres familiar de la señora? —le preguntaron a Clarisa en recepción.

  

—Eh... sí, soy una amiga —respondió, aunque no estaba segura de por qué había mentido. Miró a Maritza, quien desvió la mirada incómoda.  

—Usted debería llamar a un familiar de la señora— Le Sugirió Clarisa pero la muchacha negó. Ya que ella sabía que su señor Sandra, no iba querer eso.

—Mi señora no lo haría, por lo tanto no podre hacer eso sin su permiso.— Respondió la criada.

Mientras esperaban, Clarisa no podía evitar pensar en la vida de aquella mujer. Poco después, un médico les informó que el bebé estaba a punto de nacer. Clarisa, sin saber qué hacer, decidió quedarse hasta que llegara algún familiar.  

La mujer, cuyo nombre resultó ser Sandra, se mostró agradecida por su compañía. Sin embargo, parecía incómoda con la idea de llamar a su esposo.

  

—No quiero que Alexander esté aquí —murmuró Sandra, con los ojos llenos de lágrimas.  

Clarisa no preguntó, pero los silencios de Sandra hablaban por sí solos. Algo no estaba bien en su vida.  

Sandra empezó a pensar en que últimamente Alexander había estado distante. Las noches que pasaba fuera se habían vuelto frecuentes, y cuando regresaba a casa, evitaba su habitación. Para colmo, esa mañana había notado algo extraño en una de las criadas: chupetones visibles en su cuello y una actitud desafiante hacia ella. Y lo que su empleada Maritza le comento fue que vio a esa empleada que contrato su esposo fue salir de la habitación de huesped en la madrugada de ayer, igual su esposo. Era evidente que algo ocurría, pero Sandra no quería creer a eso o quizás  el hombre estaba asi por los problemas turbios en los negocios de su esposo. 

—Usted ahora debe estar feliz por su bebé, eso es lo único que debe importar por ahora.— mencionó Clarisa a lo que Sandra asintió agradecido por el gesto tan bondadoso de la muchacha al quedarse en el hospital por ella.

Clarisa sintió empatía por Sandra, incluso sin conocerla del todo. Decidió quedarse junto a ella hasta el final. Cuando realizaron el ultrasonido, ambas se emocionaron al ver al bebé, sano y listo para llegar al mundo. Clarisa, por un momento, se permitió imaginar cómo sería estar en el lugar de Sandra, sintiendo la vida dentro de sí misma. Pero luego, como si despertara de un sueño, recordó su realidad.  

La tarde se extendió mientras Clarisa acompañaba a Sandra en ese momento crucial. Aunque estaban unidas por la casualidad, ambas mujeres encontraron consuelo en la presencia de la otra, compartiendo silencios llenos de comprensión y apoyo. No entendía del todo por qué sentía una conexión tan fuerte con Sandra, la mujer que estaba a punto de dar a luz. Era como si un hilo invisible las uniera, algo más profundo que el simple hecho de estar allí ayudándola. Observaba sus manos temblorosas sujetando las de Sandra, quien apretaba con fuerza mientras luchaba contra el dolor de las contracciones. Había nervios en el ambiente, pero también algo más, una mezcla de tristeza y esperanza.  

Era la primera vez que Clarisa presenciaba el nacimiento de un bebé, y aunque no tenía experiencia, se sentía emocionada y honrada por estar allí. Sin embargo, había algo en Sandra que la inquietaba. ¿Por qué no había llamado a su esposo ni a ningún familiar? ¿Qué clase de problemas ocultaba esa mirada perdida y melancólica?  

A pesar de las incógnitas, Clarisa no podía evitar sentirse emocionada. Era un momento único, una bendición de Dios, como ella lo veía. Su teléfono vibraba insistentemente en su bolsillo, pero lo ignoró; nada podía interrumpir ese instante. De repente, el llanto agudo de un bebé llenó la sala, y Clarisa sintió un calor inexplicable en el pecho. Era como si una chispa de vida la tocara directamente en el alma.  

La enfermera tomó al recién nacido y lo llevó para limpiarlo, mientras Sandra, exhausta, apenas podía mantenerse consciente. 

—Por favor, cuiden de mi bebé—, murmuró con un hilo de voz. Clarisa, aún emocionada, observaba cómo el pequeño era envuelto en una manta cálida. —Ve a verlo porfavor— Pidio la madre del recin nacido, Clarisa asntio siguiendo a la enfermera. Ella quedo miranedo mientras vestían al bebé con la ropita que había sido preparada por parte de la madre.

Cuando la enfermera se giró hacia Clarisa, le preguntó si quería cargar al bebé. Sorprendida, Clarisa asintió tímidamente. Al sostenerlo en sus brazos, sintió una mezcla de admiración y ternura. El bebé tenía la piel pálida, un lunar en forma de luna en el pecho, y su rostro parecía un reflejo de la madre. Era perfecto, como un pequeño ángel recién llegado al mundo.  

Después de un rato, Clarisa devolvió al bebé y regresó junto a Sandra, quien estaba profundamente agradecida.

—Dios te bendiga por todo lo que has hecho— Expreso Sandra con voz temblorosa. —No sé cómo agradecerte. Eres un ángel.  

Clarisa, conmovida, tomó su mano.

—No tiene que agradecerme. Ha sido un honor estar aquí con usted y su bebé. Espero que todo mejore. 

Sandra, mirándola a los ojos, preguntó:

—¿Cuántos años tienes, Clarisa?.  

—Veintitrés— respondió ella con una sonrisa.  

—Eres muy joven. Yo tengo treinta y cinco, y este es mi primer bebé. Estaba muy feliz por este embarazo, pero ahora… no sé, me siento triste.  

Clarisa no quiso indagar demasiado, respetando los silencios de Sandra, pero le ofreció su apoyo. Intercambiaron contactos antes de despedirse con un abrazo cálido.  

Al salir de la habitación, Clarisa no pudo evitar pasar por la sala de neonatos, donde encontró al bebé otra vez. Ahora con los ojos abiertos, su mirada azul brillaba como un cielo despejado. Conmovida, tomó una foto rápida. 

—Espero verte crecer algún día— pensó mientras salía del hospital.  

Al revisar su móvil, vio varias llamadas perdidas de su esposo. 

—¿Dónde estás?— preguntó él, alarmado, cuando finalmente contestó.  

—Tranquilo, amor. Estoy bien. Estaba en el hospital ayudando a una conocida— explicó Clarisa con una sonrisa que aún no podía borrar.  

—No vuelvas tan tarde, por favor. Me preocupas— le dijo él, aliviado pero aún inquieto.  

—Ya estoy en el taxi voy para ya.— le dijo para luego colgar la llamada.

Al llegar a casa, su esposo la abrazó con fuerza. Había estado angustiado todo el día, recordando los momentos difíciles que habían pasado intentando formar una familia. Clarisa lo tranquilizó con palabras dulces mientras compartían una cena sencilla y mostrándole las cosas que había comprado en el supermercado. 

***

Mientras tanto, en otra parte de la ciudad, Alexander estaba perdiendo la calma. Había llamado a su esposa varias veces sin respuesta, y su frustración crecía. A su lado estaba Lorena, la  joven mujer con quien había iniciado un romance y el la contrato como empleada. Aunque intentaba justificarse, sabía que lo que hacía estaba mal, especialmente mientras su esposa estaba a punto de dar a luz a su hijo.  

—¡Sal de aquí!— le ordenó a Lorena, su voz dura y cargada de ira. La joven salió apresurada, sonriendo con descaro al cruzarse con Minerva, la nana de la casa, quien bajó la mirada al ver la escena.  

Minerva llevaba años trabajando para la familia y había sido testigo de la transformación de Alexander, un hombre que antes irradiaba amor por su esposa pero que ahora parecía perdido en sus propios deseos y conflictos.

"Pobre señora", pensó, sintiendo lástima por la esposa de Alexander, quien aún no sabía la verdad.  

Alexander, ahora solo, se quedó mirando su teléfono. Había algo que no podía explicar, una mezcla de culpa y miedo. Aunque Lorena le ofrecía placer, sabía que estaba rompiendo algo sagrado. Pero sus pensamientos se interrumpieron al recordar que su hijo estaba por nacer.  

Esa tarde las vidas de Clarisa y Sandra se cruzaron en un momento mágico, mientras en otro rincón del mundo, Alexander enfrentaba las consecuencias de sus decisiones. Cada uno cargaba con sus propias luchas y esperanzas, unidas por un hilo invisible que algún día podría revelarse como parte de un destino mayor. 

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