Han transcurrido ya varios días desde que Sandra abandonó la Mansión, y la fatiga no tardó en apoderarse de su cuerpo. Los dolores de cabeza que había sufrido meses atrás habían regresado con fuerza, acompañados de episodios de vómito incontrolable, aunque lo que más la aterraba era que a veces expulsaba sangre. Pese a su preocupación, decidió no decir nada a nadie. Maritza, su fiel sirvienta, no pudo evitar notar lo pálida que estaba, se le acercó con una taza de té caliente en las manos, intentando aliviarla.Sandra, con la mirada fija en su bebé, sintió una oleada de culpabilidad. El pequeño apenas cumplía 20 días de vida, y ella lo había arrancado de un hogar cómodo para traerlo a una habitación diminuta, donde el frío se colaba por las rendijas. No obstante, no estaba dispuesta a regresar a La Mansión. No después de haber descubierto la traición de Alexander con aquella mujer que aparentaba trabajar ahi, pero había resultado ser su amante. El recuerdo aún dolía, y con un nudo en
Samuel y su esposa, Clarisa, llegaron temprano a casa de la madre de él, listos para disfrutar de una velada familiar previa a la Navidad. La atmósfera estaba animada, con familiares charlando y riendo, especialmente por la llegada de las primas de Samuel que habían venido del extranjero. Entre ellas estaba Georgina, una prima muy cercana a Samuel durante su infancia. Apenas lo vio, Georgina se acercó con entusiasmo, dándole un beso en la mejilla. -¡Wow, Samuel! ¡Cuánto tiempo sin verte! ¿Cómo has estado? - mencionó ella, mirándolo con calidez.Samuel, incómodo por la efusividad de su prima frente a Clarisa, respondió rápidamente: -Bien, Georgina. Mucho tiempo, en verdad. Ah, y te presento ... a mi esposa, Clarisa. Clarisa Houston. La amo mucho. Georgina, sin perder la sonrisa, saludó a Clarisa. -Mucho gusto, Clarisa. Soy Georgina, la prima favorita de Samuel. No estaba por aquí porque vivo en el extranjero, pero qué alegría conocer a su esposa. Clarisa respondió cortésmente, per
Alexander repasaba su móvil una y otra vez, con los nervios a flor de piel. La incertidumbre lo devoraba. Su esposa, Sandra, había desaparecido junto con su hijo, y por más que buscaba alguna pista, el silencio era lo único que le respondía. Su mente no dejaba de reprocharle: ¿Qué esperaba? ¿Qué otra cosa podía pasar si ella descubrió mi infidelidad? Soy un estúpido. Un idiota.Se decía una y otra vez.Con el alma hecha pedazos, abrió una botella de whisky y dejó que el ardor del alcohol quemara su garganta. Cada trago era un recordatorio de su fracaso, de las malas decisiones que lo habían llevado a perder a la mujer que amaba. Mandó a buscarla, contrató a personas para rastrear cualquier señal, pero los resultados siempre eran los mismos: nada. Sin embargo, Alexander no se resignaba. A pesar de sus errores, oraba al cielo para que Sandra estuviera a salvo, junto con su hijo. Tenía miedo, un miedo profundo que lo asfixiaba, pero estaba decidido a remediar su error. No iba a perderlos
Sandra caminaba con tristeza hacia el edificio donde se realizaban los trámites para registrar a los recién nacidos. Llevaba días retrasando esta gestión debido a los conflictos con su esposo, pero ya no podía posponerlo más. Había tomado una decisión difícil y desgarradora: cambiar el nombre de su bebé y dejar un poder legal que asegurara su bienestar en caso de que algo le ocurriera. Quería que el pequeño creciera en un entorno seguro, lejos del hombre que alguna vez amó y de su amante, cuya presencia solo traía caos y peligro. Su hijo ahora se llamaría Emanuel, un nombre que para ella simbolizaba esperanza y un nuevo comienzo.Con el corazón cargado, Sandra se dirigió a la notaría. Allí, firmó los documentos que le otorgaban a Maritza, su confidente, la responsabilidad de proteger al pequeño Emanuel. También dejó establecido que, si algo le sucediera, una pareja de confianza, cuyo nombre completo figuraba en los documentos, se encargaría de criarlo. Con cada firma, Sandra sentía có
Samuel trabajaba contra reloj, organizando los últimos detalles de las canastas básicas que serían entregadas a los trabajadores de la empresa. Faltaban pocas horas para que llegara la noche, y el peso de las responsabilidades recaía completamente sobre sus hombros. Mientras revisaba listas y confirmaba entregas, su teléfono vibraba con insistencia. Había recibido varias llamadas de su esposa Clarisa, de sus padres e incluso de su suegra, pero el trabajo no le daba tregua. Intentó tranquilizar a Clarisa con un mensaje breve, pero sabía que su esposa prefería escuchar su voz. Ella nunca respondía los mensajes; siempre esperaba una llamada.Cuando finalmente concluyó su tarea, Samuel informó a su jefe, el señor Mario, que todo estaba listo.—Don Mario, ya terminamos. Si me permite, me retiro. Mi esposa me está esperando.El jefe, un hombre robusto de carácter impositivo, lo observó con una ceja arqueada.—¿No te vas a quedar para la cena de despedida?—Lo siento, pero no puedo quedarme.
Maritza no podía contener el llanto mientras caminaba por las calles desiertas. No habia nadie, algunas casas se escuchaba una musicas navideñas de alegría y otras nostálgico. El frío de la noche se hacía más intenso, y con cada paso sentía que su corazón se rompía un poco más. En sus brazos llevaba al pequeño Emmanuel, envuelto en una manta que apenas lograba mantenerlo caliente. El bebé, con tan solo veinte días de nacido, balbuceaba débilmente, ajeno al dolor y la desesperación que inundaban a Maritza.Había pasado horas buscando la casa donde él pequeño estaria seguro, la señora Sandra aseguraba de que él recibiría el amor y la protección que necesitaba. Finalmente, encontró una pequeña tienda que vendía Moisés decorados con cintas navideñas. Aunque no tenía mucho dinero, no podía dejar al niño en el suelo; cuando lo llevara a dejar, necesitaba algo digno para él. Compró el más simple que pudo permitirse y, con manos temblorosas, acomodó al bebé en su interior.Mientras caminaba h
Alexander deambulaba como un león enjaulado por su mansión, el eco de sus pasos resonando con furia y desesperación. Llevaba días tratando de localizar a su esposa y a su hijo, quienes habían desaparecido sin dejar rastro. Su teléfono sonaba constantemente, pero ignoraba todas las llamadas, incluidas las de Lorena, su amante, cuyo rostro ya no podía mirar sin sentir un profundo desprecio. Nada importaba más que encontrar a su familia, aunque el remordimiento lo devoraba por dentro. Sabía que sus propios errores lo habían llevado a esta pesadilla, y ahora estaba pagando el precio más alto.El sonido del teléfono lo sacó de sus pensamientos. Contestó de inmediato, con la esperanza de que fuera alguna pista. —¿Quién habla? —preguntó con voz tensa. —Soy Maritza, señor Alexander —respondió la voz al otro lado de la línea. Alexander se congeló. Maritza había sido una empleada cercana a su esposa. —¿Maritza? ¿Dónde están mi esposa y mi hijo? ¿Sabes algo de ellos? Un largo silencio
La llegada de Emmanuel marcó un antes y un después en la vida de Clarisa y Samuel. Aunque el pequeño no era su hijo biológico, el amor que sentían por él era tan profundo como si lo fuera. Aquella fría mañana de enero, mientras la nieve cubría las montañas y los días de diciembre quedaban atrás, Clarisa se encontró mirando al bebé con una mezcla de alegría y melancolía. La memoria de Sandra, seguía viva en su corazón, y el pequeño Emmanuel era su legado más preciado.Clarisa recordó los últimos esos dias en que conocio Sandra. La recordaba con tristeza. Aquella enfermedad que se la llevó tan rápido había dejado una herida profunda en su alma. Sin embargo, la carta que Sandra le había dejado le daba fuerzas para seguir adelante. En ella, Sandra le había confiado la custodia de su hijo, rogándole que no permitiera que el niño cayera en manos de su padre. Clarisa y Samuel lo prometieron. Harían todo lo necesario para proteger a Emmanuel y asegurarse de que tuviera una vida llena de amor