Capítulo 3: Ropa y persecusión

—De la escuela. Éramos compañeros. —Omitió, por supuesto, que alguna vez la había amado y ella se valió de ese amor para destruirlo —¿De verdad no te acuerdas? —cuestionó con incredulidad. Dio una risa baja y suspiró profundamente armándose de paciencia. No podía creer la situación.

Ciabel levantó una ceja por la actitud del desconocido.

—Si no me dices, no puedo acordarme.

Lo meditó unos instantes y terminó por negar con la cabeza. Tal vez no valía la pena decirlo, había pasado mucho tiempo y si no lo recordaba, no veía el motivo para traer eso a colación. O tal vez, pensó, no se atrevía a decirlo en voz alta y ver si le importaría recordar alguna de las cosas que había hecho, si se arrepentía o por el contrario se enorgullecía de sus actos.

—No importa, no hablábamos mucho de todos modos.

Era extraño estar hablando con esa chica. Ni por un segundo se habría imaginado que volvería a verla, ni la clase de encuentro que estaban teniendo.

—¿Puedes irte? —volvió a insistir—O llamaré a los de seguridad para que se hagan cargo de ti.

Apretó la mandíbula con frustración.

—No me voy a ir. Acabas de exponerme adelante de la televisión nacional, ¿crees que voy a poder estar en paz? —Rio con frustración. Estaba muy al tanto de cómo funcionaba el mundo y ya se podía imaginar lo que pasaría cuando se den cuenta en el chiquero en el que vivía—Sí, vine a robar, no he comido en dos días, me duele el cuerpo y mi bebé se está muriendo —dijo en un hilo de voz.

Respiró agitada con la ansiedad cosquilleando en su cuerpo. Estaba descargando sus frustraciones frente a alguien que ni idea tenía y que posiblemente tampoco le importaba mucho lo que hiciera o padeciera.

Damián tragó saliva sorprendido por su confrontación.

—Esto de robar no te va a llevar a ninguna parte.

Dio una risa amarga.

—Cierto. Solo a los políticos los dejan impunes —bromeó y respiró hondo—. No tengo nada. Si me llegan a ver cerca de donde vivo, no van a dejarnos en paz. Serías avergonzado y probablemente dirán que era una prostituta. Tienes que solucionar esto antes de que la situación empeore.

Ah.

Se refregó la cara.

—Bien, bien. Voy a hacerlo, pero no se te ocurra robarme nada —advirtió señalándola—. ¿Necesitas dinero?

No podía creer lo que estaba por hacer, pero no era la clase de persona que se quedaba de brazos cruzados. Si una pobre criatura estaba a cargo de una persona como ella... lo mejor era llamar a Protección Infantil.

Lo miró desconfiada.

—¿Como compensación por las molestias? —Entrecerró los ojos.

Levantó las dos cejas.

—¿Molestias? ¿Yo a ti? Tienes suerte de que no te haya denunciado frente a un programa en vivo.

—¿Me lo vas a dar por pena? —Sonrió. Bueno, era mejor que nada.

Rodó los ojos y terminó por asentir. Estiró su brazo tomando la billetera del bolsillo trasero de su pantalón. Sacó un fajo de billetes y se lo tendió como si no tuvieran importancia.

Lo contempló entre sorprendida y avergonzada de sí misma. A eso había llegado. Le había dado tanta pena al empresario al que le iba a robar que este había decidido darle billetes, que para colmo no podía rechazar por su hijo.

—No puedes irte a tu casa ahora mismo. La prensa está afuera y están esperando una conferencia de mi parte —explicó abriendo la puerta. Camino a la salida se detuvo y giró—. A propósito, ¿cómo es que pudiste entrar a la casa sin ser vista?

—Por la parte de atrás. No es muy buena tu seguridad.

Era bastante buena, a pesar de que era tan rápida como los perros que la habían perseguido. Los guardias, por otra parte, parecían haber estado ocupados controlando que ningún paparazzi se colara a la mansión. No sería la primera vez que pasaba por ese vecindario.

Estaba perdida en sus pensamientos cuando se dio cuenta de que la estaba viendo. Se puso derecha.

—Te ves horrible —reconoció Damián.

Hace muchos años, le había parecido una de las mujeres más hermosas que había visto. Se odiaba, porque por más de haber estado por más de seis años sin volver a verla, había visto a muchas modelos de pasarela y su aspecto fuera demacrado y le había hecho la vida imposible, le seguía pareciendo una de las más bonitas.

Sus ojos de distinto color eran la mejor parte de todas.

Se encogió de hombros ante el comentario.

Reparó en que inconscientemente se estaba abrazando, de que la ropa que traía, que constaba de unos pantalones cortos, una remera y un saco de verano, no era la adecuada y que incluso su perro podía vestir mejor.

—Acompáñame. No pueden verte así conmigo —se excusó con esa voz gruesa que ponía los pelos de punta. Empezó a caminar sin más.

La muchacha lo siguió con curiosidad.

—¿Ahora soy tu buena acción del día?

—No puedo dejarte salir así. ¿Y puedes quitarte eso del brazo? —inquirió caminando por el pasillo.

El lugar era enorme, blanco, inmaculado. Con cada paso que daba ensuciaba el suelo con sus zapatillas llenas de barro.

—Si lo hago, me voy a desmayar —murmuró. Se sentía un tanto pequeña en esa casa.

Como estaba de espaldas, se tomó el tiempo para examinarlo con la mirada. Su espalda era grande. Se notaba que hacía ejercicio. Cada movimiento suyo se le antojaba elegante y calculado, perfeccionista como alguna vez lo había sido.

—¿No tienes miedo de que te robe algo?

—Si lo haces y sales de mi casa, los perros te van a atacar. Identificarán el olor del objeto y...

—¿Eso es legal?

Suelta una risa baja.

—No los entrenamos para eso, pero son bastante listos, así que...

—Bien. —Volvió a repetir el gesto de poner los ojos en blanco—. No robaré nada, te lo juro.

Cruzaron la inmensa casa hasta dar con un elevador. Sería agotador subir tantas escaleras. Una vez allí, él tocó un botón mientras que ella lo observaba con curiosidad. Debía admitir que no había sido la mejor compañera en esos tiempos.

El silencio entre ambos era lo suficientemente incómodo. Era claro que el sujeto cuyo nombre desconocía tenía muchas cosas que decirle. No sabía quién era, no lo registraba.

Lo siguiente que pasó fue que le ordenó a una de sus empleadas guiarla a una de las habitaciones y conseguirle ropa decente.

No la quería cerca suyo durante tanto tiempo, si era sincero. Por ende, dejó que sus empleados se hagan cargo del problema.

Se encerró en su despacho sin más.

Ciabel estaba un tanto perdida.

La trataron como a una princesa y fue la primera vez en mucho tiempo que se sintió tranquila. Mientras le preparaban el baño, una enfermera de la casa fue a verla. Cosió su herida y la desinfectó. Le dolió horrores, e igualmente era mejor que no recibir atención médica. Se bañó en la tina después de tanto tiempo y casi se quedó dormida en esta.

Estaba tranquila, ya que a su bebé la cuidaba una de sus vecinas, era agradable.

Una vez salió, en la punta de la cama la esperaba ropa perfectamente doblada y planchada. Se colocó los jeans, la remera y el suéter, luego unos borcegos. Era una prenda tan simple y aún así le costaba reconocerse.

Ese día se fue, después de tanto, calmada.

Lo que no sabía era que Damián la estaba siguiendo.

No podía ir con el auto. Aún así, la siguió con una campera encima, que fue suficiente como para pasar desapercibido. No tanto, era obvio que no era de la zona.

Cuando atravesaron el barrio privado se desviaron por una carretera de tierra que ni siquiera sabía que existía. Allí, las casas estaban casi ocultas entre los árboles y se caían a pedazos.

Solo necesitaba la ubicación del lugar. No iba a denunciarla, aunque no podía quedarse de brazos cruzados mientras un bebé corría riesgo. Tampoco se iba a permitir sentirse culpable por actuar de manera responsable.

La casa en la que estaba era pequeña, simple, de madera. Parecía recién pintada. Al menos se esforzaba para parecer decente.

Esa misma tarde, Protección infantil llegó a la puerta.

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