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3. Capítulo: "El Encuentro"

Asintió nada más, luego tecleó en la Mac y pisó un botón a su alcance, era el interfono.

—Espere, es que la secretaria todavía no llega, pero le avisaré a su asistente.

—Sí, no te preocupes. —me encogí de hombros.

Ella continuó en lo suyo, no tardó en hablar con otra persona a través del aparato.

—¿Ha llegado la periodista?

—Así es, Danna, necesito que le avises al señor Al-Murabarak.

—Entendido, acaba de meterse a su oficina, ¿algo más?

La recepcionista me miró y negué con la cabeza.

—Es todo, gracias —después de colgar, se dirigió a mí —. La oficina del jefe se encuentra en el penúltimo piso, es el ochenta y nueve, ¿necesita que la dirija?

Tragué grueso, la aversión por las alturas no dejaba de parecerme un escenario asfixiante.

¡¿Ochenta y nueve?!

—No, creo que puedo sola, gracias.

—De acuerdo, feliz día.

—Igual para ti. —correspondí girando sobre mi eje.

»Allá vamos, Mariané«.

Dentro de la caja metálica, inhalé y exhalé hasta calmarme. Solo sería un minuto cuando mucho. Ya arriba olvidaría la exorbitante altura. Alguien más entró, era una mujer. La estudié sin poder evitarlo: pelo negro, ojos grises con un delineado perfecto y vestía un traje peculiar.

—¿Eres Mariané? —inquirió mirándome con sorpresa.

No la había visto en mi vida, por lo que me asusté de que la fémina supiera mi nombre. Me di una cachetada mental al recordar que llevaba la inscripción con mis datos, pero ella en ningún momento clavó la mirada en la identificación.

—¿Cómo sabes mi nombre?

—Bueno, lo dice ahí —señaló mi pecho.

—Sí, pero, ¿por qué lo has preguntado, entonces?

—Olvídalo…

—No, ¿quién eres? —insistí.

Empezábamos a ascender.

—Darrelle Al-Murabarak —soltó sin mirarme.

Sentí como daba un vuelco mi corazón. Hubiera preferido no preguntar, ella era de quién me habló Ismaíl una vez, distinta a él, desunidos, o al menos era inexistente una relación estrecha entre ellos.

—Yo…

—No tienes que decirme nada —se apresuró a decir, llevándose una mano a la frente —. Estoy al tanto de la situación, pero no creí encontrarte así, no imaginé conocerte en un ascensor de casualidad. Ismaíl nunca te presentó a papá y a mí. ¿Qué haces aquí?

Callé unos segundos, mientras procesaba la información; hilar una respuesta se volvió difícil. 

—Trabajo en Magnani, he venido a entrevistar a tu hermano. —expliqué con una abrasión en la voz.

—Siento tanto lo que te pasó, no debió de ser fácil…

—He aprendido a vivir con ello, no te preocupes. —interrumpí incómoda.

No quería su lástima, su pesar, que continuara parloteando de una aprehensión que no conocía como yo. Ella no comprendía lo que fue caminar sobre minas, arder con cada paso que di. No podía sentir la explosión que me dejó en ruinas, de la que aún quedaban quemaduras infernales; así que no tenía que fingir ponerse en mi lugar.

—Me enfadé con Ismaíl. Él, no debió enredarse contigo a sabiendas que dañaría tu vida, que era un pecado imperdonable.

—No sé por qué lo sientes, ni siquiera estuviste allí para presenciarlo. Por favor, ya deja de hablar de un asunto que no te concierne. —escupí baleada por los recuerdos.

—Tienes razón, ha sido algo imprudente de mi parte —reconoció avergonzada —. No empezamos con buen pie, ¿te parece si volvemos al principio?

Arrugué el ceño, esperaba un contraataque, tal vez que me ignorara después de encararla, sucedía todo lo contrario, Darelle insistía con ser amigable.

No tuve escapatoria.

—Mariané Lombardi, periodista de Magnani. —me presenté expirando.

—Darelle Al-Murabarak, es un placer conocerte, Mariané. Y me quedo aquí. —añadió cuando llegamos al piso setenta —. Ojalá nos veamos de nuevo, así que hasta luego.

—Hasta pronto.

Salió en cuanto las puertas se abrieron.

El día no dejaba de ser raro.

Al llegar al piso indicado me topé con más suntuosidad revoloteando en el lugar, cada centímetro gritaba pulcritud y un afán, casi enfermizo, asiduo a la perfección.

Era ahora o nunca.

Supuse que la muchacha de gafas con monturas blancas, viniendo hacia mí con una tablet en su mano, era la asistente. Se presentó como tal, hice lo mismo por cuarta vez en menos de treinta minutos.

—Puede pasar, señorita Leombardi.

—gracias.

Los pasos que di, en cuanto pisé el interior de su oficina, pareció un salto mortífero. El oxígeno se disipó, a duras penas respiraba artificialmente, cada calada quemaba.

Mi pulso latía descarrilado.

Él, después de haber estado a kilómetros de mí, ahora lo tenía a pocos metros. Mi corazón se llenó de un dolor volcado por el pasado. Palpitaba imperioso; mis piernas flaqueaban atrofiando el avance.

El hombre al que amé se encontraba de espaldas, frente a las cristaleras del techo al suelo, sumido en una conversación telefónica.

—Estaré bien, en cualquier momento el dolor de cabeza desaparecerá.

Pero comprendí que seguía amándolo al experimentar que el piso bajo mis pies se movía, al ser acariciada por las alas de mariposas aleteando en mi interior; cuando se alzaba la marea de emociones dispersas, al palpar un vórtice, esas turbulencias en forma de espiral a través de mi fisonomía, pero con la trayectoria que apuntaba hacia él; entonces comprendí que había regresado a mi lugar.

Eché de menos el perfume Armani saturando el espacio, la gravedad de su voz…

Ismaíl se volvió, quedándose congelado al verme ahí de frente.

Nos miramos absorbiendo una pausa, un silencio oscuro y de agonía. Los años habían pasado sentándole de maravilla, sacando cuentas, deduje  su edad. El hombre trajeado frente a mí, casi rozaba los cuarenta, aunque todavía faltaba para ello. Pero a diferencia de lo que creí, no había un decrépito viejo, ni canas notorias sobre su abundante cabello negro.

Se veía tan guapo y arrebatador que reprimí un suspiro, se me secó la boca por ese sujeto que continuaba robándome el aliento, la cordura y el raciocinio. Ninguno se atrevía a cortar el contacto visual, a soltarnos la mirada, como si una guerra ocurría en la perpetua conexión de sus ojos y los míos, retorciéndose con un énfasis superior.

No nos habíamos dicho una sola palabra, pero un libro se abrió en el encuentro, lloviendo una cascada de recuerdos que nos ahogaron. Estábamos en la página en la que todo se terminó, extraviados entre la líneas de un diálogo mudo.

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