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Capítulo 4: Angustia y arrepentimiento

La casa de la pelinegra no ocupaba ni una esquina de la fracción que tenía la mansión de aquel hombre. Era muy sencillo limpiarla y también desordenarla. Mientras acomodaba las cosas, el bebé veía videos en un viejo celular. Apenas usaba los dispositivos.

Se parecían bastante por las facciones de sus rostros en común. Lo único que tenía de distinto era el cabello pelirrojo y los ojos verdes de su padre.

Le tarareaba una canción de cuna por si se aburría. Suspiró agotada. Al menos con el dinero que le había dado pudo comprar la comida suficiente para una semana. Era demasiado. Procuró guardar otro tanto, no sabía cuándo sería la próxima vez que saliera ilesa luego de estar a punto de cometer un crimen.

Entonces tocaron la puerta y la poca tranquilidad de ese día se había ido por los trastes.

No pudo evitar sentir ansiedad. Aún así, sin miramientos, la abrió.

Dos mujeres estaban delante de ella. Una pelirroja y otra rubia.

—Buenas tardes, señorita —saludó la pelirroja con simpatía.

La miró con fijeza, impaciente. Detestaba los saludos cordiales. Se moría de ansiedad cuando sabía que había algo por decir y evitaban hablar al respecto.

—Buenas tardes —susurró—¿En qué puedo ayudarlas? —Sonrió con nerviosismo. Apretó un poco fuerte la manija de la puerta.

—Bueno... —dijo la rubia—Somos de protección infantil y hemos recibido informes de que no se está cuidando al niño como debería.

En ese instante quiso cerrar la puerta delante de ellas. La mano que sostenía el picaporte tembló ligeramente.

—Él está en perfecto estado, quien quiera que sea la persona que se comunicó con ustedes, les mintió. Yo cuido a mi bebé con mi vida. Muchas gracias por su preocupación, pero estamos bien —afirmó con el mentón levantado.

La visitante dio una vista rápida a la casa. Comenzó a sentirse juzgada. Luego, bajó la mirada hacia la ropa que tenía encima. Era una suerte que le hubieran dado esa ropa, ese dinero, ese día.

—Esto es temporal, por supuesto. Tuve problemas con su padre y...

—¿Sí?

—No sé quién es —mintió. Quería mantenerlo al margen lo más posible. Si empezaba a hablar, probablemente le dirían que las cosas debían ir a un juicio y ya sabía quién de los dos tenía más posibilidades de ganar. No iba a dejar que se lleve a su hijo—. No lo recuerdo, pero... mi bebé está en perfectas condiciones.

Prefería parecer una inmoral a tener que enfrentarse a una lucha que aún no podía ganar.

Vio a ambas intercambiar miradas entre sí. Sabían que estaba mintiendo.

—¿Nos permites pasar? Debemos asegurarnos de que las cosas estén en orden antes de seguir nuestro camino.

Dio su mejor sonrisa falsa.

—Por supuesto. Adelante, sean bienvenidas. Acabo de terminar de limpiar, por el momento.

Al menos, el suelo era de madera y no de tierra, como la mayoría de las otras viviendas de esa cuadra.

—Tomen asiento. ¿Gustan algo de beber?

—Estamos bien —aseguró la rubia—. Yo soy Ana y ella es Cecile.

Asintió.

—Un gusto. Mi nombre es Ciabel, Ciabel Armstrong. Él es Ciro.

Al instante, las dos vieron al pequeño, quien estaba absorto en sus videos. Al sentirse observado giró a verlas y les dio una sonrisa.

—Hola. —Saludó con la mano y una sonrisa sonrojada, tímida. Volvió al celular.

—¿A qué se dedica, señorita Ciabel?

Parpadeó.

—Bueno... Soy asistente de cocina. —Si ella ayudó en una mentira, le convenía a su cómplice que la ayude también con la suya.

La charla, afortunada o desafortunadamente, no duró mucho más. Se aseguraron de realizarle diferentes clases de preguntas y luego se retiraron.

Su falsa sonrisa se borró apenas se cerró la puerta.

Sus latidos estaban descontrolados. Se encerró en el baño para que Ciro no la viera. Estaba empezando a marearse. Se tapó el rostro con una mano, derrotada. Tomó asiento en el váter. Sus dos piernas estaban temblorosas. Estaba asustada y al mismo tiempo demasiado furiosa.

Sabía que era más que probable que el involucrado detrás de eso era el mismo Víctor. La sola idea de volver a verlo la repugnaba. Al fin y al cabo, todo lo que estaba pasando era culpa suya.

Por supuesto que era responsable de sus acciones, pero ¿qué más podía hacer cuando estaba entre la espada y la pared?

Los moretones que aún estaban algo visibles eran la evidencia de lo que pasaba cuando se atrevía a vivir con normalidad.

Le había costado horrores conseguir un empleo que no pidiera experiencia ni título secundario. Era camarera en un restaurante, dónde ganaba lo suficiente como para pagar la comida y el alquiler. Sin embargo, la felicidad duró poco cuando se cruzó con un amigo de su ex.

Al día siguiente, Víctor entró. No lo hizo solo, claro que no. Las personas como él siempre estaban acostumbradas a escudarse con los demás. Para colmo, había entrado con un pasamontañas para salir ileso de cualquier denuncia.

Así que rompieron vidrios, mesas, platos, y… también a ella. Las pocas esperanzas que tenía de salir adelante se desvanecieron mientras él le daba patadas en el suelo. Una y otra vez.

Le había arrancado los sueños de un tajo. Otra vez.

Antes, se había encargado de que cada agencia de modelos a la que iba la rechazara, bajo un rumor y unas pruebas falsas de que era una estafadora.

Aún así, no era el primer intento de conseguir un buen trabajo. Primero fue cajera en un supermercado, luego asistente de cocina. No importaba dónde estuviera, la terminaba encontrando.

Se había quedado sin nada. Sin dinero, ni trabajo, ni esperanzas.

Para alguien que vivió toda su vida con muy pocas ganas de vivirla, fue duro tener que afrontarlo: no podía luchar contra él.

Empero, no solo era responsable de su vida, sino también la de su hijo. Por eso, decidió que iba a ponerse de pie y no iba a dejar que una persona tan horrible le arruinara la vida.

Haría lo que fuera para proteger a su bebé. Incluso si eso la hacía una criminal y una mala persona… no lo dejaría a la deriva. No como hicieron con ella.

Tenía miedo, por supuesto. Vivía con el terror latente de ser encontrados. De que Victor podría llevarse a Ciro.

Así que cuando esas mujeres se fueron y luego de que pasó el ataque de pánico, supo exactamente lo que tenía que hacer.

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Damián no había pegado el ojo en toda la noche, puesto que se la pasó cuestionando si lo que había hecho había sido la mejor opción para los dos o, por el contrario, había cometido un error.

A la mañana siguiente despertó con un sentimiento amargo recorriendo su cuerpo. La culpa no lo había dejado dormir.

Comía sus panqueques de avena con malhumor, hasta que un guardia tocó la puerta. Se puso de pie con el ceño fruncido. No solía venir nadie a esas horas.

—¿Pasó algo?

Adrián sonrió.

—Hay una joven esperándolo en el portón. Quiere hablar con usted. Tiene un niño en brazos, debe tener unos dos años o algo por el estilo.

Lo miró con seriedad.

—¿Qué le parece chistoso, Adrián? —habló entre dientes—Hágalos pasar.

Tenía una idea de la persona que podía ser. Volvió a sentarse en su sitio a prepararse mentalmente para soportar el regaño que iba a recibir de Ciabel.

Dos minutos después, ella estaba en la misma entrada por la que había aparecido el guardia. La vio por un par de segundos. Sin duda, la ropa que le había dado le sentaba de maravilla. El bebé, debía reconocer, estaba diez veces en mejor estado que la madre. Se notaba que lo cuidaba demasiado. Hasta la ropa que llevaba encima parecía ser de marca y no cualquiera. Estaba bien abrigado, bien alimentado y no tenía ningún golpe a la vista.

—Buenos días —saludó la mujer de ojos diferentes—¿Tiene un momento, señor? —inquirió mucho más educada de lo que se había comportado el día anterior. A pesar de eso, el tono de su voz era arisco.

—Viendo que ya ha venido e interrumpido mi desayuno, no veo por qué no echar en vano esos segundos de paz sacrificados para oír aquello que quiere decirme —respondió irónico.

El niño ladeó la cabeza viéndolo, luego se distrajo detallando la arquitectura del lugar. No estaba pendiente de la conversación.

—¿Qué hace aquí, señorita Ciabel? ¿Cuándo le va a quedar claro que usted no es bienvenida aquí?

La aludida se dedicó a mecer con calma a Ciro, para después bajarlo y tomarlo de la mano. No tenía las fuerzas suficientes como para cargarlo durante mucho tiempo.

—Tengo un reclamo del que usted bien sabe de qué se trata. —Se acercó más.

Bastó una mirada de reojo al guardia para que este comprendiera que el jefe quería estar a solas.

—¿Sí? —preguntó como si no supiera.

—Sí. Me expuse frente a la televisión nacional y fingí una mentira por ti. Creo que es hora de tener una retribución. Esta mentira… —titubeó—creo que podría ayudarnos a ambos. ¡Casémonos!

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