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6. Jamás voy a perdonarte este secreto

Dos horas después, el chofer llevaba a Amelia y al pequeño Cristóbal a casa. El niño había agotado tanto sus energías que durante el camino se quedó profundo sobre el regazo de su madre.

Tan pronto el auto se detuvo a los pies de aquel viejo edificio en un barrio en el que Cristóbal Cienfuegos no encajaría jamás, Amelia se dispuso a bajarse, pero Cristóbal fue más rápido que ella y le quitó al niño de los brazos.

— ¿Qué haces? — le preguntó ella.

— Lo llevaré hasta su habitación.

— Siempre he podido hacerme cargo, no tienes que…

Pero Cristóbal la dejó con la palabra en la boca y entró al edificio con aquel pequeño que, para el muy poco tiempo que habían compartido, se había ganado por completo su corazón.

Al llegar al diminuto apartamento, Amelia le indicó cuál era la habitación de su hijo.

Cristóbal se mostró gratamente sorprendido por la decoración, pues se trataba de algunos afiches de su jugador de futbol favorito pegados a la pared y un cojín en forma de pelota, además de otros detalles que no pudo pasar desapercibido.

Sonrió orgulloso para sí mismo.

Cada vez más tenía la certeza de que aquel pequeño era su hijo, y aunque pudo comprobarlo a ciencia en el email que le llegó en ese instante con los resultados de laboratorio, Cristóbal sabía que no los necesitaba.

Amelia también recibió el mismo correo.

— Han enviado los resultados de la prueba de paternidad — musitó bajo el marco de la puerta, prendada a las atenciones que estaba teniendo Cristóbal con su hijo al quitarle los zapatos y meterlo bajo las sábanas.

— Lo sé — respondió él sin mirarla.

— ¿Y no los abrirás?

Pero Cristóbal guardó silencio y le pasó por el lado, ignorándola. Amelia lo siguió hasta que llegaron a la pequeña sala, entonces lo confrontó.

— Querías una prueba de paternidad. ¿Por qué no la revisas y terminas de comprobar si Cristóbal es tu hijo o no?

Pero el CEO Cienfuegos otra vez evitó responder. Tomó el saco que había dejado sobre la paleta del sillón al entrar y caminó hasta la puerta.

— Cristóbal… — insistió Amelia, consiguiendo que el hombre se girara y la plantara frente al fin.

— No necesito ver esos resultados. Sé que Cristóbal es mi hijo — dijo en tono agrio, y a Amelia se le cortó el aliento por un segundo, incluso, sus ojos se iluminaron, pero aquella ilusión se apagó cuando Cristóbal continuó hablando — Y no es porque crea que no estuviste con otro hombre en aquella época, sino porque me he dado cuenta de las similitudes que hay entre Cristóbal y yo. Sé que él es mi hijo — aseveró, luego echó un vistazo rápido al reloj en su muñeca —. Me tengo que ir. Vendré mañana a la misma hora.

— ¿A qué? — preguntó Amelia, siguiéndolo hasta la puerta.

Cristóbal, otra vez, se giró, y esta vez, la atravesó con una mirada cruda.

— Cuando te dije que si comprobaba que Cristóbal era mi hijo te lo iba a quitar, hablaba en serio. Tengo un hijo y me he perdido de los mejores años de su vida. No sé qué intenciones tenías al ocultarme un secreto así de grande, pero jamás voy a perdonártelo. ¿Me entendiste? ¡Jamás!

Amelia negó, ya no podía estar más decepcionada del recuerdo que tenía de Cristóbal. Se había convertido en un completo tirano. Entonces alzó el mentón y le dijo.

— Yo tampoco te perdono lo que me hiciste.

Cristóbal sonrió con amargura.

— Por favor, Amelia. Tú no tienes absolutamente nada que perdonarme a mí. ¿O es que quieres que te recuerde quién de los dos falló?

— ¿Cómo te atreves a…?

— ¡No! ¿Cómo te atreves tú? — acortó la distancia que los separaba buscando intimidarla, pero con eso solo consiguió que el aliento de la joven madre de su hijo le atravesara los poros, sintiéndose completamente turbado, poseído… atraído como no pensó fuese posible.

La soltó de forma tosca, pues teniéndola así de cerca, sabía que podía ser capaz de cualquier cosa. Carajo. ¿Qué le pasaba? No podía guardar ninguna clase de sentimientos por la mujer que lo traicionó y abandonó en el pasado. Debía odiarla. Odiarla profundamente.

Sin decir una sola palabra, abandonó aquel edificio y subió al auto con gesto rabioso. Rabioso consigo mismo.

Durante todo el camino de regreso, no dejó de pensarla. Si bien estaba ojerosa y baja de peso, además de lo débil que lucía en su estado de enfermedad, Cristóbal descubrió a regañadientes que todavía deseaba a Amelia, la deseaba enloquecedora y por eso la trataba de esa forma hiriente, porque era la única barrera a la que tenía acceso para poner entre ellos.

— Esta vez no caeré — se dijo a sí mismo, con la mirada y los pensamientos perdidos.

— ¿Señor? — llamó su chofer, sacándolo de sus cavilaciones.

Cristóbal alzó el rostro.

— ¿Sí?

— Hemos llegado.

Sin darse cuenta, llevaba varios largos minutos allí. Agradeció con un leve asentimiento de cabeza al hombre y bajó.

Su madre, Caterina Alves de Cienfuegos, lo interceptó apenas cruzó la puerta de la mansión.

— Cariño, tenemos que hablar. No sé dónde te has estado metiendo, ni porque de todas las veces que he llamado a la oficina tu asistente me dijo que no estabas.

— Es que no he estado, madre — le dijo sin detenerse, y entró al despacho.

La mujer, acicalada y respingada, lo siguió.

— ¿Qué es lo que está pasando? Ni siquiera he podido darle una respuesta a Renata sobre la repentina cancelación de la boda. Se ha ocultado en su apartamento para evitar las preguntas de la prensa.

— Lo hace porque quiere, con ignorarlos y no responder es más que suficiente — argumentó al tiempo que se sentaba en su silla ejecutiva y alzaba la pantalla de la laptop.

Caterina se la cerró, obligándolo a darle su atención.

— ¿Me dirás que es lo que está pasando? ¿Qué fue lo que pasó para que cambiaras así de opinión de un momento a otro? Y no me digas que…

— Pasa que me acabo de enterar de que tengo un hijo de casi seis años, madre — confesó sin más, paralizando a la mujer que, en secreto, lo sabía.

— ¿Qué?

— Lo que acabas de escuchar. Tengo un hijo que lleva mi nombre. Un hijo con… Amelia Santos.

Caterina Alves pasó un trago y apretó los puños discretamente bajo el escritorio.

No. Esa gata no podía aparecer en sus vidas nuevamente.

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