6. Una decepción de culpa.

Alexander observaba con melancolía la fotografía de su esposa Sandra cuando estaba en embarazada, tenía la imagen en la pantalla de su móvil, él estaba abrazado a ella. Ambos irradiaban felicidad; ella lucía radiante con su vientre abultado, mientra él los abrazaba con ternura. Sin embargo, aquella escena idílica parecía ahora un recuerdo distante e inalcanzable. A su lado, Lorena, la hija del mafioso narcotraficante, ella deslumbrante belleza pero mirada fría y calculadora, se paseaba desnuda por la habitación, exhalando largas bocanadas de humo de un cigarrillo.

—¿Qué harás con tu esposa? Me imagino que vas a divorciarte —inquirió Lorena con voz desafiante, clavando sus ojos en Alexander.

Alexander soltó un suspiro pesado. —No pienso hacer nada. La amo, a pesar de estar aquí contigo —contestó, su voz rota por la culpa. 

Lorena frunció el ceño y, en su interior, una ola de rabia la invadió. —¿Cómo se atrevía a amar a esa mujer—Pensar en Sandra siendo feliz junto a Alexander era algo que no estaba dispuesta a permitir. Haría lo que fuera necesario para separarlos, incluso si debía recurrir a los métodos más crueles.

—Lamentablemente, ahora estás conmigo, Alexander. Deja de pensar en tu esposa —declaró Lorena con veneno en cada palabra—. Ella no puede complacerte mientras está recien parida. Yo, en cambio… —Se acercó a él con una sonrisa maliciosa y apagó el cigarro en el cenicero antes de abalanzarse sobre él. 

Alexander no tuvo más opción que dejarse llevar. Era prisionero de su propia ambición y del poder que ejercían sobre él Lorena y su padre, el peligroso narcotraficante. Sabía que cualquier intento de resistirse podría costarle no solo su vida, sino la de Sandra y su bebé. Aunque su corazón estaba destrozado, decidió seguir el juego. 

Alexander había cometido un grave error al involucrarse con el mundo del narcotráfico. En su desesperación por alcanzar poder y riqueza, había aceptado favores de Don Ramón, incluyendo encubrimientos de crímenes que él mismo había cometido. Eso le dio una posición privilegiada, pero también lo encadenó al yugo de esa familia. Y ahora, su relación con Lorena no era más que otra extensión de ese control. Si no cumplía con sus deseos, perdería todo: sus bienes, su reputación, su vida, y, peor aún, la seguridad de Sandra.

En la otra cara de la moneda, Lorena no pensaba detenerse. Hija del temido Don Ramón, líder de una de las mafias más poderosas del país, siempre había tenido lo que quería. Desde que conoció a Alexander, había decidido que sería suyo. Aunque él no la amaba, ella estaba convencida de que Sandra y el bebé eran los únicos obstáculos entre ellos. Había empezado su plan infiltrándose como empleada en la casa de Alexander, estudiando cada movimiento, cada debilidad, hasta lograr tenerlo bajo su control. Y el como todo un idiota la contrato pensando que Lorena quería estar cerca de él y sobre todo lo hacía a petición de don Ramón.

Esa noche, después de que Lorena quedara dormida tras un encuentro que lo llenaba de repulsión y vacío, Alexander se quedó despierto, sumido en sus pensamientos. Su mente era un torbellino de dudas, culpa y miedo. —¿Cómo había permitido que su ambición lo arrastrara hasta este abismo?

Cada vez que pensaba en Sandra, su pecho se comprimía. La idea de alejarla era insoportable, pero quizás era lo único que podía hacer para protegerla.

Lorena, por su parte, despertó al amanecer con un plan decidido. Había contratado a un hombre para investigar a Sandra, y las piezas comenzaban a encajar en su mente. Sabía exactamente cómo atacar a la esposa de Alexander. Un leve atisbo de sonrisa maliciosa apareció en su rostro mientras se vestía. —Sandra desaparecería de la vida del hombre que ella queria, de una forma u otra.

Para Alexander, el tiempo se agotaba. Sabía que su inacción podía significar la muerte de su familia. Aunque amaba a Sandra con toda su alma, la única solución que veía era alejarla. Estaba dispuesto a darle una suma considerable de dinero y crear una mentira que justificara su separación. Debía convencerla de que ya no la amaba, de que no había futuro para ellos. Era el sacrificio más doloroso de su vida, pero lo haría por su seguridad.

***

Sandra caminaba de un lado a otro en su habitación, como un león enjaulado. Su mente era un torbellino de emociones, una mezcla de ira, dolor y determinación. Había descubierto que Alexander, su esposo, le estaba engañando con Lorena, la joven empleada que él mismo había contratado apenas un mes atrás. La humillación se agudizaba al saber que Minerva, la nana de su esposo, lo sabía todo y, sin embargo, había decidido callar y fingir ignorancia. Esa complicidad la asqueaba, pero ya no tenía tiempo para sentirse traicionada por todos. Sandra había tomado una decisión: abandonaría esa mansión y a ese hombre que no la amaba.

En la cama, junto a un sobre cuidadosamente colocado, estaba la nota que había escrito para Alexander. En ella, se despedía de él sin revelar a dónde iría. No pensaba permitir que la encontrara. Por primera vez en años, tomaría las riendas de su vida sin mirar atrás, aunque el dolor la desgarrara. Lo haría por su hijo, ese pequeño de poco más de veinte días de nacido,  que dormía plácidamente en la cuna. No permitiría que sufriera las consecuencias de los errores de un padre que había demostrado ser egoísta y despreocupado. Esa noche, Sandra pondría fin a todo.

Había hablado con Maritza, su fiel sirvienta y única aliada en esa casa. Ambas saldrían al amparo de la madrugada. Mientras tanto, Sandra preparaba todo con meticulosidad. Empacó sus joyas, algo de dinero en efectivo, sus tarjetas bancarias y, sin dudar, también la de Alexander. No tenía remordimientos; usaría lo que fuera necesario para asegurar el bienestar de su hijo y el suyo. Guardó todo en una maleta pequeña y escondió el equipaje bajo el ropero. Por ahora, no podía abandonar la ciudad. Los vuelos estaban saturados debido a la temporada navideña que se avecinaba, pero buscaría la manera de huir lo más lejos posible. Era solo cuestión de tiempo.

Mientras revisaba los últimos detalles, escuchó un golpe en la puerta. Su cuerpo se tensó. ¿Y si era Alexander?, pensó por un instante. Pero no. Era Minerva.  

—Señora, buenas noches. Ya está lista la cena —dijo la mujer con su tono servicial habitual.  

—Buenas noches, Minerva. Muchas gracias, pero no tengo hambre —respondió Sandra, intentando sonar tranquila.  

—Debe comer algo, señora. No puede seguir encerrada todo el tiempo. Recuerde que está amamantando al bebé. 

—Gracias por la sugerencia, pero estoy bien. Maritza me preparó un atolito con unos panecillos, y ya comí un poco.  

Minerva asintió, aunque su mirada se desvió hacia la cunita donde descansaba el bebé. La mujer sonrió al verlo balbucear en sueños. Sandra, en cambio, se mantuvo alerta. Desde el nacimiento de su hijo, no había permitido que Alexander lo viera, ni siquiera a través de una foto. Sabía que Minerva podría ser una mensajera de su esposo, y no confiaba en nadie.99⁹

Cuando Minerva se retiró, Sandra soltó un suspiro largo, mezcla de alivio y frustración. Cerró la puerta con llave y continuó con sus preparativos. Se puso unos jeans, unos tenis cómodos y una camisa ajustada. Quería estar lista para cualquier imprevisto. Colocó lo esencial en un pequeño bolso y, tras asegurarse de que todo estaba en orden, se recostó en la cama, esperando a que la noche avanzara.

Mientras contemplaba el techo, su mente volvía a divagar. Recordó los días en que Alexander la hacía sentir especial, los momentos en los que creyó que tenían un futuro juntos. Ahora todo eso se sentía como una cruel mentira. Pero no era momento para lamentos. Tenía que ser fuerte, no solo por ella, sino por su hijo.  

El pequeño emitió un leve balbuceo, sacándola de sus pensamientos. Sandra se acercó a la cuna y acarició su mejilla con delicadeza. —Tú y yo estaremos bien—, le susurró. —No necesitamos a nadie más.

El reloj marcaba las doce de la noche. La casa estaba en silencio, excepto por los pasos ocasionales de los empleados en las habitaciones vecinas. Maritza llegaría en cualquier momento, lista para iniciar su fuga. Sandra respiró hondo. Sabía que, una vez cruzara la puerta de esa mansión, no habría vuelta atrás.  

Afuera, las luces navideñas decoraban el jardín, proyectando sombras coloridas en las ventanas. La ironía no pasaba desapercibida para Sandra. Mientras el mundo celebraba la unión y la felicidad, ella huía de la traición y el desamor. Pero no importaba. Era un sacrificio necesario para empezar de nuevo.  

Cuando finalmente escuchó el leve golpe en la ventana que señalaba la llegada de Maritza, Sandra tomó a su hijo en brazos, recogió su bolso y maleta, y se preparó para salir. —Esto es solo el comienzo— se dijo a sí misma, mientras cruzaba la habitación por última vez. Con determinación en los ojos, abrió la puerta hacia una nueva vida, dejando atrás no solo una casa, sino también un pasado que ya no le pertenecía. 

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