Caminaron por un conjunto de pasillos que a Helena le parecieron laberínticos y se detuvieron frente a otra puerta doble, similar a la del lector biométrico, solo que esta vez León presionó el botón de un comunicador. En una pequeña pantalla apareció el rostro de una mujer de unos treinta años, blanca, el rostro cubierto de pecas y cabello rojizo.
—¿León? —preguntó la mujer— Creíamos que llegarías hasta mañana.
—Bueno, cuñada, ya ves que me adelanté.
Sonó la cerradura de la puerta y León la empujó, dejando pasar a Helena.
—Es muy bella —dijo Helena.
—Y espera a verla. Fue ganadora de varios concursos de belleza y si no se presentó a un nacional fue por sus estudios —contestó León mientras caminaban por un amplio pasillo de paredes blancas que los conducía al vestíbulo del área privada, en donde los esperaba un hombre de traje oscuro—. Es una mujer apasionada por estudiar.
—La señora los espera en el estudio —dijo el hombre de traje.
—Gracias, Antonio.
León llevó de la mano a Helena y pasaron por el área social de lo que parecía un apartamento externo a la mansión, aunque seguían estando en la misma propiedad. La sala y el comedor estaban rodeados por amplios ventanales que alcanzaban el segundo piso y que no solo permitían la entrada de luz, sino que dejaban ver un amplio campo de pasto podado que se extendía hasta alcanzar el mar, una franja azul de la que el sol desprendía destellos verdes y aguamarinos.
—¿Tu ala privada también tiene una vista así? —preguntó Helena acercando su rostro al pecho de León.
—Queda al otro costado y sí, es igual, solo que ves otro costado de la playa.
El estudio quedaba en un mezzanine más amplio que el área social, provisto de varias estanterías atiborradas de libros, sofás de lectura y una gran mesa circular con varias sillas y tomacorrientes. Sentada en uno de los bordes de la mesa, frente a la pantalla de un laptop, una torre de libros a su costado izquierdo y una gran taza de café a la derecha, Andrea les hizo señas para que se acercaran.
—León, te juro que creí que hoy era ayer —dijo Andrea cuando la pareja estuvo a unos pasos de ella—. Tuve que verificar la fecha, lo siento.
León saludó a su cuñada con un beso en la mejilla y enseguida presentó a Helena.
—¡No lo puedo creer! —contestó Andrea, llevándose las manos a la boca mientras se levantaba—. Si no es porque estás frente a mí, no lo creería.
Helena sonrió sin saber cuál era el motivo que sorprendía a Andrea.
—Lo siento, lo siento —se disculpó la cuñada de León—. Soy Andrea Echandía —ofreció su mano y Helena la estrechó—. Soy la esposa del hermano de León, Víctor. Él está arriba, creo que en una teleconferencia, pero no debe tardar en bajar, espero, porque ya lleva más de una hora. ¿Se van a quedar a almorzar?
—No, Andrea, solo pasamos para que Helena los conociera.
—Entonces molesta a Víctor, que también está que se muere por conocer a Helena.
León sonrió.
—Sí, igual pensaba ir a molestarlo. Hace casi un mes que no nos vemos.
—Encantada y por aquí, cuando quieras, Helena —dijo Andrea antes de regresar a lo que estaba haciendo en la computadora.
Helena se despidió agradeciendo la amabilidad de Andrea y, de la mano de León, subieron por unas escaleras que los llevaron al segundo piso. Allí encontraron, en el área común entre las alcobas, a Víctor, sentado en un sofá con la laptop entre sus piernas, mientras hablaba. Hizo una seña a León para que lo esperara. Helena lo observó. Era un hombre más alto que León, de espalda ancha y brazos como troncos. El computador parecía de juguete entre sus piernas y Helena no se explicaba cómo sus dedos podían no presionar todo el teclado al mismo tiempo. No tardó en levantarse y cuando lo hizo, Helena se sintió frente a un gigante. Casi pudo sentir que el piso temblaba a cada paso que Víctor daba para acercarse y creyó que iba a aplastar a León cuando lo abrazó.
—Ella es Helena, la mujer con la que voy a casarme —dijo León, repitiendo las mismas palabras que hubiera dicho a sus padres.
Al besar las mejillas de Víctor, Helena pensó que su cabeza cabía en las mandíbulas de su cuñado.
—Estaba ansioso por conocerte —dijo Víctor—. Espero que hayas venido para quedarte.
Aunque intimidante por su tamaño, Helena percibió, al ver la mirada algo tímida y esquiva de Víctor, que era un hombre noble y amable, de gran corazón.
—Solo te digo que no pienso marcharme —contestó Helena, provocando la sonrisa de Víctor—. Me siento muy bien recibida aquí.
—¿Vas a almorzar con nosotros, o ya mi querida madre se me adelantó? —preguntó Víctor.
León levantó los hombros.
—En ese caso, espero que mi hermano no tenga problema en que vengas esta noche a cenar.
—Por supuesto que no lo hay, ¿verdad, amor? —dijo Helena.
—Ninguno. Será un placer, hermanito.
Con delicadeza y como si con la sola presión de sus dedos pudiera fracturarla, Víctor tomó la mano de Helena y la besó para despedirse.
—Hasta esta noche, entonces, princesa.
En su recorrido de salida, la pareja volvió a despedirse de Andrea.
—¿Por qué tu hermano me ha llamado princesa? —preguntó Helena a León mientras caminaban de regreso al ala central de la mansión.
—Creo que desde ya te ha reconocido como la mujer más importante de esta familia, después de nuestra madre, que es algo así como la reina.
Helena se rió.
—Me estás molestando.
León se detuvo y tomó, con suavidad, el brazo de Helena.
—Es en serio. Desde antes de tu llegada, cuando anuncié que regresaría contigo, tuviste un lugar especial, privilegiado, en esta familia.
Helena encogió sus párpados.
—¿Por qué? Ni siquiera los conozco a todos y no hace ni un día que he llegado, además, ¿cómo sabían todos que yo vendría contigo? ¿Y por qué soy tan especial? Quiero que me lo expliques.
León miró a Helena como si estuviera por explicarle algo que a cualquiera debía resultarle obvio.
—¿En verdad no lo entiendes?
Helena negó, intrigada por lo que fuera a contestarle León.
—Verás, amor…
Escucharon que alguien se acercaba por el pasillo. Giraron la mirada y vieron a Eugenia, el ama de llaves.
—Señor, lo siento —dijo la mujer, inclinando la cabeza—. Pero son algo más de las doce y la señora Dafne ha llamado para saber si usted y la señorita Helena ya salieron de la mansión.
León miró su reloj.
—¡Las doce y media! —dijo alarmado, como si hubiese perdido una reunión importante.
—¿Debemos salir? —preguntó Helena.
—Sí. Mi mamá es muy estricta con su horario de comidas y, si vas a ser su nuera, es mejor que no llegues tarde a este primer almuerzo.
Sin esperar a que Helena respondiera, León la tomó de la mano y la llevó, casi corriendo, hasta una salida lateral de la mansión.
—¿No vamos a ir al pueblo? —preguntó Helena cuando vio que León no la llevaba hacia la salida.
—Claro que sí, pero si queremos llegar a tiempo es mejor que yo conduzca.
Helena comprendió, después de trotar de la mano de León por una de las tantas áreas desconocidas de la mansión, que se dirigían a un área de parqueo. Allí vio estacionados varios autos deportivos y León se dirigió a un Ferrari convertible azul.
—Espero que Luis no vaya a necesitar su carro —dijo León luego de abrir la puerta a Helena y subirse de un salto. Las llaves del vehículo estaban puestas y León arrancó.
—¿Luis?
—Uno de mis medio hermanos. Seguro y Víctor lo invita esta noche a su cena, así lo conocerás.
El motor del Ferrari rugió y el vehículo se puso en marcha a gran velocidad, rebasando la salida del área de parqueo antes de que Helena se pudiera agarrar el cabello.
—Estoy hecha un desastre —protestó—. Pensé que iba a tener tiempo de ducharme, lavarme el pelo y arreglarme un poco.
—Amor, ni saliendo de un huracán te verías desarreglada.
—Es en serio. Me siento fatal. ¿Cómo voy a ir así a almorzar con tu madre?
—Mira en la guantera —dijo León—. Puede que la esposa de Luis tenga algo de maquillaje ahí.
Helena no se sintió cómoda con lo que estaba por hacer, pero cuando vio su reflejo en el espejo lateral del carro, con su cabello más revuelto que el de una gorgona, se decidió. Abrió la guantera y, luego de revolverla un poco, no encontró más que una pañoleta y unas gafas oscuras.
—Bueno. Esto tendrá que servir, por ahora.
El convertible descendió la colina en menos de cinco minutos, tomó la carretera paralela a la playa y bajó hacia el pueblo. Cuando se acercaron al aglomerado urbano, lo que Helena vio no era un pueblo, sino una pequeña ciudad de edificios de más de veinte pisos, un enorme puerto y carros de lujo en cada calle, área de parqueo y semáforo por los que pasó.
Tres lujosos Mercedes AMG aparcaron en la constructora Echandía Asociados, propiedad de Darío Echandía, el padrino de Helena, y los hombres que los conducían fueron recibidos por dos jóvenes secretarias que parecían competir por el cabello más rizado, el perfume más costoso y por la que llevase la falda más alta sin pasar por vulgar.—¿Cómo podemos colaborarles, caballeros? —preguntó la secretaria de cabello rubio cuando vio salir del ascensor a los tres empresarios.—Buscamos a Darío —contestó quien parecía guiar a sus otros dos compañeros, un hombre alto, de tez morena y cuerpo robusto—. Mi nombre es Diomedes Peña.—Lo lamento, señores, pero e
Cuando León habló de ir al pueblo, Helena no se imaginó que se tratara de una pequeña ciudad tan opulenta. Al recorrer sus calles, se sintió inmersa en un barrio de Mónaco, con tiendas de moda de las mejores y más costosas marcas del mundo, lo mismo que joyerías, tiendas de calzado, perfumerías, restaurantes, bancos y hasta casinos, aparte de los edificios empresariales y las altas torres de reconocidos grupos financieros. —¿A esto te referías cuando hablaste de ir “el pueblo”? —preguntó mientras se acercaban al puerto, en donde predominaban los yates y otras embarcaciones de lujo. —Bueno, es que es una ciudad pequeña —contestó León—, por eso le decimos así, y como tampoco tiene un nombre oficial, solo le decimos “el pueblo”. Helena no terminaba de sorprenderse. Darío siguió a Diomedes, Mauricio y Diego, “el Oráculo”, a un bar que era reconocido por el hecho de que las camareras atendían vestidas solo con ropa interior. Se sentaron en una mesa VIP y pidieron una botella del mejor whiskey. La camarera que los atendió era una joven pelirroja cubierta de pecas en el rostro y por varias zonas de su cuerpo que, de haber estado vestida, no se habrían notado. —Te ves incómodo amigo —dijo Diomedes a Darío—, vamos, estás con nosotros, en confianza. —No es por lo que crees que estoy así —contestó Darío—, sino porque creo que ya había visto a la chica que nos atendió. Diomedes, Mauricio y el Oráculo intercambiaron una mirada. —¿Ah sí? ¿Cómo es eso? —preguntó Mauricio, divertido por lo que parecía, iba a ser una de las anécdotas dLa pelirroja
Las ostras con berenjena estaban deliciosas, pero la porción era demasiado pequeña para que Helena se diera por satisfecha, incluso después de haber comido los panecillos y el caldo.—No sabía que tuvieras cuatro hermanos —dijo Dafne—. Y dos de ellos son gemelos.—Sí. Mis hermanos varones son los gemelos, y las otras dos son mis hermanas, las dos mayores.—¿Son igual de hermosas que tú?—Lo son, sí —contestó Helena tras comerse el último bocado de berenjena—. Y las dos están casadas. La mayor con un ciclista profesional y la otra con un ingeniero químico.—Eres modesta, He
El Oráculo fue el primero en despedirse, seguido por Diomedes, que tenía una reunión importante a la que asistir.—¿A las nueve de la noche? —preguntó Darío con sarcasmo en el tono de su voz.—No es lo que quieres insinuar, amigo —contestó Diomedes mientras abotonaba el saco de su traje—. Son las siete de la mañana en Tokio. —Palmeó el hombro de Darío y luego el de Mauricio—. Hasta otra ocasión, caballeros.Darío siguió con la mirada a Diomedes y lo vio salir del bar. Luego vio a la pelirroja en tanga y brasier.—¿Sabes? —Le dijo a Mauricio— Yo también creo que me voy ya. A Patricia no le gusta qu
Una suave melodía despertó a Helena. Cuando abrió los ojos, se descubrió rodeada por una tenue iluminación que apenas si conseguía ser más brillante que el cielo nocturno sobre el océano que, como si fuese un cuadro de dimensiones colosales, decoraba el fondo de la habitación. Extendió su mano y apagó la alarma que había programado antes de quedarse dormida. Eran las siete de la noche y las primeras estrellas titilaban en el horizonte. Se quedó un rato más en la cama, contemplando el hermoso paisaje nocturno ceñido sobre el mar infinito.Entregada a la contemplación del paisaje, no vio la silueta oscura que escaló por el balcón y se introdujo, como la extensión de una sombra, por el ventanal de la habitación. Tampoco escuchó los pasos que se aproximaban a
Era la segunda reunión de urgencia que Fabricio convocaba a tan solo tres días del acontecimiento que pasó a ser conocido como el “Rapto de Helena”, solo que esta vez, a diferencia de la primera reunión con la junta directiva del conglomerado, Fabricio solo convocó a quienes iban a formar su círculo más cercano en la lucha empresarial que ya veía venir. Fueron llamados, a su mansión, Diego “el Oráculo”, Diomedes, Darío y su hermano, Mauricio.—Lamento haber arruinado su juego de golf de esta mañana —dijo Fabricio cuando llegó el último de los convocados, Diomedes, que se había excusado por la teleconferencia que sostenía con unos inversionistas en Tokio cuando fue llamado—. Pero este acontecimiento es, sin duda, la declaración de guerra del c
Los invitados a la cena de Víctor se preguntaron qué grave circunstancia había obligado a Helena a retirarse. Cuando la vieron salir, estaba compungida y apenas si les dedicó una palabra de despedida. Fue Andrea, la esposa de Víctor, quien le pidió que les explicara.—No me hace falta ocultarlo, porque ya es de dominio público —dijo, de pie tras la silla de la cabecera de la mesa—. Ha empezado a circular un video en el que el exnovio de Helena aparece con otra mujer, en una situación bastante comprometedora.Antes de que los murmullos y comentarios se alzaran, el celular de Víctor comenzó a timbrar. Lo sacó del bolsillo del saco de su traje. Era su padre. Contestó.—¿Ya te has enterado? &mda