Inicio / Romántica / Traicionero:Enamorado de la hija de mi enemiga. / 1. El pacto de los destinos entrelazados.
Traicionero:Enamorado de la hija de mi enemiga.
Traicionero:Enamorado de la hija de mi enemiga.
Por: Queen Red.
1. El pacto de los destinos entrelazados.

— Ella no tiene ni la menor idea… — Su mirada se posaba en lo que estaba a punto de hacer sin pensarlo dos veces. —Ella no tiene idea de todo lo que he sufrido desde que, por su m*****a culpa, mi padre se quitó la vida. En cómo destruyó a toda mi familia, esa infeliz —continuaba hablando sin dejar de ver su objetivo. —. Y cuando finalmente se dé cuenta, será demasiado tarde.

Sin más, en ese preciso momento, varios Cadillac rojos y negros se encontraban ocultos, discretos, testigos de lo que estaba por ocurrir. Al otro lado de la amplia área de campamento, la mujer dio la vuelta al auto, lo puso en marcha y, en ese preciso instante, algo inesperado sucedió. El hombre de mirada penetrante que se escondía salió corriendo hacia el auto en movimiento, chocando contra él y cayendo al pavimento de bruces. El vehículo se detuvo abruptamente, y la mujer salió del mismo con una expresión de profunda preocupación, acercándose al joven en el suelo.

— ¿Estás bien? ¿Qué ha pasado? —le preguntó con evidente ansiedad en su voz mientras tomaba con delicadeza sus brazos, a pesar de los quejidos de dolor del joven, quien tenía una mano en la sien. — Por el amor de Dios, juro que no te vi. ¿Estás…?

—¿Hay sangre? —preguntó él, mirando su mano derecha, intentando identificar si había señales de lo que acababa de ocurrir, sin dejar de quejarse por el dolor.

— ¿Dónde?

—Aquí. —Se señaló un lado de su cabeza.

— No… ¿Se golpeó la cabeza allí? — Le preguntó mientras con cuidado ladeaba un poco la misma, acariciando el lugar del golpe. —No, no sale sangre, está bien. Venga, levántate. — Le pidió, sosteniéndolo de los brazos mientras él se quejaba. —Dios mío, ¿puede decirme por favor cómo se siente? — Le preguntó mientras él se ponía de pie con cierta dificultad. — ¿Cómo se siente?

—Bien, gracias a Dios. —Le respondía mientras no dejaba de tocar un lado de su cabeza.

— ¿Seguro?

—Sí, pensé que me había roto la cabeza.

— No… — Entre una risa un tanto nerviosa, ella dijo mientras, por inercia, se agachaba un poco y recogía del pavimento el zapato que había quedado a pocos metros de ellos. Ella se lo entregó, él le dio una sonrisa un tanto entre queja por el dolor, y ella le dijo: —No sé cómo pedir perdón. — Le decía mientras veía cómo él se ponía el zapato negro en su pie izquierdo. —No sé qué pasó. — Agregó entre una risa corta y nerviosa por la situación. —Es que estaba yo muy apurada y…

—No, es que yo fui el que no se fijó. Yo… — Su voz bajó y tomó un tono trémulo. —Se me acabó el trabajo y venía distraído pensando en qué hacer. Pero no me haga caso, todo me ha salido mal hoy y…— Cubrió un poco sus ojos con su mano derecha entre sollozos. La retiró, miró a la mujer y dijo: —Ahora estoy aquí, desahogándome con usted y ni siquiera la conozco. —Sollozó y la mujer lo miraba sin decir nada, pero con una expresión comprensiva y atenta. Le pasó un pañuelo blanco que sacó de uno de los bolsillos traseros de su pantalón deportivo. Él lo recibió y limpió con él sus mejillas, nariz y ojos.

—No, si es por eso, es fácil… Tendió su mano. — Dalia Hiddleston. — Se presentó, y él, entre lágrimas, tendió su mano también y la apretó un poco con la contraria hasta que dejaron de hacerlo. — Además, ya nos conocíamos, ¿se acuerda? Me dio una champagne muy buena, por cierto…

—Bueno, entonces yo soy Thomas Mikaelson.

— Un placer, Thomas…

—¿Por qué… no mire… me dice que se está quedando sin trabajo? —habló la mujer al regresar del auto y sacar de él su cartera de mano, abriéndola y sacando una pequeña tarjeta blanca con bordes en rojo. — O no sé… Entonces, pase por la oficina. — Le tendió la tarjeta y él la recibió. —Sí, ahí vemos qué podemos hacer…

— Hiddleston Constructores… — Leyó la tarjeta él con una breve sonrisa y ella asintió. — Pero… — rió un poco. —Yo no sé nada de construcción.

— Eso no… Solo cumple con ir y hablamos.

—Bien… —Le sonrió.

—Yo… Permiso, cuídese mucho. — Le dijo entre una corta sonrisa, alejándose, dando la vuelta y caminando hacia la dirección del auto.

Cuando ella le dio la espalda, la sonrisa en el rostro del de mirada esmeralda se desvaneció como espumas en aguas oscuras. Pero esa misma al segundo volvió cuando la mujer volteó a verle desde la poca lejanía, y esta le sonrió de igual forma antes de volver a mirar hacia el auto, entrar en él, arrancar y dejarle atrás. Allí, mientras veía cómo el auto se alejaba, volvió a desvanecer su sonrisa entre una expresión de fastidio y odio. A su vez, examinó la tarjeta con su caligrafía cursiva, letras mayúsculas y tinta negra:

*HIDDLESTON CONSTRUCTORES

Todo al alcance de tus manos.

Dalia Hiddleston.*

—Todo va a salir como tenga que salir. Y con mi odio, así será. — Viendo hacia la tarjeta que sostenía, se decía con un tono severo, lleno de rencor. — Y nadie me va a detener.

Se dio la vuelta y sin más, después de una última mirada a la mujer, volvió al silencio, volvió a su rencor… Sin mirar atrás…

---------------------------------------

Al salir de aquel lugar, se dirigió directamente a su casa. Esta residencia se encontraba alejada de las lujosas y costosas viviendas de las afueras del barrio. Al entrar, lo hizo con cautela y en silencio. Sin embargo, su atención se centró de inmediato en un rincón junto a la puerta. Allí, descubrió un altar improvisado abarrotado de velas, santos, Vírgenes Marías y otros objetos religiosos. Este era un lugar que solo una persona visitaba regularmente, y esa persona estaba presente como siempre, en silencio y sin emitir palabra alguna.

Suspiró y continuó su camino hacia el pequeño patio de la casa. Allí encontró a un joven moreno, de atractivo semejante al de un modelo, pero con una pureza, pulcritud y recato que lo hacían destacar. El joven lavaba la ropa a mano, concentrado en su tarea y con su avellana mirada fija en ella. Su cabello gris y largo cubría gran parte de su rostro.

—¿Qué más? —preguntó y saludó al acercarse a él.

El joven de mirada avellana detuvo su labor por un momento, sin soltar la ropa, y respondió:

—Mira, Thomas, el escándalo en la capilla fue realmente desagradable. Qué pena con el Padre Miguel.

—Regañé a Selena y a Mariano; fueron ellos los que empezaron —le dijo, ya que, sin más, antes de llegar a la casa, hizo una parada en la iglesia y allí tuvo una breve discusión con Selena y Mariano, dos personas de las cuales nunca ha gustado y que siempre son una jodida piedra en el zapato.

—Claro, ellos fueron quienes comenzaron, pero usted continuó, ¿no es así? —le preguntó mientras pasaba junto a él para colgar una camisa negra mojada en una de las tiras del patio. Al terminar, lo miró y añadió: — Ten mucho cuidado con Selena, entre más concesiones le hagas, peor será la situación.

—Ella misma se mete en problemas. Pero estoy seguro de que puedo manejarla —respondió cruzando los brazos, notando el cinismo en las palabras de su interlocutor.

—Oh, por supuesto, "puedo manejarla". ¿Y qué sucede cuando no estás aquí? ¿Quién la manejará entonces? —preguntó mientras colgaba más camisetas, sin poder evitar mirar hacia la entrada del patio. Allí estaba ella, sosteniendo un bastón de madera que le proporcionaba equilibrio debido a su falta de visión, con un parche en un ojo y el otro completamente cerrado. A pesar de los años, conservaba su rigidez, neutralidad y frialdad.

Ella habló entonces:

—De manera que pasas por encima de tu abuela y ni siquiera la saludas.

El hombre de tez similar a las nubes suspiró, dio la vuelta y le respondió antes de intentar salir del patio:

—Buenas…

La anciana se interpuso en su camino y le preguntó:

— ¿Con quién estabas?

—Estaba con el padre Miguel y algunas personas en la iglesia.

—No huele a Padre Miguel ni a gente de la iglesia ni a la iglesia… —dijo mientras caminaba hacia el fondo del patio y se sentaba en un banco, y continuó—. ¿Dónde estabas?

—Estaba con mi hermana Leila, ¿estás satisfecha?

El rostro de la mujer se oscureció.

— No. Sabes perfectamente que no me agrada que visites la tumba de esa joven.

—Ella es mi hermana.

—No, esa bastarda no tiene relación con nosotros. —Ella lo reprendió, golpeando el suelo del patio con la punta de su bastón.

—Es mi hermana, y si tú le diste la espalda, yo no voy a hacer lo mismo, Pepper…

—A la que tenía que rescatar era a usted, no a ese estorbo.

—Ese estorbo, como usted le dice, tiene mi sangre.

—Tiene la sangre de esa desgraciada. De no ser por esa miserable, su padre todavía estaría vivo y no se hubiera ido con ella.

— Leila no es culpable de nada, Pepper. No merece tu odio. Por favor, déjala en paz. — Con un tono enojado en su voz, pronunció estas palabras y salió del patio, dejando a la mujer y al otro hombre atónitos, con una expresión de preocupación en sus rostros.

Capítulos gratis disponibles en la App >
capítulo anteriorcapítulo siguiente

Capítulos relacionados

Último capítulo