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2. ¿Puedes curar el corazón de mi mami?

Después de aquella tarde, Amelia no volvió a intentar localizar a Cristóbal. Borró su número y se olvidó de su dirección. Dedicada enteramente a su hijo, pausó la universidad y trabajó arduamente para que nada les faltara, pues sabía que solo se tendrían el uno al otro.

El día que entró en labor de parto, la tomó por sorpresa. Seguía trabajando a pesar de las indicaciones médicas y los consejos de compañeros de trabajo, pero, para Amelia, sola y sin apoyo económico de nadie, dejar de trabajar no era una opción.

Después del nacimiento, los primeros meses fueron los más duros, y es que entre las exhaustivas jornadas laborales de quince horas y la maternidad, Amelia a veces creía que no iba a poder más. Incluso lloraba al final de la noche cuando se daba cuenta de que no tenía ni siquiera una vida.

Después del primero y segundo año de su hijo, Amelia parecía estar acostumbrándose al ritmo rápido y agitado de su vida. No fue hasta después de sus tres años cuando Amelia se enteró de que tenía una afección cardiaca luego de haber sufrido un infarto que le marcó la vida.

— ¡Mamá, mira, es papá! —  el pequeño y muy inteligente para su corta edad, Cristóbal Santos, hijo de Amelia y Cristóbal Cienfuegos, señaló la pantalla del televisor con entusiasmo.

El pequeño Cristóbal tenía muy claro quién era su padre. Hace dos años, cuando descubrió una fotografía antigua de su madre y ese… hombre, algo dentro de él lo supo enseguida, y Amelia no tuvo corazón para negárselo.

Por supuesto, las interrogantes por parte del niño no faltaron. ¿Por qué papá no estaba con ellos? ¿Es que no los quería? ¿Al menos sabía que existía?

Amelia le explicó pacientemente los motivos por los que su papá no estaba con ellos, y aunque omitió cosas que un niño de su edad no debería saber, jamás le habló mal de él, así que a la distancia y a través de las pantallas, el pequeño Cristóbal sabía que su papá era alguien importante, y que algún día si estarían juntos… los tres.

Amelia alzó el rostro con demasiado esfuerzo, y sonrió de medio lado.

— Sí, cariño, es… papá —  logró decir con voz pausada, al tiempo que la puerta de la habitación se abría y revelaba a su doctor de confianza.

— ¡Hola, Doc! — saludó el pequeño, chocando puños con el hombre de barba que siempre sacudía su cabeza y le regalaba caramelos.

— ¿Cómo estás, amiguito? ¿Quieres una paleta?

— ¡Siii!

— Muy bien, entonces sabes a donde ir por ella.

El pequeño Cristóbal asintió, y miró a su madre esperando un asentimiento de aprobación antes de ir en busca de esa paleta que tanto se le antojaba.

Cuando volvió, la puerta estaba entreabierta, y no pudo evitar escuchar lo que allí dentro hablaban.

— No te queda tiempo, Amelia. O conseguimos un corazón o… morirás — cuando el hombre de barba dijo aquello, los ojos del pequeño Cristóbal se llenaron de lágrimas.

“O conseguimos un corazón, o… morirás”

Las palabras se repitieron una y otra vez en la mente del pequeño. Su mamá no podía morir. Su mamá no lo podía dejar. Debía conseguir un corazón para ella. Debía… encontrar ayuda en alguien mayor, pues él con apenas seis años no podía hacer mucho.

Pensó y pensó, mientras caminaba de un lado a otro derramando lágrimas.

— ¡Papá! ¡Sí! ¡Papá es alguien importante! ¡Él puede ayudar a mamá a conseguir un corazón! — acertó de pronto, entonces se puso en marcha.

El pequeño Cristóbal era un niño muy querido en el hospital, y con su encanto se las ingeniaba para conseguir muchos favores, así que, con afán, buscó a una enfermera que siempre le contaba cuentos cuando su madre tenía que pasar largas horas en aquella habitación.

— ¿Qué te trae por aquí, pequeño? ¿Quieres que te lea un cuento?

Cristóbal negó, y rápido hizo su petición. Tanto fue su poder de convencimiento que la enfermera logró encontrar, a través de las redes, que Cristóbal Cienfuegos, el hombre que decía aquel niño que era su padre… se estaba casando en ese preciso instante.

Llevar a la iglesia les tomó alrededor de media hora. El tiempo exacto en el que el padre preguntó si había alguien que se oponía a aquella ceremonia.

Entonces las puertas se abrieron, y el niño exclamó con la respiración agitada y los ojos llorosos:

— ¡Papá, por favor, salva el corazón de mi madre!

Todos los presentes giraron la cabeza, incluyendo a Cristóbal Cienfuegos, quien en seguida sintió un extraño aguijonazo en el centro de su pecho al descubrir a aquel niño allí.

— ¡Guardias, saquen a ese mocoso de aquí! — Ordenó una mujer, incorporándose. Se trataba de la madre del novio. Caterina Alves — ¡Vamos! ¿Qué esperan?

Cuando Cristóbal Cienfuegos vio como aquellos guardias tomaban al niño cada uno por un brazo, algo superior a él abandonó el altar y ordenó con voz estricta que se detuvieran.

— ¡Déjenlo!

— ¡Pero señor…!

— ¡Es una orden! — aseveró con fuerza, notando el miedo en los ojos de aquel inocente pequeño.

Cuando los guardias obedecieron y se apartaron, Cristóbal se acuclilló frente al pequeño con una sonrisa, mostrándole confianza.

— ¿Estás bien? ¿Te lastimaron?

El pequeño negó, aunque notoriamente estaba asustado.

— ¿Dónde están tus padres? — le preguntó, buscando algún indicio de que no hubiese llegado solo. El niño no respondió. Todavía seguía impresionado por el fuerte agarre de aquellas manos. Cristóbal suspiró, y continuó preguntando — ¿Cómo te llamas, Campeón?

— Cristóbal — respondió con voz infantil, mientras se secaba las lágrimas con el dorso de la mano.

— Cristóbal, ¿eh? ¿Sabías que yo también me llamo así?

— Mjum.

Cristóbal Cienfuegos rio.

— Ah, ¿sí? ¿Y cómo es que lo sabes?

— Porque tú eres mi papá.

Cristóbal se quedó en silencio por un breve segundo, pero no prestó mayor atención a aquella revelación porque definitivamente se trataba de una equivocación.

— Yo no soy tu papá, pequeño Cristóbal, pero puedo ayudarte a encontrarlo, ¿Qué dices?

— Si eres mi papá. Mi mamá dice que tenemos la misma marca de nacimiento, mira — y se alzó la manga de la camisa.

Los ojos de Cristóbal se abrieron. Aquella marca de nacimiento se había heredado por generaciones en cada uno de los hombres de su familia.

Contrariado, pasó un trago, y no dudó en preguntar:

— ¿Quién es tu madre? ¿Cómo se llama?

— Amelia. Amelia Santos — respondió el pequeño con inteligencia y orgullo.

En ese momento, Cristóbal experimento un horrible escalofrío.

Ese nombre no lo había escuchado en años, salvo en su propia cabeza.

— ¿Amelia… es tu madre? — preguntó, ya sin aire.

— Cristóbal, ¿Qué ocurre? Todos están esperándonos… — la novia se acercó, susurrando discretamente, pero Cristóbal parecía no estar del todo escuchando.

— ¿Dónde está Amelia? ¿Está aquí? ¡Por supuesto que tiene que estar aquí! — dijo con cierto desprecio y resentimiento.

— Está en el hospital.

— ¿En el hospital?

— Sí. Su corazoncito ya no funciona.

— No comprendo, campeón. ¿Quieres explicarme?

— El corazoncito de mi mami está enfermo, y el doctor dijo que si no tiene uno nuevo… morirá. No quiero que mi mami muera. No quiero quedarme solito. ¿Puedes curar su corazoncito, por favor, papá Cristóbal? ¿Puedes curar el corazón de mi mami?

Cristóbal se incorporó con los ojos abiertos y se mesó el cabello. ¿Qué carajos? ¿Papá? ¡No! ¡Aquello no era más que… otra farsa de esa cínica! Dios, ¿Qué carajos pretendía? ¡Lo averiguaría en ese instante! ¡No podía cruzar los límites de aquella forma y pensar que no recibiría un castigo!

— ¿Por qué no me llevas con tu… madre, eh, pequeño?

El audaz y pequeño Cristóbal asintió, emocionado. ¡Sí, su mami iba a curarse! ¡Papá Cristóbal iba a curarla!

— ¿Cristóbal…? — llamó Renata, exigiendo que le explicara qué estaba ocurriendo allí, pero Cristóbal no era la clase de hombres que daba demasiadas explicaciones, y solo dijo:

— Tengo que irme.

— ¿Qué? ¿De qué estás hablando? ¿Cómo que… irte? ¿A dónde? ¡No puedes hacerme esto!

— Lo siento — dijo como conclusión, entonces tomó la mano del pequeño y abandonó la iglesia con destino al hospital, pero no para salvar el corazón de Amelia, sino para gritarle todo lo que no pudo en su momento.

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