Tomada de la mano de Mauricio, Helena sonreía a las cámaras, pese a que empezaban a dolerle las mejillas. En verdad que se estaba cansando de esa vida. La conversación con Marcia, aunque corta, fue, como todas con ella, sustanciosa y le reveló lo que en verdad estaba considerando. Desde los trece años, cuando comenzó a tener el cuerpo de una mujer, se vio asediada no solo por pretendientes, algunos incluso adultos de treinta años o más, sino también por publicistas. De estos últimos, sus padres atendieron a sus llamados y, en menos de un mes, estaba en una agencia, tenía un representante y varias ofertas como estrella infantil de televisión. El día en que su padre, como su tutor legal, firmó el primer contrato, para Helena se acabó la privacidad y empezó a añorar lo que era, como Marcia dijo, salir a un centro comercial a comerse un helado sin que nadie girara para verla, pedirle un autógrafo o una selfie.
—Creo que es él —dijo Mauricio—. Vaya, pero si casi debe tener mi edad.
Helena miró hacia donde Mauricio tenía puestos sus ojos y lo que vio, entre la multitud, borró su sonrisa y la hizo estremecerse.
Era un hombre alto, destacaba por encima de los que lo rodeaban, que debía rozar la treintena, de cabello corto, castaño y brillante, algo ondulado, de anteojos de marco dorado, nariz afilada, prominente, sin ser grande, más bien recta, como la de un hombre decidido a tomar lo que quiere, en juego con su mentón cuadrado y unos labios que, aunque serios, provocaban ser besados. Caminaba seguido de las cámaras y las preguntas de los periodistas como si fueran parte de la decoración del salón, del todo indiferente, su atención y su mirada de ojos verdes fija, a la vez que con un atisbo de ensoñación que le confería un brillo único. Era el hombre más hermoso que Helena había visto en su vida. Sus miradas se encontraron cuando él estaba a cinco pasos de ella y, en ese instante, todo alrededor de Helena desapareció, incluso la mano de Mauricio. Sus labios se entreabrieron, sin saber qué decir porque lo que deseaba en ese momento era que él la mirase y que sus ojos nunca se desprendieran.
—Tú debes ser Helena —saludó el representante del grupo Troy. Helena no dijo nada, todavía estaba hechizada y su mano se levantó con voluntad propia—. Soy León, encantado. —Tomó su mano levantada y la llevó a sus labios. Cuando Helena sintió la humedad de su boca sobre su piel, se estremeció y debió esforzarse para no suspirar. Sentía que en cualquier momento empezaría a temblar.
De pronto, en el panorama de Helena reapareció Mauricio. Estaba saludando a León. Se veía tan empequeñecido que parecía un suricato inclinado ante el rey de la selva. León lo miraba como si fuera algo molesto que estaba estorbando su esplendor.
—Te veo adentro, Helena —dijo León antes de seguir su entrada y ella vio que la miraba con algo más poderoso que el deseo, más fuerte que la lujuria. La vio como si Helena fuese suya porque estaban predestinados a ser inseparables.
—Impresionante, ¿no les parece? —dijo Fabricio al acercarse a la pareja. Su potente voz y gruesa presencia sacudieron a Helena del encanto que había dejado en ella la voz de León—. Es uno de los nuevos CEO del grupo Troy.
—¿Por qué los has invitado, hermano? —preguntó Mauricio.
Helena conocía lo suficiente a su novio para saber que, cuando llamaba “hermano” a Fabricio, era porque estaba molesto.
—¿Y por qué no? —contestó Fabricio con una sonrisa que podía ser también una mueca de reproche— He invitado a este evento al noventa por ciento de todos los empresarios de este país con un patrimonio superior a los diez millones de dólares. El grupo Troy tiene varios miles y, ahí donde lo ves, ese muchachito. —Fabricio señaló a León—. Tiene el control de unos cuantos miles de esos, así que, en los negocios no puede existir odio…
—Solo dinero —dijo Helena, terminando la frase de su cuñado.
—¡Eso! —Celebró Fabricio— Solo dinero, hermanito y hoy, por esta puerta —Señaló la entrada del salón—. Ha entrado por montones.
Mauricio llevó de la mano a Helena, a su puesto en la mesa principal. A Helena le sorprendió ver que, según la disposición de las sillas, ella estaría entre Mauricio y Fabricio, a la izquierda de su cuñado, un puesto que, por lo general, debía ocupar su novio.
—Es tu puesto, Helena, no hay ningún error —dijo Fabricio al percatarse de la sorpresa de Helena. Se acercó para hablarle al oído—. Cuando llegue el momento del compromiso, quiero estar a tu lado.
«Porque una foto mía atrae mil visitas en los primeros cinco segundos», pensó Helena, pero guardó su pensamiento para ella y, como llevaba haciendo toda la noche, sonrió.
Mauricio retiró la silla para que Helena se pudiera sentar y cuando lo hizo, sus ojos buscaron a León. Lo encontró sentado en una mesa contigua, próxima a la principal, en donde también reconoció los rostros de varios multimillonarios y representantes de grandes empresas, entre ellos y a solo dos puestos de donde estaba sentado León, distinguió a Darío Echandía, su padrino. Sus miradas se encontraron y Darío se levantó para ir a saludar a su ahijada.
—Debes estar cansada de que digan lo hermosa que estás esta noche, así que yo te diré que estás horrorosa —dijo Darío cuando se acercó a Helena. Le dio un beso en la mejilla y, en vista de que Mauricio no estaba sentado en su puesto, Darío lo ocupó—. ¿Cómo estás, mi niña?
Helena adoraba a Darío. Aunque no era un empresario muy prominente y su fortuna era modesta en comparación a los grandes capitales que estaban sentados a su lado, Darío siempre ocupaba un puesto cercano y aventajado en el círculo íntimo de Fabricio porque no solo era un tipo encantador, sino de una astucia sin precedentes.
—Cansada de sonreír, tío —contestó Helena—. Las mejillas me están doliendo y creo que se me va a desencajar la mandíbula si sigo mostrando los dientes.
Darío rió.
—Por eso es que a mí me gusta más verte seria, incluso molesta —Darío tomó la mano de su ahijada—. Dime, ¿ya lo sabes?
—¿Lo del compromiso? —susurró Helena acercándose a su padrino.
—No. Eso ya hasta Elon Musk lo sabe; es de lo único que se habla en Twitter en este momento. Me refiero a ese muchacho —Darío señaló a León que, en ese momento, hablaba con otro empresario.
Helena sintió que el corazón le daba vueltas.
—No, ¿qué pasa con él?
—¡Ah, ya veo que no lo sabes! —sonrió Darío.
—¿Qué? —preguntó Helena, casi gritando.
—Bueno, te lo voy a decir. —Darío se acercó a Helena, como si estuviera por contarle un secreto terrible—. No le aceptes un solo trago a ese hombre, tampoco una invitación a bailar.
Helena palideció cuando miró a Darío. ¿Sería posible, pensó, que su astuto padrino supiera que León la estremecía? No podía ser.
—¿Por qué…? —preguntó nerviosa.
—Tú solo hazme caso, por esta noche. Luego hablamos y te explico.
—¡Darío! —saludó Fabricio, a espaldas de Helena, que casi brincó de la silla cuando oyó la potente voz de su cuñado— ¿Qué le estás susurrando a Helena? Viniendo de ti, no creo que sea nada bueno.
Darío se levantó con una sonrisa.
—¿Por qué lo dices, Fabricio? ¿No será, más bien, que estás celoso de que no sea a ti a quien esté susurrando?
Los dos hombres se saludaron y Helena los sacó de su radar para fijarse en León. ¿Qué había querido decirle su padrino? ¿Por qué la había advertido? Supuso que, con lo bien que debía conocerla, su padrino seguro se había percatado, en algún instante, de la manera en que los ojos de Helena la traicionaron y miró a León con deseo, justo en la noche en que estaba por comprometerse con Mauricio.
—¿Está todo bien, amor? —preguntó Mauricio, que acababa de recuperar su silla.
Helena asintió, sin prestarle atención a la pregunta.
—En unos diez minutos mi hermano dará la bienvenida —Mauricio miró su reloj, un rolex de colección—. Luego harán algunos brindis y cenaremos, entonces habrá un momento para el baile y después vendrá nuestro compromiso.
Mauricio tomó la mano de Helena y la besó.
—¿También te molesta la presencia de ese sujeto? —preguntó Mauricio adivinando dónde estaban puestos los ojos de su novia—. A mí también me cayó muy mal. Es un pedante y un engreído de lo peor. Ahora entiendo por qué Fabricio los detesta tanto y, aunque él diga que son como bolsas de dinero, jamás quisiera sentarme a la mesa a hablar de negocios con ese tipo, ni con su familia.
Las palabras de Helena fueron para ella una advertencia. Estaba siendo muy obvia y, menos mal, Mauricio había visto lo que quería ver, pero si ya su padrino la había descubierto, a apenas diez minutos de haber visto a León, seguro y algún periodista, o la youtuber que rondaba las mesas, también podría notar cómo se derretían los ojos de Helena cuando se posaban en León.
—Sí, no sé por qué tu hermano quiso invitar a los de Troy. También me cayó muy mal ese señor —dijo Helena.
—Ven —dijo Mauricio, tomando de nuevo la mano de Helena—. Tenemos diez minutos y quiero mostrarte algo.
Helena sospechó las intenciones de su novio y, aunque no estaba convencida de seguirlo, en ese momento era lo mejor para que su atención se alejara de León. Pasaron por detrás de la mesa principal y, antes de internarse entre los pliegues de un telón que cubría una tarima, Helena se fijó que León la estaba observando y, quizá, había sido el único, entre todos los invitados, en darse cuenta del escape de Helena y su novio tras bambalinas.
Mauricio llevó a Helena a una bodega de enseres y trastos de limpieza, a donde el ruido del evento llegaba como un eco lejano. —Te he extrañado —dijo Mauricio cuando estuvo seguro de estar en el lugar al que había querido llevar a Helena—. Los últimos quince días han sido los más largos de mi vida. Esa tarde Mauricio había regresado de un viaje de negocios por el Sudeste Asiático, en donde había cumplido algunos compromisos encargados por su hermano. Fue un viaje largo, de casi dos semanas. —Sé lo que quieres y yo también te he extrañado, amor, ¿pero qué ocurriría si alguien nos viera?Mauricio pareció no atender a las palabras de Helena y empezó a besar su cuello. —Amor, es en serio, no. Hay mucha prensa y hasta youtubers. Seguro que alguno nos vio venir hasta acá.—Pero mi vida, va a ser algo rápido, cosa de diez minutos y, ¿viste todos los pasillos por los que pasamos? Es imposible que lleguen hasta acá. Helena no quería ser ruda con Mauricio, no cuando estaban a una hora de c
El Ferrari de León atravesó las calles de la ciudad con la velocidad de quien se siente no solo perseguido, sino por perder algo muy preciado en caso de ser alcanzado. Cuando la autopista se lo permitía, giraba la vista uno o dos segundos para admirar a Helena, sentada a su lado. Cuando se sentía observada por León, Helena sonreía y, al verlo a él también sonreírle, volvía a confiar en que lo que estaba haciendo era lo correcto, pero, a medida que se acercaban al aeropuerto, a donde sabía Helena que se estaban dirigiendo, volvía a sentir en el pecho la opresión y el vacío que le generaban el miedo. Estiró la mano y alcanzó su bolso. —Es mejor si no lo hicieras —dijo León cuando la vio abrir la cartera.—Necesito saber —contestó Helena sacando su celular. León no iba a actuar como un tirano a escasos minutos de conocer y convencer a Helena de irse con él. La vio revisando sus redes sociales. Ya retumbaban los trinos preguntándose dónde estaba Helena y hasta empezaba a circular un ví
El evento de celebración de los cuarenta años del conglomerado empresarial Missos fue calificado, en el más optimista y mejor de los adjetivos, como “lamentable”. Los peores diría que fue un desastre total, el comienzo del fin del liderazgo sin tachaduras del imperio de Fabricio Menón. Al terminar el evento, Fabricio convocó una reunión de urgencia para el día siguiente, al mediodía, en el edificio central de Missos, una torre empresarial de setenta pisos que señalaba el corazón de la ciudad.A las once y media de la mañana, en la sala de juntas, ya estaban sentados los representantes, presidentes, CEO´s y directores del conglomerado Missos, una especie de federación empresarial, bursátil y financiera que tenía como cabeza al hombre más rico y poderoso entre ellos: Fabricio Menón, que ocupaba la cabecera de la larga mesa de roble.—La situación es más grave de lo que parece —dijo Fabricio, dando comienzo, así, a la reunión—. Las acciones del grupo Missos cayeron más de diez puntos es
Casi una hora después de haber aterrizado, la camioneta ingresó por una portería de altos y gruesos muros blancos. Luego ascendió, a través de una carretera pavimentada, por una colina cubierta de un frondoso bosque tropical. Atravesó un amplio puente, bajo el que Helena pudo contemplar el paso de un río, no muy ancho, alimentado por una cascada a la que en ese momento surcaba un arcoiris. Sin importar hacia donde se dirigieran sus ojos, veía aves de diversos tamaños y colores, monos traviesos que saltaban entre las ramas, como si quisieran seguir el vehículo para espiar a sus ocupantes.—Es muy hermoso —dijo Helena sin dejar de mirar por la ventana—. Es como si esta colina no hubiera sido tocada por la mano del hombre, salvo para hacer esta carretera.—Y a
Caminaron por un conjunto de pasillos que a Helena le parecieron laberínticos y se detuvieron frente a otra puerta doble, similar a la del lector biométrico, solo que esta vez León presionó el botón de un comunicador. En una pequeña pantalla apareció el rostro de una mujer de unos treinta años, blanca, el rostro cubierto de pecas y cabello rojizo.—¿León? —preguntó la mujer— Creíamos que llegarías hasta mañana.—Bueno, cuñada, ya ves que me adelanté.Sonó la cerradura de la puerta y León la empujó, dejando pasar a Helena.—Es muy bella —dijo Helena. Tres lujosos Mercedes AMG aparcaron en la constructora Echandía Asociados, propiedad de Darío Echandía, el padrino de Helena, y los hombres que los conducían fueron recibidos por dos jóvenes secretarias que parecían competir por el cabello más rizado, el perfume más costoso y por la que llevase la falda más alta sin pasar por vulgar.—¿Cómo podemos colaborarles, caballeros? —preguntó la secretaria de cabello rubio cuando vio salir del ascensor a los tres empresarios.—Buscamos a Darío —contestó quien parecía guiar a sus otros dos compañeros, un hombre alto, de tez morena y cuerpo robusto—. Mi nombre es Diomedes Peña.—Lo lamento, señores, pero eUn viejo y sordomudo contador
Cuando León habló de ir al pueblo, Helena no se imaginó que se tratara de una pequeña ciudad tan opulenta. Al recorrer sus calles, se sintió inmersa en un barrio de Mónaco, con tiendas de moda de las mejores y más costosas marcas del mundo, lo mismo que joyerías, tiendas de calzado, perfumerías, restaurantes, bancos y hasta casinos, aparte de los edificios empresariales y las altas torres de reconocidos grupos financieros. —¿A esto te referías cuando hablaste de ir “el pueblo”? —preguntó mientras se acercaban al puerto, en donde predominaban los yates y otras embarcaciones de lujo. —Bueno, es que es una ciudad pequeña —contestó León—, por eso le decimos así, y como tampoco tiene un nombre oficial, solo le decimos “el pueblo”. Helena no terminaba de sorprenderse. Darío siguió a Diomedes, Mauricio y Diego, “el Oráculo”, a un bar que era reconocido por el hecho de que las camareras atendían vestidas solo con ropa interior. Se sentaron en una mesa VIP y pidieron una botella del mejor whiskey. La camarera que los atendió era una joven pelirroja cubierta de pecas en el rostro y por varias zonas de su cuerpo que, de haber estado vestida, no se habrían notado. —Te ves incómodo amigo —dijo Diomedes a Darío—, vamos, estás con nosotros, en confianza. —No es por lo que crees que estoy así —contestó Darío—, sino porque creo que ya había visto a la chica que nos atendió. Diomedes, Mauricio y el Oráculo intercambiaron una mirada. —¿Ah sí? ¿Cómo es eso? —preguntó Mauricio, divertido por lo que parecía, iba a ser una de las anécdotas dLa pelirroja