Theodoros escuchó el sonido de los pasos acercándose por el pasillo. No tuvo que esperar mucho; Callista se detuvo muy cerca, haciéndole saber que su tiempo privado con Nereida había terminado.
—¿Cuánto tiempo más vas a continuar de esta manera? —La pregunta hizo arder su sangre. Apretó su mano en un puño, conteniendo el impulso de mandar a Callista lejos de allí.
—Lo que haga o deje de hacer no es asunto tuyo —replicó, girándose lentamente. Su rostro era perfecto, como si los mismísimos dioses del Olimpo lo hubieran tallado en mármol. Así de pétreo.
—Han pasado semanas...
—¡Y podrán pasar años! ¡Nada cambiará! —gritó, perdiendo el control. Su esposa había muerto hacía dos meses, pero el dolor seguía tan vivo como el día en que el médico le informó de su deceso.
Ese dolor lacerante le atravesaba el pecho como un puñal, la misma sensación que lo había invadido al descubrir que Nereida le había ocultado su enfermedad. La impotencia y el enojo corroían su corazón; no se había dado cuenta de la gravedad de la situación, creyendo ingenuamente que su mundo era perfecto. Había sido un completo idiota.
—A Nereida no le habría gustado verte así, Theodoros. Ella se enamoró de tu fuerza, de tu gallardía y de tu inquebrantable deseo de superación. No la defraudes. Cumple con su último deseo.
—¡Lo que me pides es inconcebible! ¡El cuerpo de Nereida ni siquiera ha terminado de enfriarse en su tumba! ¡Ni siquiera me has permitido vivir mi duelo!
—Theo...
—Cada vez que se fueron de viaje, me mintieron, Callista. Tal vez no habría cambiado el final, pero al menos me habría gustado estar con ella, ¡sostener su mano cada vez que se sometía a los tratamientos! —Theo no se molestó en controlar su tono. Quería que Callista supiera exactamente cómo se sentía.
—Ya lo has dicho, Theo. Nada iba a cambiar el destino de Nereida; sin embargo, le prometiste en su lecho de muerte que cumplirías con su última voluntad.
Theodoros se apartó cuando la mano de Callista se posó sobre su hombro, alejándose de su toque.
—Esto parece más un deseo tuyo que de la propia Nereida —replicó, mirándola con reproche—. No dudo que fuiste tú quien la convenció de incluir esa cláusula en el testamento. Le llenaste la cabeza de ilusiones y lograste arrancar de mis labios un juramento que no deseaba hacer —le recriminó, con el rostro encendido por la ira. Sus palabras obligaron a Callista a retroceder.
—Cuando viniste a pedirme la mano de Nereida, me prometiste cuidarla, amarla y cumplir todos los anhelos de su corazón. ¿Lo has olvidado, Theo?
Callista no se molestó en acercarse de nuevo al viudo de su sobrina.
—No.
Theodoros Xenakis jamás podría olvidar cada promesa que le hizo a su joven esposa. Cuando conoció a Nereida, pensó que era inalcanzable, como una estrella en el cielo. Nunca habría imaginado que se fijaría en él, un simple empleado de Mavros Technologies.
El dolor volvió a lacerar su corazón, obligándolo a contener los recuerdos. Debía serenarse.
—Te entregué todo, Theo: la fortuna y la joya más preciada de la familia Mavros —Callista no iba a rendirse. Estaba decidida a recordarle lo que estaba en juego, sin remordimientos. No permitiría que el legado de su familia muriera con Nereida.
—Déjame vivir mi duelo, Callista —pronunció con cansancio—. Hablaremos después.
Sin esperar respuesta de su tía política, abandonó la sala. No era la primera vez que Callista tocaba el tema, y sabía que tampoco sería la última. La conocía demasiado bien como para no saber que este sería el cuento de nunca acabar. No obstante, estaba decidido a resistir todo lo que fuera posible.
Theo se dirigió a las instalaciones de Mavros Technologies. El trabajo era lo único que lo distraía del dolor y, al mismo tiempo, lo mantenía alejado de Callista.
—¿Siguen los problemas en casa? —preguntó Apolo, su abogado y mejor amigo, mientras dejaba el contrato que estuvo revisando sobre el escritorio.
—Sí. Y seguirán mientras no acceda a cumplir con la última voluntad de Nereida —Theo se levantó de la silla, caminó hasta el minibar y llenó dos vasos con licor.
—¿Estás decidido a no cumplirla?
La mano de Theo apretó con fuerza el cristal.
—No es fácil tomar una decisión como esa, Apolo. Sinceramente, no estoy, ni me siento preparado para ser padre en estos momentos.
—Conoces a Callista; no quitará el dedo del renglón hasta convencerte.
—No hay manera de que lo consiga. Soy yo quien decide, no ella.
Apolo negó con la cabeza y bebió un sorbo de su bebida, ignorando la quemazón en su garganta.
—Yo que tú, lo pensaría mejor. Callista fue como una madre para Nereida; dedicó los últimos veinte años de su vida a cuidarla y protegerla como lo más valioso.
—¡Lo sé! Entiendo que la tragedia de su familia la marcó profundamente, y que quiera preservar su linaje, pero no voy a permitir que dirija mi vida. ¿Qué le diré a ese niño cuando pregunte por su madre? No, Apolo. Ser padre debe ser una elección, no una obligación.
Apolo se quedó en silencio por un momento, sopesando las palabras de su amigo. Sabía que Theo estaba atravesando un dolor inmenso, pero también sabía que el último deseo de Nereida no era algo que se pudiera tomar a la ligera. Callista no descansaría hasta ver cumplido el juramento que Theo hizo junto al lecho de muerte de su esposa.
—Nadie puede obligarte a ser padre, Theo. Pero quizá, con el tiempo, lo veas de otra manera. —Apolo se levantó, dejando el vaso vacío sobre el escritorio—. Por ahora, lo mejor será que te tomes tu tiempo.
Theo asintió, pero en su interior sabía que la presión de Callista no cesaría. Y aunque su dolor seguía tan fresco como el día que Nereida partió, el futuro se vislumbraba incierto. La promesa que había hecho lo perseguiría siempre, y tarde o temprano tendría que enfrentar lo inevitable.
Las siguientes semanas aprovechó los viajes y reuniones de negocios para estar el menor tiempo posible en casa. Con éxito y esfuerzo, consiguió no cruzarse con Callista ni por accidente, consciente de que eso no iba a durar para siempre.
Theo no estaba equivocado y aquella noche, justo cuando se cumplían cuatro meses de la partida de Nereida, no pudo esquivar más al destino. Callista lo esperaba sentada en el sillón de la sala, iluminada por la tenue luz de la luna filtrándose por el ventanal.
—Te he estado esperando, Theo —murmuró, encendiendo las lámparas de la sala. Callista tenía una copa de vino en la mano y decisión en la mirada.
Theo dejó el portafolios sobre el sillón a su lado, se aflojó la corbata, pero no se sentó. Su mirada se desvió al enorme cuadro de Nereida, una pintura que capturó para siempre su hermosa sonrisa. El dolor atravesó su corazón, empujándolo lejos de él; prestó atención a Callista.
—Te he dado tiempo —expresó, dejando la copa de vino sobre la mesa de noche y poniéndose de pie para no estar en desventaja frente a Theo—. He dejado que huyas y he fingido no darme cuenta de que lo haces, pero ya no puedo esperar más tiempo.
—Basta, Callista; esto no va a llevarnos a ninguna parte, ¿lo entiendes?
—Tienes razón; hay muchas maneras de conseguir cumplir el deseo de Nereida, y si no eres tú, puedo elegir al hombre que se convertirá en el padre de su hijo.
La ira burbujeó como la espuma de las olas del mar Egeo.
—¿De qué estás hablando?
—No voy a rogarte más, Theo. Le hiciste una promesa a mi sobrina que no estás interesado en cumplir...
Theo apretó los puños, conteniéndose para no explotar.
—Ser padre es una elección, Callista, y sí, era el sueño de mi vida formar una familia con Nereida, pero gracias a que me mintieron todo el tiempo, ni siquiera supe de su enfermedad. ¿Cómo esperas que me sienta al respecto? Desde su enfermedad hasta el procedimiento de vitrificación de ovocitos fueron desconocidos para mí. ¿Cómo esperas que me tome todo con fría calma?
—Su enfermedad comenzó antes de que ustedes dos se casaran, Theo. Ella decidió guardar y congelar sus óvulos antes de someterse a la primera quimioterapia.
—¿Y esperas que eso me haga sentir mejor? —cuestionó con los ojos encendidos por el enojo—. Éramos novios, íbamos a casarnos. Tenía todo el maldito derecho a saber lo que pasaba con Nereida...
—Ella no quería verte sufrir, ¿por qué no lo entiendes?
Respirando profundamente, Theo trató de relajarse. Esta era una discusión perdida. Amaba con todo su ser a Nereida, pero eso no cambiaba el hecho de que le había mentido y, encima, le había hecho prometer que cumpliría su última voluntad. Tontamente había aceptado sin imaginar de qué se trataba hasta la lectura del testamento.
—Voy a liberarte de esa promesa, Theodoros —pronunció Callista con fría calma.
—¿Qué? —la confusión se dibujó en el rostro de Theo. Evidentemente, no esperaba esas palabras, no con la insistencia que casi lo vuelve loco.
—He enviado los óvulos de Nereida a los Estados Unidos. Una clínica en California será la encargada de elegir al hombre que va a convertirse en el padre de ese niño…
La mirada de Theo cambió, y su rostro se encendió, mostrando la ira que las palabras de Callista habían despertado en él.—¿Qué has dicho? —preguntó, con un tono ronco y frío que anunciaba peligro. Callista dio un paso atrás, pero no estaba dispuesta a dejarse intimidar. Había hecho lo que tenía que hacer para que el nombre de su familia no se perdiera.Había sobrevivido para cuidar de Nereida, y haría lo mismo por su hijo. Haría todo lo que no pudo hacer por su pequeña, a quien perdió aquella fría noche de noviembre, por culpa de Eryx.—Lo que has escuchado, Theo. Si no quieres cumplir con el deseo de Nereida, no te sientas ofendido porque yo sí lo haga.—¡No tienes ningún maldito derecho a tomar esa decisión! —gritó enardecido. Theo se obligó a alejarse de Callista para controlar el deseo de matarla. La sangre le hervía de indignación.—Por supuesto que tengo todo el derecho a tomar esta decisión. Nereida lo hubiese querido así.Theo apretó los dientes hasta sentir que iban a partir
Penélope se dejó caer en el sillón, cubriéndose los ojos con las manos mientras el silencio la envolvía. Había llevado a Fénix de regreso a su casa, pero antes pasaron por el supermercado para comprar alimentos, frutas y vitaminas. Afortunadamente, tenía dinero para cubrir esos gastos, pero ¿cuánto le iba a durar? Faltaban tres meses para que Fénix diera a luz y luego vendrían los gastos de ropa, leche y pañales. Todo eso era lo que, siendo una madre subrogada, no debía ni tenía que preocuparse.—¿Qué es lo que has hecho, Penélope? —se preguntó, apartando la mano de su rostro.Había sido una locura prometerle a Fénix ayudarla, y ahora, ¿qué iba a hacer? No tenía más opción que apresurar su siguiente embarazo. Para colmo de males, esa mañana, ocupada resolviendo los problemas de Fénix, no se había hecho las pruebas, por lo que tendría que regresar a la mañana siguiente.Era una complicación que no necesitaba, pero que, en un momento de debilidad, había asumido.Si su pasado no fuera ta
Penny esperaba una reacción del hombre tras su insulto, pero él ni siquiera la miraba. Sus ojos, protegidos por lentes oscuros, mostraban una expresión imperturbable, como si no hablaran el mismo idioma. Un escalofrío recorrió su columna vertebral; no sabía exactamente por qué, pero decidió ignorarlo.La actitud arrogante de Theo molestó a Apolo; nada le costaba disculparse con la mujer cuando era evidente que la distracción de su amigo la había empujado al piso. Pero, dada la condición de Theo, tras el agotador viaje y las pocas horas de sueño, lo mejor era alejarlo de allí para evitar un escándalo frente a las puertas de la clínica.—Será mejor que sigamos —dijo Apolo, colocando una mano firme sobre el hombro de Theo.Él apenas reaccionó, pero antes de dar el siguiente paso y alejarse de la mujer, le dedicó una breve y casi imperceptible mirada. Penny no lo notó debido a los grandes y oscuros lentes que él llevaba, pero Theo la miró con una mezcla de indiferencia y desprecio.—Vamos
Penny sintió que el mundo se desmoronaba al ver al hombre parado frente a ella. ¿Era Theo Xenakis? No, no, esto no podía ser. ¿Acaso se acababa de convertir en la portadora del hijo de ese hombre jodido y arrogante?Un nudo subió a su garganta mientras Theo Xenakis la miraba de una manera extraña. Penny no había olvidado su semblante frío desde la única vez que tuvieron la desdicha de encontrarse, pero nunca había tenido la oportunidad de mirarse en esos ojos oscuros como una noche sin luna.Theo se sorprendió al encontrarse con aquella mujer. Sin moverse del umbral de la puerta, intentó recuperarse de la impresión. De repente, no sabía qué sentir al verla. No sabía si debía agradecerle por su “noble” labor o sentir desprecio por su elección de profesión. Solo una mujer sin sentimientos y sin valores podía dedicarse a algo así: llevar a un bebé en el vientre por nueve meses y luego desprenderse de él sin ningún miramiento, dejándolo atrás con el suficiente dinero en el bolsillo para n
¿Felicidades…?Theodoros Xenakis no encontraba felicidad alguna en la noticia recibida. Todos los años que duró su matrimonio con Nereida, se imaginó este momento y lo feliz que sería el día que le dijeran que iba a ser padre. Incluso, en sus recuerdos, podía sentir y saborear la alegría de aquellos momentos. Ahora todo era distinto: no conocía a la mujer que llevaba a su hijo en el vientre y no quería conocerla. No había necesidad…«Ese hijo también es de Nereida, llevará su sangre. Será como tener un pequeño pedazo de ella. Piénsalo mejor, Theo. Ahora que te has decidido, ¿por qué tienes que vivir el proceso lejos de tu hijo? Ve forjando lazos afectuosos con él o ella, para que en el futuro no se sientan como dos desconocidos.»Las palabras de Apolo fueron un baldazo de agua fría para Theo, un golpe de realidad. Apolo tenía razón. Esa criatura llevaba la sangre de Nereida; era lo único que le quedaría de ella para el resto de sus días. Además, ya estaba hecho; nada iba a cambiarlo.
El estruendo de la tempestad iluminó la sala de la mansión Mavros aquella fría noche de noviembre, revelando dos figuras en la penumbra. Los relámpagos destellaban a través de las ventanas, dejando ver el rostro pálido de Eryx y la mirada severa de su esposa, Callista.—¿Qué has hecho, Eryx? —preguntó Callista con voz contenida sosteniendo una nota de deuda increíble.Eryx, con el semblante desencajado, parecía un hombre acorralado, como si lo persiguiera una manada de lobos. El color había abandonado su rostro, y su cuerpo temblaba levemente.—Lo siento, Callista, te juro que no fue mi intención —balbuceó mientras echaba una mirada nerviosa hacia la puerta, como si esperara que en cualquier momento la derribaran—. Intenté dejar el juego, pero fallé.—¿De qué estás hablando? —Callista retrocedió un paso, alejándose de su esposo cuando intentó tomarle la mano.Ellos no eran una pareja unida por amor, sino por un acuerdo comercial impuesto por su padre apenas unos meses antes de su muer