Tres lujosos Mercedes AMG aparcaron en la constructora Echandía Asociados, propiedad de Darío Echandía, el padrino de Helena, y los hombres que los conducían fueron recibidos por dos jóvenes secretarias que parecían competir por el cabello más rizado, el perfume más costoso y por la que llevase la falda más alta sin pasar por vulgar.
—¿Cómo podemos colaborarles, caballeros? —preguntó la secretaria de cabello rubio cuando vio salir del ascensor a los tres empresarios.
—Buscamos a Darío —contestó quien parecía guiar a sus otros dos compañeros, un hombre alto, de tez morena y cuerpo robusto—. Mi nombre es Diomedes Peña.
—Lo lamento, señores, pero el señor Darío no se encuentra —dijo la secretaria de cabello castaño.
—¿Puedes llamarlo, primor? —dijo el segundo de los empresarios que salieron del ascensor, Mauricio Menón, la comidilla de la prensa y los influencers en las últimas cuarenta horas.
Las secretarias intercambiaron una rápida mirada que no pasó desapercibida para Diomedes, no así a sus compañeros, que estaban más atentos en el amplio escote de las dos jóvenes.
—Don Darío se encuentra indispuesto, creo que de gravedad —dijo la rubia—. Hace unas horas fue internado en un hospital.
—¿Ah, sí? —dijo Diomedes— ¿Saben qué le ha ocurrido?
—No señor. No hemos tenido noticias de él, más que el hecho de que se encuentra hospitalizado.
Diomedes miró a sus dos compañeros, pero no con la intención de consultarles algo, sino para despegar sus ojos de la carne exhibida por las dos jóvenes frente a ellos. Luego sacó su billetera.
—Le entregaré esta tarjeta a la primera de ustedes que me diga en qué hospital está internado —dijo Diomedes exhibiendo, en sus dedos, una tarjeta de crédito dorada.
—Santo Socorro —dijo la rubia.
—San Pedro —dijo la castaña.
Diomedes y sus compañeros sonrieron.
—Sé que mienten, las dos —dijo Diomedes—. Ahora sí, la que me diga la verdad, recibirá esta tarjeta…
—No es necesario —interrumpió una mujer detrás de las secretarias, a las que ya se les iluminaban los ojos al ver el plástico dorado y cuyos labios estaban por dejar salir la verdad—. Señoritas, regresen a sus puestos.
La rubia y la castaña reconocieron la voz de la mujer detrás de ellas y, sin atreverse a mirarla, regresaron por el pasillo.
—Patricia —dijo Diomedes luego de despegar su mirada del trasero bamboleante de las dos secretarias—. Estás hermosa, como siempre. Tienes ese brillo…
Patricia levantó la mano.
—Suficiente, Diomedes. No necesito de tus halagos, no ahora que estamos atravesando una situación tan complicada.
Diomedes intercambió una mirada con sus dos compañeros.
—Si ha sido difícil para ti, imagínate el infierno por el que yo estoy pasando —dijo Mauricio.
—No me refiero a lo que sucedió en la fiesta de Fabricio —dijo Patricia, la esposa de Darío, una mujer de cuarenta y cinco años que todavía conservaba la belleza que la caracterizó desde que era una joven quinceañera. No eran pocos los que estaban sorprendidos de que se hubiera casado con Darío, un hombre que, a su lado, se veía más feo de lo que ya era, y la explicación no era tan sencilla como el dinero, pues la familia de Patricia lo tenía por montones—. Hablo de lo que le ocurrió a mi marido hace unas horas.
Diomedes, Mauricio y el tercer empresario miraron a Patricia como si acabara de mencionar la palabra “cáncer''. Diomedes fue quien rompió el silencio.
—¿Qué sucedió?
Patricia tomó aire y los invitó a acompañarla a su despacho. Los tres hombres la siguieron, consternados. No se atrevieron siquiera a mirar a las dos atractivas secretarias cuando pasaron por su lado. Patricia entró a su oficina y cerró la puerta cuando los tres empresarios se sentaron en el amplio sofá del despacho.
—Darío está en coma —dijo Patricia luego de sentarse en la silla frente al sofá que compartían los tres hombres—. Tuvo un paro cardíaco esta mañana y fue llevado al hospital de inmediato. —Levantó la mirada para dirigir sus ojos a los de Diomedes—. Le debes la tarjeta a la rubia, está en Santo Socorro, pero será trasladado a San Pedro, que tiene un mejor equipo médico para asistir a un hombre en estado de coma.
—No lo sabíamos, Patricia, por favor, perdónanos —dijo Mauricio, sentado en la mitad, entre sus dos compañeros—. Creíamos que Darío…
—Que se estaba escondiendo, ¿es eso? —interrumpió Patricia.
Mauricio lo negó, pero tartamudeaba.
Patricia vio que Diomedes se pasaba la lengua por los labios y que su mirada se dirigió al tercer hombre, a quien ella estaba segura de haber visto antes, pero no lo lograba reconocer.
—¿Tú qué opinas, Diego? —preguntó Diomedes. Al escuchar el nombre, Patricia lo recordó. Era uno de los hombres más cercanos a Fabricio, a quien llamaban “El Oráculo” porque siempre acertaba, auspiciado solo por una corazonada, en los movimientos más importantes de la bolsa de valores— ¿Crees que debemos ir a visitar a Darío?
Los ojos del Oráculo se clavaron en los de Patricia, que se sintió intimidada por los dos enormes topacios negros que la miraban como si esperaran anidarse en su alma.
—Darío no puede recibir visitas en este momento —dijo Patricia, más que con la intención de frenar las intenciones de los tres hombres, como una manera de deshacerse de la mirada del Oráculo—. Su estado es delicado y ni siquiera yo, su esposa, puedo estar allá.
—Bueno, Patricia, lamentamos esta situación y oraremos por Darío —dijo Diomedes, levantándose—. Creo que a Fabricio le dará muy duro esta noticia y no creo a él puedan negarle visitar a su amigo, ni siquiera con una carta firmada por el ministro de salud.
Patricia no dijo nada y vio a los tres hombres levantarse. Se paró para abrirles la puerta, pero no hizo falta. Mauricio ya lo había hecho y fue el único que le dedicó una mirada, algo lastimera, antes de salir.
—Los acompaño. —Consiguió decir Patricia después de un momento, pero fue como si le acabara de decir algo a la puerta que sostenía porque ninguno de los tres se giró a mirarla.
Patricia caminó detrás de ellos con la intención de asegurarse de que no hablaban con nadie más y entraban al ascensor, pero antes de que su esperanza se concretara, vio al Oráculo señalando hacia una de las oficinas contiguas al corredor.
—¿Es un nuevo empleado, Patricia? —preguntó Diomedes luego de escuchar lo que le dijo el Oráculo, en voz baja, mientras su mano se extendía hacia el cristal de la oficina que había llamado su atención.
—¿Quién? —preguntó Patricia, sabiendo que le había temblado la voz.
Diomedes, Mauricio y el Oráculo no la esperaron y, actuando como si estuvieran en sus propias empresas, caminaron hacia la puerta de la oficina en donde habían visto al empleado nuevo. Diomedes abrió la puerta.
—Buenas tardes —saludó.
El empleado levantó la mirada. Era un hombre encorvado, de unos setenta años, de lentes gruesas y espesa barba blanca que caía hasta alcanzar las hojas en las que estaba concentrado. El contador, porque eso era lo que parecía, respondió al saludo empleando lenguaje de señas.
Diomedes pareció no quedar impresionado y entró a la oficina, seguido por el Oráculo. Solo Mauricio conservó la distancia y esperó a Patricia bajo el marco de la puerta.
—Tu jefe es una persona muy curiosa, ¿sabías? —dijo Diomedes luego de sentarse frente al anciano contador—. Porque, si no lo fuera, no entiendo cómo podría tener a una persona, que ya debería estar jubilada, trabajando todavía para él.
Patricia llegó y alcanzó a escuchar lo que dijo Diomedes. Pasó delante del Oráculo y se sentó al lado del anciano.
—Roberto es sordomudo y trabaja con nosotros pese a que ya está pensionado —dijo Patricia luego de intercambiar una mirada con el anciano—. No le gusta quedarse en casa y prefiere seguir viniendo a trabajar. Ahora, por favor, caballeros, ya han interrumpido el trabajo de varias personas.
—Tienes razón, Patricia, ya hemos interrumpido bastante —dijo Diomedes con un suspiro. Se levantó y, cuando parecía que ya estaba por irse, jaló con fuerza la barba del anciano. Ni un solo pelo se desprendió, pero el anciano gritó, adolorido—. ¡Vaya! ¡Mira, Patricia, lo he curado!
El Oráculo rió y Mauricio quedó estupefacto. No entendía por qué Diomedes había maltratado al viejo y ahora lo celebraba.
—¿Qué les pasa a ustedes dos? —preguntó, molesto.
—No te das cuenta, Mauro, ¿en serio? —dijo Diomedes. Al ver la cara del hermano de Fabricio, todavía perpleja, respondió por él—: Es Darío, disfrazado de un viejo contador de setenta años.
Mauricio todavía no lo creía y miró a Patricia, apenado por el bochornoso suceso, pero vio que era la esposa de Darío la que estaba apenada y conseguía levantar la mirada del suelo.
—Bien, ya está, me han descubierto —dijo el anciano, con la voz de Darío—. ¿Qué es lo que quieren?
—Sabes muy bien qué es lo que queremos, amigo —contestó Diomedes—. Si no, ¿por qué ese disfraz y la historia de que estás en coma?
Darío suspiró y empezó a intentar quitarse la barba, pero en su afán por no ser descubierto, se excedió con el uso de la goma adhesiva. Se quejó cuando estuvo a un tirón de arrancarse la piel.
—Te lo tienes merecido por intentar engañarnos. —Se burló Diomedes—. Fabricio tenía razón cuando dijo que Oráculo debía acompañarnos.
Patricia se levantó, con el mismo rictus en su rostro con el que recibió a los tres empresarios.
—No creas que la vas a quitar así no más, amor —dijo antes de salir de la oficina del supuesto contador jubilado—. Tendrás que mantener la cara en agua caliente por lo menos dos horas.
Diomedes volvió a reírse.
—Darío, Darío —dijo palmeando el hombro de su amigo—. ¿De verdad creíste que podías escaparte de Fabricio, y no participar en la guerra empresarial que se está gestando?
—No voy a participar en ninguna guerra, de ningún tipo —protestó Darío—. Mi empresa no es lo suficientemente grande para que su presencia, o ausencia, pueda afectar en lo más mínimo el desarrollo de esta contienda. Se lo dejo a ustedes, los titanes del grupo Missos.
—Sabes, amigo —dijo Diomedes como si no hubiese escuchado las palabras de Darío—. Primero, haz caso a tu esposa y deja de jalarte esa barba postiza, hasta a mí me duele verte; y, segundo, vamos a un bar a hablar sobre esto y la manera en que puedes colaborarle a Missos. Cuando esto termine, quizá tengas una empresa casi tan grande como la de cualquiera de nosotros, ¿te parece?
Cuando León habló de ir al pueblo, Helena no se imaginó que se tratara de una pequeña ciudad tan opulenta. Al recorrer sus calles, se sintió inmersa en un barrio de Mónaco, con tiendas de moda de las mejores y más costosas marcas del mundo, lo mismo que joyerías, tiendas de calzado, perfumerías, restaurantes, bancos y hasta casinos, aparte de los edificios empresariales y las altas torres de reconocidos grupos financieros. —¿A esto te referías cuando hablaste de ir “el pueblo”? —preguntó mientras se acercaban al puerto, en donde predominaban los yates y otras embarcaciones de lujo. —Bueno, es que es una ciudad pequeña —contestó León—, por eso le decimos así, y como tampoco tiene un nombre oficial, solo le decimos “el pueblo”. Helena no terminaba de sorprenderse. Darío siguió a Diomedes, Mauricio y Diego, “el Oráculo”, a un bar que era reconocido por el hecho de que las camareras atendían vestidas solo con ropa interior. Se sentaron en una mesa VIP y pidieron una botella del mejor whiskey. La camarera que los atendió era una joven pelirroja cubierta de pecas en el rostro y por varias zonas de su cuerpo que, de haber estado vestida, no se habrían notado. —Te ves incómodo amigo —dijo Diomedes a Darío—, vamos, estás con nosotros, en confianza. —No es por lo que crees que estoy así —contestó Darío—, sino porque creo que ya había visto a la chica que nos atendió. Diomedes, Mauricio y el Oráculo intercambiaron una mirada. —¿Ah sí? ¿Cómo es eso? —preguntó Mauricio, divertido por lo que parecía, iba a ser una de las anécdotas dLa pelirroja
Las ostras con berenjena estaban deliciosas, pero la porción era demasiado pequeña para que Helena se diera por satisfecha, incluso después de haber comido los panecillos y el caldo.—No sabía que tuvieras cuatro hermanos —dijo Dafne—. Y dos de ellos son gemelos.—Sí. Mis hermanos varones son los gemelos, y las otras dos son mis hermanas, las dos mayores.—¿Son igual de hermosas que tú?—Lo son, sí —contestó Helena tras comerse el último bocado de berenjena—. Y las dos están casadas. La mayor con un ciclista profesional y la otra con un ingeniero químico.—Eres modesta, He
El Oráculo fue el primero en despedirse, seguido por Diomedes, que tenía una reunión importante a la que asistir.—¿A las nueve de la noche? —preguntó Darío con sarcasmo en el tono de su voz.—No es lo que quieres insinuar, amigo —contestó Diomedes mientras abotonaba el saco de su traje—. Son las siete de la mañana en Tokio. —Palmeó el hombro de Darío y luego el de Mauricio—. Hasta otra ocasión, caballeros.Darío siguió con la mirada a Diomedes y lo vio salir del bar. Luego vio a la pelirroja en tanga y brasier.—¿Sabes? —Le dijo a Mauricio— Yo también creo que me voy ya. A Patricia no le gusta qu
Una suave melodía despertó a Helena. Cuando abrió los ojos, se descubrió rodeada por una tenue iluminación que apenas si conseguía ser más brillante que el cielo nocturno sobre el océano que, como si fuese un cuadro de dimensiones colosales, decoraba el fondo de la habitación. Extendió su mano y apagó la alarma que había programado antes de quedarse dormida. Eran las siete de la noche y las primeras estrellas titilaban en el horizonte. Se quedó un rato más en la cama, contemplando el hermoso paisaje nocturno ceñido sobre el mar infinito.Entregada a la contemplación del paisaje, no vio la silueta oscura que escaló por el balcón y se introdujo, como la extensión de una sombra, por el ventanal de la habitación. Tampoco escuchó los pasos que se aproximaban a
Era la segunda reunión de urgencia que Fabricio convocaba a tan solo tres días del acontecimiento que pasó a ser conocido como el “Rapto de Helena”, solo que esta vez, a diferencia de la primera reunión con la junta directiva del conglomerado, Fabricio solo convocó a quienes iban a formar su círculo más cercano en la lucha empresarial que ya veía venir. Fueron llamados, a su mansión, Diego “el Oráculo”, Diomedes, Darío y su hermano, Mauricio.—Lamento haber arruinado su juego de golf de esta mañana —dijo Fabricio cuando llegó el último de los convocados, Diomedes, que se había excusado por la teleconferencia que sostenía con unos inversionistas en Tokio cuando fue llamado—. Pero este acontecimiento es, sin duda, la declaración de guerra del c
Los invitados a la cena de Víctor se preguntaron qué grave circunstancia había obligado a Helena a retirarse. Cuando la vieron salir, estaba compungida y apenas si les dedicó una palabra de despedida. Fue Andrea, la esposa de Víctor, quien le pidió que les explicara.—No me hace falta ocultarlo, porque ya es de dominio público —dijo, de pie tras la silla de la cabecera de la mesa—. Ha empezado a circular un video en el que el exnovio de Helena aparece con otra mujer, en una situación bastante comprometedora.Antes de que los murmullos y comentarios se alzaran, el celular de Víctor comenzó a timbrar. Lo sacó del bolsillo del saco de su traje. Era su padre. Contestó.—¿Ya te has enterado? &mda
La reunión fue convocada en el salón de juntas principal del conglomerado Troy. Allí estaban Pedro Castiblanco, presidente del grupo empresarial, junto a su hijo más cercano, Víctor y los que, en ese momento, estaban en la isla: Lusi y Fabio. León se disculpó por su ausencia y todos comprendieron que hacía más por todos quedándose con Helena, atribulada por la manera en que el escarnio público la estaba golpeando.También estaban presentes algunos de los CEO´s de las compañías que integraban la federación del grupo, así como algunos aliados y asociados de diversos niveles, entre los que se encontraba Andrés Malagón, un joven multimillonario de las criptomonedas y uno de los principales socios corporativos del grupo, así como uno de los principales inversionistas e