Mauricio llevó a Helena a una bodega de enseres y trastos de limpieza, a donde el ruido del evento llegaba como un eco lejano.
—Te he extrañado —dijo Mauricio cuando estuvo seguro de estar en el lugar al que había querido llevar a Helena—. Los últimos quince días han sido los más largos de mi vida.
Esa tarde Mauricio había regresado de un viaje de negocios por el Sudeste Asiático, en donde había cumplido algunos compromisos encargados por su hermano. Fue un viaje largo, de casi dos semanas.
—Sé lo que quieres y yo también te he extrañado, amor, ¿pero qué ocurriría si alguien nos viera?
Mauricio pareció no atender a las palabras de Helena y empezó a besar su cuello.
—Amor, es en serio, no. Hay mucha prensa y hasta youtubers. Seguro que alguno nos vio venir hasta acá.
—Pero mi vida, va a ser algo rápido, cosa de diez minutos y, ¿viste todos los pasillos por los que pasamos? Es imposible que lleguen hasta acá.
Helena no quería ser ruda con Mauricio, no cuando estaban a una hora de comprometerse, pero tampoco quería lo que él pretendía.
—No, amor. Solo espera un poco más, hasta que estemos en la habitación…
Mauricio parecía decidido a no detenerse y ya se había bajado la bragueta. Sus manos estaban bajo el vestido de Helena, casi agarradas a sus nalgas. Helena no sabía qué hacer, era verdad, no sentía deseos de estar con Mauricio, no desde que hubiera visto a León.
—Vamos, nena, no seas mala —dijo Mauricio al percatarse de que Helena había optado por no hacer nada.
—No es que no quiera, amor —dijo Helena para intentar calmar a su novio—, pero sabiendo que esos periodistas pueden estar aquí, quizá ya con una cámara infrarroja grabando, me cohibo, ¿entiendes?
Mauricio pareció entender y se contuvo. Helena lo oyó suspirar.
—Esto no es justo —dijo después de un momento y mientras Helena se arreglaba el vestido—. Cualquier otra pareja tiene sexo a escondidas, te apuesto que, sobre estas mesas, lo han hecho varios cientos. —Señaló hacia la utilería. Helena vio, entre las sombras, el mismo tipo de mesa que estaban puestas en el salón dorado y se preguntó si no estaría por comer sobre una superficie ya usada para ese propósito.
—Es el precio del poder, y de la riqueza —dijo Helena—. En mi caso, lo llevo sufriendo desde los trece años.
Los ojos de Mauricio brillaron en la oscuridad y sus labios se acercaron a los de Helena. Se besaron con pasión.
—Regresemos —dijo ella.
—No podemos entrar por el telón —dijo Mauricio—. Será muy obvio que estábamos haciendo lo que no hicimos.
Helena se asustó. No lo había considerado.
—¿Entonces?
—Tranquila. Hay una salida hacia un corredor de la cocina. Vamos por allá.
Helena siguió a Mauricio, que parecía haber sido el arquitecto del hotel porque conocía cada esquina por la que debían doblar. Como dijo, llegaron a un corredor iluminado por el que llegaba el aroma de la comida preparada.
—Tampoco podemos llegar juntos —dijo Mauricio mientras miraba en ambos sentidos del corredor—. Tú ve por la izquierda, derecho. Llegarás al lobby y verás la entrada del salón.
—¿Y si me encuentro con periodistas? ¿Qué voy a decir?
—Puedes inventar cualquier cosa, igual, no creo que ninguno quiera saber si vienes del baño o de la cocina.
Mauricio tenía razón. Estaba muy nerviosa y no estaba pensando con claridad.
—Yo iré por la derecha. Ese corredor sí tiene varias esquinas por las que hay que girar. Nos vemos en la mesa.
Mauricio volvió a besarla y se despidieron.
Helena empezó a caminar siguiendo el corredor de la izquierda. No había forma de que se perdiera y, pese a que vio algunas esquinas, siguió derecho, como le hubiera indicado Mauricio, pero después de caminar un rato se encontró con una pared. Mauricio debió haberse equivocado y la envió por el corredor que él debió tomar. Asustada, corrió de regreso al sitio en donde se había despedido de su novio, esperando que él también estuviera allí y tomaran la vía correcta, pero cuando creyó alcanzar el sitio, no estaba segura de que si fuera ese.
«Igual, desde aquí debería caminar derecho», pensó. «Pero si lo hago, me verán entrar con Mauricio y pensarán que hicimos lo que no hicimos». Esperó un minuto más, pero Mauricio no regresó. Miró su reloj y vio que el discurso de bienvenida debía estar por empezar. Fabricio iba a matarla si no estaba a su lado. Todos se preguntarían dónde estaría Helena y por qué no había estado en su silla. Lo mejor era seguir derecho, así tuviera que aparecer con Mauricio. Que pensaran lo que les diera la gana, porque lo cierto era que no había pasado nada.
Caminó a través del corredor y vio las entradas a la cocina. Estaba segura de que, si tomaba por cualquiera de ellas, podía preguntar a cualquiera de los meseros o cocineros dónde estaba el salón, pero seguro y más de uno le pediría un autógrafo o una selfie, como el camarero que le llevó una copa, cuando hablaba con Marcia. Siguió caminando y vio la puerta de salida, una ancha abertura doble con la palabra “EXIT” en su borde superior. Agarró las palancas y las jaló, pero la puerta no cedía, en ninguno de los dos sentidos. Ya podía ver la cara de su cuñado cuando los titulares de las redes sociales tuvieran su foto, dando el discurso inaugural del evento, con la silla de Helena vacía. Estaba aterrada y decidió regresar a la cocina. Les regalaría un afiche en cuerpo completo a los cocineros, si era lo que querían, con tal de que la llevaran a salvo al salón dorado.
Estaba por girar hacia una de las entradas de la cocina, cuando su rostro golpeó el pecho de un hombre.
—Perdón, no lo vi —dijo apenas distinguió la camisa y el saco de varón.
—Helena, qué sorpresa encontrarte aquí.
Reconoció la voz y le temblaron las piernas. Levantó la mirada y sus ojos se encontraron con los de León.
—Me imagino que vas al salón dorado, pero, ¿a través de la cocina?
—Ay, ¿esa es la cocina? No sabía —dijo Helena con una sonrisa—. Es que fui al baño y, ya ves, me perdí.
—¿Y buscabas el baño entre las bambalinas del salón, por detrás de la mesa principal? —preguntó León con una mueca pícara. Helena no fue capaz de mirarlo a los ojos. Sus miradas se habían encontrado cuando ella escapó del evento con Mauricio.
—Mira, no importa ahora. Solo necesito llegar al salón dorado. ¿Me puedes llevar?
León parecía no tener ningún afán y su cuerpo, casi tan ancho como el corredor, bloqueaba a Helena.
—Te preocupas demasiado por tu cuñado —dijo León, recostado contra la pared del corredor, sus brazos cruzados, la mirada en el rostro de Helena—. Te apuesto que, ahora mismo, estás angustiada porque no alcanzarás a llegar para cuando empiece, de manera oficial, el evento que, tú lo sabes, no es otra cosa que una fachada de lo que en verdad le interesa.
Helena no solo se sorprendió por las palabras de León, sino por su actitud, tan descarada.
—Y a ti qué te importa si estoy o no angustiada. Necesito llegar a ese evento, eso es todo. ¿Me puedes ayudar o tengo que pasar por encima tuyo?
León ajustó el marco de sus lentes y miró a Helena como si ella fuera una chica que había cometido una travesura y él estuviera por darle un consejo, en vez de reprenderla.
—Ven conmigo, Helena. Salgamos de este lugar, de esta hipocresía en la que se ha convertido tu vida.
—¿Qué…?
León sonrió y Helena sintió que su sonrisa era de quien está por confesarse, rendido ante la fuerza del destino.
—Acepté la invitación de la firma Missos, pese a la rivalidad que ha existido entre las familias y las dos compañías, porque sabía que estarías aquí y que esta noche vas a comprometerte.
—Pero, ¿cómo podías saberlo? Digo, ¿lo del compromiso? El rumor solo empezó a circular en las redes hace unos minutos y después de un comentario que yo hice.
—¿Has escuchado del espionaje corporativo? —preguntó León. Era una duda retórica— Bueno, existe y así supe que tu novio, durante su viaje al Sudeste Asiático, compró un anillo muy costoso, en una de las principales joyerías de Singapur. Luego me entero que, precisamente esta noche, tu cuñado te recoge en su limusina para asegurarse que estarás en el evento, uno que ha programado un jueves, y no un viernes, porque espera un repunte de sus acciones en la bolsa, que no abre los fines de semana. Sé que es muy hilado, pero en el mundo de los negocios, de los altos negocios, debes ser como un costurero que hila muy fino para unir retazos y conseguir la información que necesitas.
—Muy bien, señor hilandero, eso suena genial —Helena cruzó sus brazos y ahora era ella la que sonreía—, ¿pero qué tiene que ver todo eso conmigo? ¿Acaso estás pensando en hacer repuntar las acciones de tu empresa si logras seducirme?
El rostro de León estaba serio. Su actitud inicial se había esfumado y miraba a Helena como si ella hubiera adivinado sus intenciones.
—Quiero que vengas conmigo, Helena, pero no porque seas un trofeo o un objeto que pueda usar en mis maniobras empresariales, como sí lo hace tu cuñado, aprovechándose para ello de su hermano —León extendió su brazo y abrió la mano, ofreciéndosela a Helena—. Si decides seguirme, será porque estás convencida de que en realidad te amo.
A Helena le temblaban las piernas. Sabía que era verdad lo que había dicho León y, aunque estimaba a Mauricio, no lo amaba. Incluso, el aprecio que sentía por Fabricio se opacaba cuando consideraba la idea que solo la usaba por su belleza y popularidad. Si acaso ella fuera como Marcia, su esposa, ¿la estimaría igual?
—Sé también que quieres descansar de tu mundo, Helena. —Continuó León, su mano todavía extendida—. Ven conmigo. Actuemos como si esto fuese un secuestro y yo te ocultara para ese mundo del que anhelas huir.
Sí, León estaba en lo cierto. Helena quería huir de las fotografías, los autógrafos, las selfies, que su vida apareciera en las redes sociales y en vídeos de Youtube. Quería salir, ir a un centro comercial y comer un helado con tranquilidad.
—Vamos —dijo Helena al tomar la mano de León.
El Ferrari de León atravesó las calles de la ciudad con la velocidad de quien se siente no solo perseguido, sino por perder algo muy preciado en caso de ser alcanzado. Cuando la autopista se lo permitía, giraba la vista uno o dos segundos para admirar a Helena, sentada a su lado. Cuando se sentía observada por León, Helena sonreía y, al verlo a él también sonreírle, volvía a confiar en que lo que estaba haciendo era lo correcto, pero, a medida que se acercaban al aeropuerto, a donde sabía Helena que se estaban dirigiendo, volvía a sentir en el pecho la opresión y el vacío que le generaban el miedo. Estiró la mano y alcanzó su bolso. —Es mejor si no lo hicieras —dijo León cuando la vio abrir la cartera.—Necesito saber —contestó Helena sacando su celular. León no iba a actuar como un tirano a escasos minutos de conocer y convencer a Helena de irse con él. La vio revisando sus redes sociales. Ya retumbaban los trinos preguntándose dónde estaba Helena y hasta empezaba a circular un ví
El evento de celebración de los cuarenta años del conglomerado empresarial Missos fue calificado, en el más optimista y mejor de los adjetivos, como “lamentable”. Los peores diría que fue un desastre total, el comienzo del fin del liderazgo sin tachaduras del imperio de Fabricio Menón. Al terminar el evento, Fabricio convocó una reunión de urgencia para el día siguiente, al mediodía, en el edificio central de Missos, una torre empresarial de setenta pisos que señalaba el corazón de la ciudad.A las once y media de la mañana, en la sala de juntas, ya estaban sentados los representantes, presidentes, CEO´s y directores del conglomerado Missos, una especie de federación empresarial, bursátil y financiera que tenía como cabeza al hombre más rico y poderoso entre ellos: Fabricio Menón, que ocupaba la cabecera de la larga mesa de roble.—La situación es más grave de lo que parece —dijo Fabricio, dando comienzo, así, a la reunión—. Las acciones del grupo Missos cayeron más de diez puntos es
Casi una hora después de haber aterrizado, la camioneta ingresó por una portería de altos y gruesos muros blancos. Luego ascendió, a través de una carretera pavimentada, por una colina cubierta de un frondoso bosque tropical. Atravesó un amplio puente, bajo el que Helena pudo contemplar el paso de un río, no muy ancho, alimentado por una cascada a la que en ese momento surcaba un arcoiris. Sin importar hacia donde se dirigieran sus ojos, veía aves de diversos tamaños y colores, monos traviesos que saltaban entre las ramas, como si quisieran seguir el vehículo para espiar a sus ocupantes.—Es muy hermoso —dijo Helena sin dejar de mirar por la ventana—. Es como si esta colina no hubiera sido tocada por la mano del hombre, salvo para hacer esta carretera.—Y a
Caminaron por un conjunto de pasillos que a Helena le parecieron laberínticos y se detuvieron frente a otra puerta doble, similar a la del lector biométrico, solo que esta vez León presionó el botón de un comunicador. En una pequeña pantalla apareció el rostro de una mujer de unos treinta años, blanca, el rostro cubierto de pecas y cabello rojizo.—¿León? —preguntó la mujer— Creíamos que llegarías hasta mañana.—Bueno, cuñada, ya ves que me adelanté.Sonó la cerradura de la puerta y León la empujó, dejando pasar a Helena.—Es muy bella —dijo Helena. Tres lujosos Mercedes AMG aparcaron en la constructora Echandía Asociados, propiedad de Darío Echandía, el padrino de Helena, y los hombres que los conducían fueron recibidos por dos jóvenes secretarias que parecían competir por el cabello más rizado, el perfume más costoso y por la que llevase la falda más alta sin pasar por vulgar.—¿Cómo podemos colaborarles, caballeros? —preguntó la secretaria de cabello rubio cuando vio salir del ascensor a los tres empresarios.—Buscamos a Darío —contestó quien parecía guiar a sus otros dos compañeros, un hombre alto, de tez morena y cuerpo robusto—. Mi nombre es Diomedes Peña.—Lo lamento, señores, pero eUn viejo y sordomudo contador
Cuando León habló de ir al pueblo, Helena no se imaginó que se tratara de una pequeña ciudad tan opulenta. Al recorrer sus calles, se sintió inmersa en un barrio de Mónaco, con tiendas de moda de las mejores y más costosas marcas del mundo, lo mismo que joyerías, tiendas de calzado, perfumerías, restaurantes, bancos y hasta casinos, aparte de los edificios empresariales y las altas torres de reconocidos grupos financieros. —¿A esto te referías cuando hablaste de ir “el pueblo”? —preguntó mientras se acercaban al puerto, en donde predominaban los yates y otras embarcaciones de lujo. —Bueno, es que es una ciudad pequeña —contestó León—, por eso le decimos así, y como tampoco tiene un nombre oficial, solo le decimos “el pueblo”. Helena no terminaba de sorprenderse. Darío siguió a Diomedes, Mauricio y Diego, “el Oráculo”, a un bar que era reconocido por el hecho de que las camareras atendían vestidas solo con ropa interior. Se sentaron en una mesa VIP y pidieron una botella del mejor whiskey. La camarera que los atendió era una joven pelirroja cubierta de pecas en el rostro y por varias zonas de su cuerpo que, de haber estado vestida, no se habrían notado. —Te ves incómodo amigo —dijo Diomedes a Darío—, vamos, estás con nosotros, en confianza. —No es por lo que crees que estoy así —contestó Darío—, sino porque creo que ya había visto a la chica que nos atendió. Diomedes, Mauricio y el Oráculo intercambiaron una mirada. —¿Ah sí? ¿Cómo es eso? —preguntó Mauricio, divertido por lo que parecía, iba a ser una de las anécdotas dLa pelirroja
Las ostras con berenjena estaban deliciosas, pero la porción era demasiado pequeña para que Helena se diera por satisfecha, incluso después de haber comido los panecillos y el caldo.—No sabía que tuvieras cuatro hermanos —dijo Dafne—. Y dos de ellos son gemelos.—Sí. Mis hermanos varones son los gemelos, y las otras dos son mis hermanas, las dos mayores.—¿Son igual de hermosas que tú?—Lo son, sí —contestó Helena tras comerse el último bocado de berenjena—. Y las dos están casadas. La mayor con un ciclista profesional y la otra con un ingeniero químico.—Eres modesta, He