Alexander observaba con melancolía la fotografía de su esposa Sandra cuando estaba en embarazada, tenía la imagen en la pantalla de su móvil, él estaba abrazado a ella. Ambos irradiaban felicidad; ella lucía radiante con su vientre abultado, mientra él los abrazaba con ternura. Sin embargo, aquella escena idílica parecía ahora un recuerdo distante e inalcanzable. A su lado, Lorena, la hija del mafioso narcotraficante, ella deslumbrante belleza pero mirada fría y calculadora, se paseaba desnuda por la habitación, exhalando largas bocanadas de humo de un cigarrillo.
—¿Qué harás con tu esposa? Me imagino que vas a divorciarte —inquirió Lorena con voz desafiante, clavando sus ojos en Alexander.
Alexander soltó un suspiro pesado. —No pienso hacer nada. La amo, a pesar de estar aquí contigo —contestó, su voz rota por la culpa.
Lorena frunció el ceño y, en su interior, una ola de rabia la invadió. —¿Cómo se atrevía a amar a esa mujer—Pensar en Sandra siendo feliz junto a Alexander era algo que no estaba dispuesta a permitir. Haría lo que fuera necesario para separarlos, incluso si debía recurrir a los métodos más crueles.
—Lamentablemente, ahora estás conmigo, Alexander. Deja de pensar en tu esposa —declaró Lorena con veneno en cada palabra—. Ella no puede complacerte mientras está recien parida. Yo, en cambio… —Se acercó a él con una sonrisa maliciosa y apagó el cigarro en el cenicero antes de abalanzarse sobre él.
Alexander no tuvo más opción que dejarse llevar. Era prisionero de su propia ambición y del poder que ejercían sobre él Lorena y su padre, el peligroso narcotraficante. Sabía que cualquier intento de resistirse podría costarle no solo su vida, sino la de Sandra y su bebé. Aunque su corazón estaba destrozado, decidió seguir el juego.
Alexander había cometido un grave error al involucrarse con el mundo del narcotráfico. En su desesperación por alcanzar poder y riqueza, había aceptado favores de Don Ramón, incluyendo encubrimientos de crímenes que él mismo había cometido. Eso le dio una posición privilegiada, pero también lo encadenó al yugo de esa familia. Y ahora, su relación con Lorena no era más que otra extensión de ese control. Si no cumplía con sus deseos, perdería todo: sus bienes, su reputación, su vida, y, peor aún, la seguridad de Sandra.
En la otra cara de la moneda, Lorena no pensaba detenerse. Hija del temido Don Ramón, líder de una de las mafias más poderosas del país, siempre había tenido lo que quería. Desde que conoció a Alexander, había decidido que sería suyo. Aunque él no la amaba, ella estaba convencida de que Sandra y el bebé eran los únicos obstáculos entre ellos. Había empezado su plan infiltrándose como empleada en la casa de Alexander, estudiando cada movimiento, cada debilidad, hasta lograr tenerlo bajo su control. Y el como todo un idiota la contrato pensando que Lorena quería estar cerca de él y sobre todo lo hacía a petición de don Ramón.
Esa noche, después de que Lorena quedara dormida tras un encuentro que lo llenaba de repulsión y vacío, Alexander se quedó despierto, sumido en sus pensamientos. Su mente era un torbellino de dudas, culpa y miedo. —¿Cómo había permitido que su ambición lo arrastrara hasta este abismo?
Cada vez que pensaba en Sandra, su pecho se comprimía. La idea de alejarla era insoportable, pero quizás era lo único que podía hacer para protegerla.
Lorena, por su parte, despertó al amanecer con un plan decidido. Había contratado a un hombre para investigar a Sandra, y las piezas comenzaban a encajar en su mente. Sabía exactamente cómo atacar a la esposa de Alexander. Un leve atisbo de sonrisa maliciosa apareció en su rostro mientras se vestía. —Sandra desaparecería de la vida del hombre que ella queria, de una forma u otra.
Para Alexander, el tiempo se agotaba. Sabía que su inacción podía significar la muerte de su familia. Aunque amaba a Sandra con toda su alma, la única solución que veía era alejarla. Estaba dispuesto a darle una suma considerable de dinero y crear una mentira que justificara su separación. Debía convencerla de que ya no la amaba, de que no había futuro para ellos. Era el sacrificio más doloroso de su vida, pero lo haría por su seguridad.
***
Sandra caminaba de un lado a otro en su habitación, como un león enjaulado. Su mente era un torbellino de emociones, una mezcla de ira, dolor y determinación. Había descubierto que Alexander, su esposo, le estaba engañando con Lorena, la joven empleada que él mismo había contratado apenas un mes atrás. La humillación se agudizaba al saber que Minerva, la nana de su esposo, lo sabía todo y, sin embargo, había decidido callar y fingir ignorancia. Esa complicidad la asqueaba, pero ya no tenía tiempo para sentirse traicionada por todos. Sandra había tomado una decisión: abandonaría esa mansión y a ese hombre que no la amaba.
En la cama, junto a un sobre cuidadosamente colocado, estaba la nota que había escrito para Alexander. En ella, se despedía de él sin revelar a dónde iría. No pensaba permitir que la encontrara. Por primera vez en años, tomaría las riendas de su vida sin mirar atrás, aunque el dolor la desgarrara. Lo haría por su hijo, ese pequeño de poco más de veinte días de nacido, que dormía plácidamente en la cuna. No permitiría que sufriera las consecuencias de los errores de un padre que había demostrado ser egoísta y despreocupado. Esa noche, Sandra pondría fin a todo.
Había hablado con Maritza, su fiel sirvienta y única aliada en esa casa. Ambas saldrían al amparo de la madrugada. Mientras tanto, Sandra preparaba todo con meticulosidad. Empacó sus joyas, algo de dinero en efectivo, sus tarjetas bancarias y, sin dudar, también la de Alexander. No tenía remordimientos; usaría lo que fuera necesario para asegurar el bienestar de su hijo y el suyo. Guardó todo en una maleta pequeña y escondió el equipaje bajo el ropero. Por ahora, no podía abandonar la ciudad. Los vuelos estaban saturados debido a la temporada navideña que se avecinaba, pero buscaría la manera de huir lo más lejos posible. Era solo cuestión de tiempo.
Mientras revisaba los últimos detalles, escuchó un golpe en la puerta. Su cuerpo se tensó. ¿Y si era Alexander?, pensó por un instante. Pero no. Era Minerva.
—Señora, buenas noches. Ya está lista la cena —dijo la mujer con su tono servicial habitual.
—Buenas noches, Minerva. Muchas gracias, pero no tengo hambre —respondió Sandra, intentando sonar tranquila.
—Debe comer algo, señora. No puede seguir encerrada todo el tiempo. Recuerde que está amamantando al bebé.
—Gracias por la sugerencia, pero estoy bien. Maritza me preparó un atolito con unos panecillos, y ya comí un poco.
Minerva asintió, aunque su mirada se desvió hacia la cunita donde descansaba el bebé. La mujer sonrió al verlo balbucear en sueños. Sandra, en cambio, se mantuvo alerta. Desde el nacimiento de su hijo, no había permitido que Alexander lo viera, ni siquiera a través de una foto. Sabía que Minerva podría ser una mensajera de su esposo, y no confiaba en nadie.99⁹
Cuando Minerva se retiró, Sandra soltó un suspiro largo, mezcla de alivio y frustración. Cerró la puerta con llave y continuó con sus preparativos. Se puso unos jeans, unos tenis cómodos y una camisa ajustada. Quería estar lista para cualquier imprevisto. Colocó lo esencial en un pequeño bolso y, tras asegurarse de que todo estaba en orden, se recostó en la cama, esperando a que la noche avanzara.
Mientras contemplaba el techo, su mente volvía a divagar. Recordó los días en que Alexander la hacía sentir especial, los momentos en los que creyó que tenían un futuro juntos. Ahora todo eso se sentía como una cruel mentira. Pero no era momento para lamentos. Tenía que ser fuerte, no solo por ella, sino por su hijo.
El pequeño emitió un leve balbuceo, sacándola de sus pensamientos. Sandra se acercó a la cuna y acarició su mejilla con delicadeza. —Tú y yo estaremos bien—, le susurró. —No necesitamos a nadie más.
El reloj marcaba las doce de la noche. La casa estaba en silencio, excepto por los pasos ocasionales de los empleados en las habitaciones vecinas. Maritza llegaría en cualquier momento, lista para iniciar su fuga. Sandra respiró hondo. Sabía que, una vez cruzara la puerta de esa mansión, no habría vuelta atrás.
Afuera, las luces navideñas decoraban el jardín, proyectando sombras coloridas en las ventanas. La ironía no pasaba desapercibida para Sandra. Mientras el mundo celebraba la unión y la felicidad, ella huía de la traición y el desamor. Pero no importaba. Era un sacrificio necesario para empezar de nuevo.
Cuando finalmente escuchó el leve golpe en la ventana que señalaba la llegada de Maritza, Sandra tomó a su hijo en brazos, recogió su bolso y maleta, y se preparó para salir. —Esto es solo el comienzo— se dijo a sí misma, mientras cruzaba la habitación por última vez. Con determinación en los ojos, abrió la puerta hacia una nueva vida, dejando atrás no solo una casa, sino también un pasado que ya no le pertenecía.
Samuel estaba en su oficina, concentrado en la pantalla del computador mientras editaba los anuncios publicitarios para los días festivos del 24, 25 y 31 de diciembre. Era un trabajo importante, ya que la comunidad MC, a la que estaba destinado el contenido, dependía de sus habilidades creativas para captar la atención del público. Con cada detalle que ajustaba, Samuel sentía la presión de cumplir con los altos estándares que se imponía a sí mismo. Sin embargo, un destello en la pantalla de su teléfono lo distrajo: era una llamada perdida de su madre. Había dejado un mensaje invitándolo a una cena familiar, recordándole que asistiera con Clarisa, su esposa. Samuel suspiró y se prometió responderle más tarde.En ese momento, Yolanda, la asistente de su jefe, interrumpió sus pensamientos.—Samuel, ¿estás ocupado? —preguntó mientras se acercaba.—No, dime, ¿qué necesitas? —respondió él, tratando de disimular el cansancio en su voz.Yolanda le mostró una parte del anuncio que necesitaba p
Han transcurrido ya varios días desde que Sandra abandonó la Mansión, y la fatiga no tardó en apoderarse de su cuerpo. Los dolores de cabeza que había sufrido meses atrás habían regresado con fuerza, acompañados de episodios de vómito incontrolable, aunque lo que más la aterraba era que a veces expulsaba sangre. Pese a su preocupación, decidió no decir nada a nadie. Maritza, su fiel sirvienta, no pudo evitar notar lo pálida que estaba, se le acercó con una taza de té caliente en las manos, intentando aliviarla.Sandra, con la mirada fija en su bebé, sintió una oleada de culpabilidad. El pequeño apenas cumplía 20 días de vida, y ella lo había arrancado de un hogar cómodo para traerlo a una habitación diminuta, donde el frío se colaba por las rendijas. No obstante, no estaba dispuesta a regresar a La Mansión. No después de haber descubierto la traición de Alexander con aquella mujer que aparentaba trabajar ahi, pero había resultado ser su amante. El recuerdo aún dolía, y con un nudo en
Samuel y su esposa, Clarisa, llegaron temprano a casa de la madre de él, listos para disfrutar de una velada familiar previa a la Navidad. La atmósfera estaba animada, con familiares charlando y riendo, especialmente por la llegada de las primas de Samuel que habían venido del extranjero. Entre ellas estaba Georgina, una prima muy cercana a Samuel durante su infancia. Apenas lo vio, Georgina se acercó con entusiasmo, dándole un beso en la mejilla. -¡Wow, Samuel! ¡Cuánto tiempo sin verte! ¿Cómo has estado? - mencionó ella, mirándolo con calidez.Samuel, incómodo por la efusividad de su prima frente a Clarisa, respondió rápidamente: -Bien, Georgina. Mucho tiempo, en verdad. Ah, y te presento ... a mi esposa, Clarisa. Clarisa Houston. La amo mucho. Georgina, sin perder la sonrisa, saludó a Clarisa. -Mucho gusto, Clarisa. Soy Georgina, la prima favorita de Samuel. No estaba por aquí porque vivo en el extranjero, pero qué alegría conocer a su esposa. Clarisa respondió cortésmente, per
Alexander repasaba su móvil una y otra vez, con los nervios a flor de piel. La incertidumbre lo devoraba. Su esposa, Sandra, había desaparecido junto con su hijo, y por más que buscaba alguna pista, el silencio era lo único que le respondía. Su mente no dejaba de reprocharle: ¿Qué esperaba? ¿Qué otra cosa podía pasar si ella descubrió mi infidelidad? Soy un estúpido. Un idiota.Se decía una y otra vez.Con el alma hecha pedazos, abrió una botella de whisky y dejó que el ardor del alcohol quemara su garganta. Cada trago era un recordatorio de su fracaso, de las malas decisiones que lo habían llevado a perder a la mujer que amaba. Mandó a buscarla, contrató a personas para rastrear cualquier señal, pero los resultados siempre eran los mismos: nada. Sin embargo, Alexander no se resignaba. A pesar de sus errores, oraba al cielo para que Sandra estuviera a salvo, junto con su hijo. Tenía miedo, un miedo profundo que lo asfixiaba, pero estaba decidido a remediar su error. No iba a perderlos
Sandra caminaba con tristeza hacia el edificio donde se realizaban los trámites para registrar a los recién nacidos. Llevaba días retrasando esta gestión debido a los conflictos con su esposo, pero ya no podía posponerlo más. Había tomado una decisión difícil y desgarradora: cambiar el nombre de su bebé y dejar un poder legal que asegurara su bienestar en caso de que algo le ocurriera. Quería que el pequeño creciera en un entorno seguro, lejos del hombre que alguna vez amó y de su amante, cuya presencia solo traía caos y peligro. Su hijo ahora se llamaría Emanuel, un nombre que para ella simbolizaba esperanza y un nuevo comienzo.Con el corazón cargado, Sandra se dirigió a la notaría. Allí, firmó los documentos que le otorgaban a Maritza, su confidente, la responsabilidad de proteger al pequeño Emanuel. También dejó establecido que, si algo le sucediera, una pareja de confianza, cuyo nombre completo figuraba en los documentos, se encargaría de criarlo. Con cada firma, Sandra sentía có
Samuel trabajaba contra reloj, organizando los últimos detalles de las canastas básicas que serían entregadas a los trabajadores de la empresa. Faltaban pocas horas para que llegara la noche, y el peso de las responsabilidades recaía completamente sobre sus hombros. Mientras revisaba listas y confirmaba entregas, su teléfono vibraba con insistencia. Había recibido varias llamadas de su esposa Clarisa, de sus padres e incluso de su suegra, pero el trabajo no le daba tregua. Intentó tranquilizar a Clarisa con un mensaje breve, pero sabía que su esposa prefería escuchar su voz. Ella nunca respondía los mensajes; siempre esperaba una llamada.Cuando finalmente concluyó su tarea, Samuel informó a su jefe, el señor Mario, que todo estaba listo.—Don Mario, ya terminamos. Si me permite, me retiro. Mi esposa me está esperando.El jefe, un hombre robusto de carácter impositivo, lo observó con una ceja arqueada.—¿No te vas a quedar para la cena de despedida?—Lo siento, pero no puedo quedarme.
Maritza no podía contener el llanto mientras caminaba por las calles desiertas. No habia nadie, algunas casas se escuchaba una musicas navideñas de alegría y otras nostálgico. El frío de la noche se hacía más intenso, y con cada paso sentía que su corazón se rompía un poco más. En sus brazos llevaba al pequeño Emmanuel, envuelto en una manta que apenas lograba mantenerlo caliente. El bebé, con tan solo veinte días de nacido, balbuceaba débilmente, ajeno al dolor y la desesperación que inundaban a Maritza.Había pasado horas buscando la casa donde él pequeño estaria seguro, la señora Sandra aseguraba de que él recibiría el amor y la protección que necesitaba. Finalmente, encontró una pequeña tienda que vendía Moisés decorados con cintas navideñas. Aunque no tenía mucho dinero, no podía dejar al niño en el suelo; cuando lo llevara a dejar, necesitaba algo digno para él. Compró el más simple que pudo permitirse y, con manos temblorosas, acomodó al bebé en su interior.Mientras caminaba h
Alexander deambulaba como un león enjaulado por su mansión, el eco de sus pasos resonando con furia y desesperación. Llevaba días tratando de localizar a su esposa y a su hijo, quienes habían desaparecido sin dejar rastro. Su teléfono sonaba constantemente, pero ignoraba todas las llamadas, incluidas las de Lorena, su amante, cuyo rostro ya no podía mirar sin sentir un profundo desprecio. Nada importaba más que encontrar a su familia, aunque el remordimiento lo devoraba por dentro. Sabía que sus propios errores lo habían llevado a esta pesadilla, y ahora estaba pagando el precio más alto.El sonido del teléfono lo sacó de sus pensamientos. Contestó de inmediato, con la esperanza de que fuera alguna pista. —¿Quién habla? —preguntó con voz tensa. —Soy Maritza, señor Alexander —respondió la voz al otro lado de la línea. Alexander se congeló. Maritza había sido una empleada cercana a su esposa. —¿Maritza? ¿Dónde están mi esposa y mi hijo? ¿Sabes algo de ellos? Un largo silencio