El Ferrari de León atravesó las calles de la ciudad con la velocidad de quien se siente no solo perseguido, sino por perder algo muy preciado en caso de ser alcanzado. Cuando la autopista se lo permitía, giraba la vista uno o dos segundos para admirar a Helena, sentada a su lado. Cuando se sentía observada por León, Helena sonreía y, al verlo a él también sonreírle, volvía a confiar en que lo que estaba haciendo era lo correcto, pero, a medida que se acercaban al aeropuerto, a donde sabía Helena que se estaban dirigiendo, volvía a sentir en el pecho la opresión y el vacío que le generaban el miedo. Estiró la mano y alcanzó su bolso.
—Es mejor si no lo hicieras —dijo León cuando la vio abrir la cartera.
—Necesito saber —contestó Helena sacando su celular.
León no iba a actuar como un tirano a escasos minutos de conocer y convencer a Helena de irse con él. La vio revisando sus redes sociales.
Ya retumbaban los trinos preguntándose dónde estaba Helena y hasta empezaba a circular un vídeo-montaje haciendo burla del momento en que Fabricio, al abrir la celebración de los cuarenta años de su compañía, giraba la vista para ver vacía, en la mesa, la silla que debía estar ocupando su cuñada.
—Ya debieron llamar a la policía —dijo Helena después de cinco minutos bombardeada por los mensajes que hablaban de su desaparición.
—Es demasiado pronto —dijo León—. Apenas han pasado veinte o treinta minutos desde que nos fuimos.
—No lo conoces. —Helena se refería a Fabricio—. ¿Crees que algún capitán de policía se va a atrever a decirle que debe esperar las 48 horas reglamentarias para denunciar una desaparición?
El suspiró de León contestó la pregunta.
—¿Es seguro ir al aeropuerto? ¿Y si están esperándonos en el check-in?
Helena vio la sonrisa en el rostro de León y confió en que tenía una respuesta que se había anticipado a ese evento.
—¿Crees que vamos a tomar un vuelo comercial cualquiera? Sí, vamos al aeropuerto, pero a las pistas para los aviones privados.
¿Cómo no lo había considerado? Por supuesto. Allí no habría proceso de check-in.
—¿A dónde vamos? —Quiso saber Helena cuando vio el letrero, por encima del tráfico de la autopista, que indicaba la distancia del aeropuerto, a menos de dos kilómetros.
—A casa de mis padres —contestó León con otra sonrisa. De inmediato torció el manubrio y giró con fuerza para tomar el desvío hacia las pistas privadas. Helena debió cogerse para no golpearse con la puerta del vehículo.
—¿Y dónde viven tus padres? —Al hacer la pregunta, Helena se dio cuenta de que se había subido al carro de un perfecto desconocido. Si bien era cierto que había escuchado algunas cosas sobre la familia que integraba el grupo Troy, no podía por ello decir que los conociera. Hasta hacía una hora jamás había visto a León; ni siquiera sabía de su existencia.
—¿Me permites conservar la sorpresa? —preguntó León y Helena asintió, intrigada.
—Me imagino que es fuera del país, o tendremos a la policía mañana, temprano, golpeando a la puerta de la casa de tus padres.
—Sí, es fuera, pero solo eso te voy a conceder.
Sonrieron y, al ver un avión despegando, Helena se sintió viviendo una aventura que empezaba no solo a intrigarla, sino también a gustarle. León presionó un botón del vehículo y retrotrajo el techo. El aire caliente revolvió el cabello de Helena, perfectamente peinado hasta ese momento, y ella se levantó del asiento. Gritó emocionada mientras el carro pasaba por la entrada hacia los hangares y, sentándose de nuevo, acercó su cuerpo al de León, por encima de la caja de cambios.
—¿Vas a hacerme el amor mientras volamos?
León se desconcentró y casi se pasó del sitio en donde el jet de la familia los estaba esperando. Cuando retomó la ruta, desaceleró el vehículo y, mirando a Helena, le contestó:
—No solo mientras volamos, sino al aterrizar, cuando nos estemos bañando y antes de dormirnos, al despertar y antes de cualquier comida. También te lo haré en los pasillos de la casa, sobre un escritorio, encima del comedor y cuando te pille, agachada, esculcando en la nevera, buscando un helado.
Se besaron. Era la primera vez que se besaban y lo hicieron como si fuera la última ocasión en que sus labios iban a encontrarse.
—Te amo —se dijeron al tiempo cuando terminaron de besarse. Sonrieron y bajaron del carro.
El piloto y el copiloto del jet los estaban esperando, de pie a un costado de las escaleras del avión.
—Señor, señorita —saludaron los dos únicos integrantes de la tripulación, inclinando sus cabezas. León los saludó y se los presentó a Helena, que, ya dentro del avión, olvidó sus nombres.
Se sentaron como dos juiciosos colegiales en la ruta escolar mientras el jet despegaba y, tan pronto como dejó de parpadear el símbolo del cinturón de seguridad, Helena se sentó encima de las piernas de León, dejando que los pliegues inferiores de su vestido cayeran a los costados del pantalón de su raptor. León alargó su brazo, después de que sus labios se encontraran con los de Helena para entregarse a un segundo beso apasionado, y sacó una botella de champán de la gaveta contigua al asiento. La descorchó y dejó que la espuma se deslizara sobre el pecho de Helena para después beber pasando su lengua por los senos desnudos. El pantalón de León no tardó en quedar en el suelo, hecho un embrollo junto con el vestido de Helena y, sobre la amplia silla de cuero del avión, con la imagen de las nubes alumbradas por la luna llena a través de la ventanilla, se entregaron a la fantasía con la que Helena había estado soñando desde que hubiera visto despegar el jet.
—Ha sido el mejor sitio en el que he hecho el amor en mi vida —dijo Helena después de beber un gran trago de champán. Su piel todavía estaba caliente y sudaba. León pasó sus labios por sus senos, todavía empalagosos a causa del alcohol vertido.
—Mira —dijo León al mirar por la ventanilla—. Empieza a amanecer.
Helena miró en la dirección que indicaba el dedo de su amante y vio, por entre las nubes que rompían las alas del jet, la diminuta esfera del sol sobre un cielo todavía gobernado por la oscuridad de la noche.
—Es maravilloso.
—Como la nueva vida que empieza para nosotros, Helena de mi corazón.
Volvieron a besarse y León se animó a una segunda embestida. Todavía les quedaban unos minutos antes de que el capitán anunciara que estaban por aterrizar en la pista privada de la hacienda del gran patriarca del conglomerado empresarial Troy.
Una camioneta blindada los estaba esperando en la pista. Bajaron del jet y subieron al vehículo, conducido por un hombre alto y muy grueso.
—Manuel es uno de mis hombres de más confianza —dijo León cuando la camioneta se puso en marcha, haciendo referencia al chófer, que pareció no escuchar el halago ofrecido por su jefe—. No solo es un gran conductor, capacitado para manejar cualquier tipo de vehículo, incluidos carros militares, sino que también está entrenado en varias artes marciales y estilos de defensa personal. A partir de hoy, Manuel estará encargado de tu seguridad, Helena, y será tu conductor personal, lo mismo que este vehículo queda asignado para que lo necesites, amor.
Helena agradeció la generosidad de León con un beso.
—¿Has escuchado, Manuel? —preguntó León.
—Por supuesto, señor —respondió el chófer como si estuviera hablando a un sargento.
A través de la ventana, Helena contempló la gran propiedad de los Troy, que se extendía hasta donde llegaba su vista. La propiedad era tan amplia tenía una carretera individual, por la que estaban movilizándose en ese momento, junto con algunos caminos y vías secundarias que llevaban al acueducto, represa, laguna, campo de golf, club, piscinas y hasta enormes áreas de cultivo y pastoreo de semovientes que poseía lo que, más que una hacienda, parecía ser un país en miniatura. Inquieta por el sitio en donde habían aterrizado, Helena preguntó dónde estaban.
—Es una isla privada —contestó León—, en medio del Océano Pacífico, a unas doscientas millas náuticas de Hawaii por lo que, si preguntas por el país en donde estamos, en teoría es parte del territorio de los Estados Unidos, aunque digo que en teoría porque, según los mapas y convenciones internacionales, esta isla se encuentra en una especie de laguna jurídica y ningún gobierno tiene jurisdicción plena en esta área.
Helena dejó de mirar por la ventana para fijar sus ojos en León y cerciorarse si no bromeaba.
—¿Es en serio? ¿Eso es posible?
León sonrió, pero fue un gesto que evocaba complacencia, más que burla.
—Lo es, ¿y sabes qué es lo mejor?
Helena sonrió, satisfecha por la rápida deducción que hizo y que, conociendo a los multimillonarios, seguro era lo que más les interesaba.
—Que están exentos de impuestos.
León respondió con un beso.
—Tú lo has dicho, amor. Esta isla es el mayor y más valioso activo del conglomerado Troy, la joya de la corona para mi padre y sus socios.
Helena se sintió motivada.
—¿Y cuál es tu joya de la corona?
—Desde que tomaste mi mano, en el corredor de la cocina del hotel, lo eres tú, Helena y, estoy seguro de que, cuando mi padre te conozca, reemplazarás a esta isla.
El evento de celebración de los cuarenta años del conglomerado empresarial Missos fue calificado, en el más optimista y mejor de los adjetivos, como “lamentable”. Los peores diría que fue un desastre total, el comienzo del fin del liderazgo sin tachaduras del imperio de Fabricio Menón. Al terminar el evento, Fabricio convocó una reunión de urgencia para el día siguiente, al mediodía, en el edificio central de Missos, una torre empresarial de setenta pisos que señalaba el corazón de la ciudad.A las once y media de la mañana, en la sala de juntas, ya estaban sentados los representantes, presidentes, CEO´s y directores del conglomerado Missos, una especie de federación empresarial, bursátil y financiera que tenía como cabeza al hombre más rico y poderoso entre ellos: Fabricio Menón, que ocupaba la cabecera de la larga mesa de roble.—La situación es más grave de lo que parece —dijo Fabricio, dando comienzo, así, a la reunión—. Las acciones del grupo Missos cayeron más de diez puntos es
Casi una hora después de haber aterrizado, la camioneta ingresó por una portería de altos y gruesos muros blancos. Luego ascendió, a través de una carretera pavimentada, por una colina cubierta de un frondoso bosque tropical. Atravesó un amplio puente, bajo el que Helena pudo contemplar el paso de un río, no muy ancho, alimentado por una cascada a la que en ese momento surcaba un arcoiris. Sin importar hacia donde se dirigieran sus ojos, veía aves de diversos tamaños y colores, monos traviesos que saltaban entre las ramas, como si quisieran seguir el vehículo para espiar a sus ocupantes.—Es muy hermoso —dijo Helena sin dejar de mirar por la ventana—. Es como si esta colina no hubiera sido tocada por la mano del hombre, salvo para hacer esta carretera.—Y a
Caminaron por un conjunto de pasillos que a Helena le parecieron laberínticos y se detuvieron frente a otra puerta doble, similar a la del lector biométrico, solo que esta vez León presionó el botón de un comunicador. En una pequeña pantalla apareció el rostro de una mujer de unos treinta años, blanca, el rostro cubierto de pecas y cabello rojizo.—¿León? —preguntó la mujer— Creíamos que llegarías hasta mañana.—Bueno, cuñada, ya ves que me adelanté.Sonó la cerradura de la puerta y León la empujó, dejando pasar a Helena.—Es muy bella —dijo Helena. Tres lujosos Mercedes AMG aparcaron en la constructora Echandía Asociados, propiedad de Darío Echandía, el padrino de Helena, y los hombres que los conducían fueron recibidos por dos jóvenes secretarias que parecían competir por el cabello más rizado, el perfume más costoso y por la que llevase la falda más alta sin pasar por vulgar.—¿Cómo podemos colaborarles, caballeros? —preguntó la secretaria de cabello rubio cuando vio salir del ascensor a los tres empresarios.—Buscamos a Darío —contestó quien parecía guiar a sus otros dos compañeros, un hombre alto, de tez morena y cuerpo robusto—. Mi nombre es Diomedes Peña.—Lo lamento, señores, pero eUn viejo y sordomudo contador
Cuando León habló de ir al pueblo, Helena no se imaginó que se tratara de una pequeña ciudad tan opulenta. Al recorrer sus calles, se sintió inmersa en un barrio de Mónaco, con tiendas de moda de las mejores y más costosas marcas del mundo, lo mismo que joyerías, tiendas de calzado, perfumerías, restaurantes, bancos y hasta casinos, aparte de los edificios empresariales y las altas torres de reconocidos grupos financieros. —¿A esto te referías cuando hablaste de ir “el pueblo”? —preguntó mientras se acercaban al puerto, en donde predominaban los yates y otras embarcaciones de lujo. —Bueno, es que es una ciudad pequeña —contestó León—, por eso le decimos así, y como tampoco tiene un nombre oficial, solo le decimos “el pueblo”. Helena no terminaba de sorprenderse. Darío siguió a Diomedes, Mauricio y Diego, “el Oráculo”, a un bar que era reconocido por el hecho de que las camareras atendían vestidas solo con ropa interior. Se sentaron en una mesa VIP y pidieron una botella del mejor whiskey. La camarera que los atendió era una joven pelirroja cubierta de pecas en el rostro y por varias zonas de su cuerpo que, de haber estado vestida, no se habrían notado. —Te ves incómodo amigo —dijo Diomedes a Darío—, vamos, estás con nosotros, en confianza. —No es por lo que crees que estoy así —contestó Darío—, sino porque creo que ya había visto a la chica que nos atendió. Diomedes, Mauricio y el Oráculo intercambiaron una mirada. —¿Ah sí? ¿Cómo es eso? —preguntó Mauricio, divertido por lo que parecía, iba a ser una de las anécdotas dLa pelirroja
Las ostras con berenjena estaban deliciosas, pero la porción era demasiado pequeña para que Helena se diera por satisfecha, incluso después de haber comido los panecillos y el caldo.—No sabía que tuvieras cuatro hermanos —dijo Dafne—. Y dos de ellos son gemelos.—Sí. Mis hermanos varones son los gemelos, y las otras dos son mis hermanas, las dos mayores.—¿Son igual de hermosas que tú?—Lo son, sí —contestó Helena tras comerse el último bocado de berenjena—. Y las dos están casadas. La mayor con un ciclista profesional y la otra con un ingeniero químico.—Eres modesta, He
El Oráculo fue el primero en despedirse, seguido por Diomedes, que tenía una reunión importante a la que asistir.—¿A las nueve de la noche? —preguntó Darío con sarcasmo en el tono de su voz.—No es lo que quieres insinuar, amigo —contestó Diomedes mientras abotonaba el saco de su traje—. Son las siete de la mañana en Tokio. —Palmeó el hombro de Darío y luego el de Mauricio—. Hasta otra ocasión, caballeros.Darío siguió con la mirada a Diomedes y lo vio salir del bar. Luego vio a la pelirroja en tanga y brasier.—¿Sabes? —Le dijo a Mauricio— Yo también creo que me voy ya. A Patricia no le gusta qu