1. Capítulo: "La Asignación"

El viento soplaba fuerte e implacable y ese constante golpeteo sobre el cristal, me despertó. La voracidad contenida en los giros feroces azotando la ventana de mi habitación, no me permitía dormir bien; cansada de dar vueltas en la cama, de hacerme ovillo sobre la colcha sin conciliar el sueño, me levanté. Tuve que frotarme los ojos y alumbrar con el flash de mi teléfono para orientarme un poco.

La tormenta hacía de las suyas en el exterior. Me abracé, envolviendo los brazos a mi alrededor. Lo más probable es que la luz retornara hasta que hubiera amainado la tempestad. Salí dando trompicones, todavía adormilada. Me dirigí a la habitación de Isaac, ahí lo encontré sucumbido al descanso. Desde el marco de su dormitorio, lo observé con una media sonrisa. Era un niño increíble, no se inmutaba ante los estruendos de un relámpago, o de los truenos. Sin embargo el pequeño valiente que dormía plácido, era también delicado y susceptible a las alergias por gatos y perros. Además de temerle a la oscuridad, pero al dormir profundo, no le aterraba que todo estuviera sombrío a su alrededor. Entre valentía y miedos, como todo ser humano, detrás había un niño maravilloso e inteligente.

Avancé sigilosa, no quería despertarlo, se ponía gruñón cada que interrumpía sus dulces sueños. Me las arreglé para meterme en la cama con él y lo abracé. Apenas balbuceó dormido, y continuó dormitando. Dejé el teléfono en la mesilla e intenté dormir, ignorando que allá afuera todo se estremecía.

A la mañana fui víctima de un jovencito desperdigando besos por todo mi rostro. Así eran mis despertares; le devolví el gesto haciéndole cosquillas. Se retorció bajo mi cuerpo como una lombriz, cuando me cansé, recibí su venganza. Al final lo acurruqué adrede, se ponía de mal genio cuando le decía que seguía siendo mi bebé, no importa si ya tenía siete años.

—¡Mamá! —gruñó y sus espesas cejas bajas, con enojo.

—Podrás enfadarte si quieres, pero eres el chiquito de mami. —aseguré solo por ver como se molestaba.

Puso los ojos estrechos, pareciéndose mucho a Ismaíl.

—No puedo ser un bebé, recuerda que soy el más listo de mi clase. —declaró con el mentón en alto.

La escena mañanera más graciosa.

—Por supuesto, no se me puede olvidar que tengo el hijo más inteligente de este planeta. Respecto a eso, anda a prepararte, o se nos hará tarde para la escuela y un niño sabelotodo como tú, evita los retrasos.  —señalé con dulzura.

Abrió los ojos con horror. Así es, Isaac Lombardi, odiaba la impuntualidad. Por eso tenía en su habitación un enorme reloj en la pared, otro en la mesilla y solo para cerciorarse de que ambos daban buena la hora, uno en su muñeca izquierda.

Negué divertida y salí con dirección a mi habitación, debía comenzar a arreglarme. Como todos los lunes, mi turno empezaba a las nueve en punto. Lo que significaba que tenía los minutos contados, lo bueno es que hace meses atrás me animó Kelly a conducir, aprendí rápido y obtuve mi licencia, ahora no tomaba el bus, ni me ponía histérica solo porque todos los taxis ya estaban ocupados.

—¡A desayunar! —avisé terminando de hacer los huevos revueltos.

Mi hijo apareció arregladito, con el pelo prolijo, el uniforme bien puesto. Desde mi lugar pude oler su delicioso perfume. Como todo un hombrecito, se sentó en el taburete y cruzó las manos sobre el mesón. Al igual que su padre, su mayor defecto era ser impaciente, eso se le salía hasta por los poros.

—Aquí tienes, tostadas y huevos revueltos, cariñito. —le dejé el plato enfrente, y antes de volverme por mi plato, me incliné dejando un beso en su mejilla —. Pero que bien hueles, hijo.

—Por favor, ¿me pasas la mantequilla de maní? —inquirió con voz agria.

Rodé los ojos, y le pasé el frasco de mantequilla. Pero le di una mirada de advertencia porque no me había gustado ese tono de voz.

—Creo que hoy podemos hacer algo, quizá dar un paseo. ¿Qué dices? —propuse dándole un mordisco a la tostada que unté de mermelada roja.

Me miró sobre las pestañas y volvió a lo suyo, casi me había ignorado. Esperen, eso acababa de hacer. Aclaré mi garganta para llamar su atención.

—Estoy hablando contigo, Isaac. —reprendí con la expresión seria.

—Lo sé, no quiero salir a pasear.

Ni siquiera hizo contacto conmigo.

—¿Por qué?

—Es raro, solo tú y yo. Mis compañeros salen con sus padres, pero yo solo contigo —soltó largando un bufido, luego me miró con ojitos de cachorrito —. ¿Cuándo podré conocer a papá? ¿por qué no tienes una foto suya, mamá? —inquirió en un tono bajo, pero que no dejaba de sonar exigente.

Sabía que insistiría con ese asunto. De nada había servido evadirlo por años. Hacer de cuentas que no existía, borrarlo de su vida, nada funcionó. Y lo temí desde que nació, tuve miedo de que llegara el día en que hiciera la misma pregunta.

Con un enorme nudo rodeando mi garganta, al punto que resultaba desgarrador, hice de lado el desayuno a medias.

—N-no es momento para hablar de ese tema. Así que termina de comer y no más preguntas, Isaac. —pude decir con la voz temblorosa.

Se me había quitado el apetito. De modo que me levanté y le expliqué que iría por las llaves del auto.

La verdad me dirigí al baño, una vez le puse seguro a la puerta, me miré en el espejo. Un dolorcito de estómago se paseaba alrededor, despertando remotos nervios, la ansiedad escondida bajo las capas de mi piel. Sentía las palmas húmedas y el corazón latiendo con frenesí, aturdiendo.

Cuando me recuperé, regresé a la cocina. Encontré a mi hijo de brazos cruzados, iba a replicar al respecto, pero en cuestión me interrumpió.

—Aaron nunca será mi padre —espetó renuente, después agregó con firmeza —. Y nunca lo querré, porque es tonto, estúpido…

—¡No más, es suficiente!

No sé llevaban bien. Desde que empecé a salir con Aaron, se había vuelto un niño dificilísimo. Sí, se oponía a nuestra relación, no había día en que no me lo dejara claro. Pero eso no le daba derecho de insultarlo, menos faltarle el respeto. Wahlberg y yo nos reencontramos un año atrás, en la fiesta que organizó Kelly por su compromiso con Sean; Aaron resultó ser el hermano de Carrie, la chica que estudió en Rosewood, pero con la que yo nunca crucé una sola palabra.

Kelly, platicó algunas veces con ella, ahora que se toparon en el trabajo, se volvieron apegadas.

Al principio su hermano y yo nos hicimos amigos, ya luego me pidió que fuera su novia y lo rechacé, una y otra vez. Creo que su persistencia, al final hizo que cediera. Decidí darle una oportunidad al amor, a él; un hombre sincero y atento. Pero Isaac seguía sin aceptarlo. Lo que me dolía un poco; él intentaba a toda costa ganárselo y hasta el momento nada surtía efecto.

—No puedo obligarte a quererlo, el amor se nace, no surge de la nada. Toma tu mochila y salgamos. —solté sin ganas de entrar en discusión.

Lo hizo a regañadientes, en todo el camino no borró la mala cara. Encendí la radio, como si nada. A pesar de todo, al llegar me dio un beso en la mejilla y se marchó no sin antes desearme un buen día. Hasta asegurarme que entraba al colegio, entonces pude acelerar el auto.

Me introduje al tedioso tráfico. Nada fuera de contexto; acostumbrada a esperar, empecé a tararear la canción que sonaba. Aún faltaba treinta minutos. Todo cesó, incluso el molesto ruido de los cláxones de un lado al otro, porque las palabras de Isaac se posaron en mi cabeza, carcomiendo.

Aaron nunca será mi padre…

Respiré profundo, apagando la radio. Golpeé con molestia el volante. Me ahogaba, no era fácil decirle la verdad, la que bruscamente me estaba arrancando el alma, y me lo merecía por mentirosa. No importaba si lo hice para evitar otro desastre, sin embargo no habría más que otra catástrofe en cuanto buscara a Ismaíl y le dijera de nuestro hijo en común.

Se lo estaba ocultando, tenía miedo de que una vez lo supiera, quisiera pelear por la custodia. Tenía poder, derechos que yo le arrebaté desde el momento en que no le hablé de mi embarazo.

Ni excusas, tampoco explicaciones absurdas serían válidas.

Tarde, se hizo tarde para nosotros, pero no quería decir que fuera lo mismo para padre e hijo. Cada uno tenía el derecho de compartir, conocerse y disfrutar de la vida juntos. Me frenaba también lo que se decía de él, estaba felizmente casado con la modelo rusa, y yo, bueno en una extraño noviazgo. Había tanto espacio entre Aaron y yo que no parecía su novia, ni él mi pareja. Apenas nos besábamos en los labios, y el siguiente paso se volvía lejano cada que yo evitaba darlo.

No estaba lista.

No lo estaría, hasta que los avances dejaran de ser solo una falsa fachada, con la que afirmaba haber dejado a orillas de un exánime olvido, la vida a su lado. A mis veinticinco años, continuaba trabada y varada en el sabor amargo de lo que era antaño, sin embargo se le parecía demasiado al abismo ardiendo, porque también me consumía, arrastrando consigo las cenizas de lo que quedó.

Y no podía mitigar el ardor que se esparcía en mi piel.

Batí la cabeza, dejando de vagar por horizontes distantes, direcciones apartadas  que distaba, aunque forzado, de un camino por el que ahora recorría.

Me hacía mal andar por senderos viejos; reparar en nuestra errónea historia despertaba pensamientos conflictivos dentro de mí, haciendo que me replanteara lo que fuera que tenía con Aaron.

La marcha se reanudó, para entonces, dejé de ahondar, a duras penas, en el pasado. Estacioné el Nissan, abajo, en el parking subterráneo del edificio donde laboraba. A menos de cinco minutos por empezar la jornada, ya había ocupado mi escritorio.

Valentina se me acercó elevando una ceja. Bonita rubia, intelecto envidiable, pero toda una metiche y chillona mujer. La carpeta amarilla que tenía en manos, la soltó sobre mi lugar de trabajo.

—Buen día, Mariané.

—Hola, Valentina, ¿por qué me das esto? —inquirí arrugando el ceño.

Apoyó los brazos en su estrecha cintura.

—Linda, es tu asignación. Sin querer me ha dado un poco de curiosidad y lo revisé. Creo que me hubiera gustado tener el placer de entrevistar a semejante espécimen de hombre —expresó mordiendo su labio, incluso gimiendo al decir las últimas palabras —. Pero ya sabes como es Anastasia, nuestra jefecita te tiene en alta estima, confía a ciegas en ti, ya me lo ha dejado claro. No es raro que te haya dado la oportunidad de hacerle la entrevista a un magnate como Al-Murabarak. ¡Dios! Hasta siento como se mojan mis bragas de solo imaginarlo.

Entre tanto parloteo, su nombre fue el cuchillo que me apuñaló. El aire abandonó mi sistema, con los pulmones atrofiados, tuve que abanicar mi rostro.

—Bien por ti, pero no te hagas ilusiones que tiene esposa. —agregó con diversión.

El peor chiste, si supiera lo que significaba encontrarme con Ismaíl Al-Murabarak, no estaría soltando tonterías.

—¿En serio?

—No es ninguna broma, pelirroja. —rodó los ojos.

Aún sin dar crédito, revisé el contenido de la carpeta, solo para comprobar que una mala jugada de la vida, volvía a ponerlo en mi presente. 

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