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Capítulo: Una sucia petición

En el hospital.

La luz fría de la oficina del doctor iluminaba el rostro de Darina, quien escuchaba las palabras del médico como si vinieran de muy lejos, amortiguadas por una niebla densa que la separaba de la realidad.

—Su madre está muy débil. No sabemos si resistirá la cirugía, pero es la única opción. Debe hacerse lo antes posible. Si se retrasa… las consecuencias podrían ser irreversibles.

El aire se volvió pesado. Un nudo se formó en su garganta, apretándola como si alguien le rodeara el cuello con una cuerda invisible. Su madre… Su vida pendía de un hilo.

—Lo entiendo —murmuró, su voz quebrada, pero firme—. Conseguiré el dinero. Haré lo que sea necesario.

El médico la miró con gravedad, como si pudiera leer la desesperación en sus ojos. Asintió con un leve gesto y antes de dar por terminada la consulta, añadió:

—El tiempo es clave. No lo olvide.

Darina salió del consultorio con pasos mecánicos.

La desesperación la envolvía como un manto. Su mente martillaba una y otra vez la misma pregunta: ¿cómo iba a conseguir tanto dinero en tan poco tiempo?

La respuesta ya la tenía. Era un sacrificio enorme, pero no tenía opción.

Miró a su madre a través de la ventana de la habitación, frágil entre las sábanas blancas. Su pecho subía y bajaba con dificultad.

Sus labios estaban resecos, su piel pálida. Una punzada de angustia le atravesó el pecho.

No podía perderla.

Su teléfono vibró en su bolsillo. Lo sacó con manos temblorosas. Un mensaje apareció en la pantalla.

«Todo está listo para esta noche. Mi chofer pasará por ti. Debemos discutir los términos.»

Un escalofrío recorrió su espalda.

Su corazón latió con fuerza. Sabía que, una vez respondiera, su vida cambiaría para siempre.

Miró de nuevo a su madre. Entonces, sin titubear, escribió una sola palabra:

«Sí.»

***

A las ocho, en punto, un auto negro y elegante se detuvo frente a su edificio.

Darina respiró hondo antes de acercarse.

La puerta se abrió sin que ella la tocara. Dudó por una fracción de segundo, pero su resolución era más fuerte. Subió al vehículo.

El interior olía a cuero y perfume caro.

El chofer no dijo nada.

El trayecto se hizo eterno. Las luces de la ciudad fueron quedando atrás hasta que el paisaje se tornó oscuro y silencioso.

Apretó las manos sobre su regazo para controlar el temblor.

Cuando el auto se detuvo, estaba frente a una mansión de muros altos y ventanales oscuros.

Bajó del coche con cautela. El aire frío de la noche la envolvió. Una mujer de porte severo la esperaba en la entrada y la condujo a un despacho amplio, decorado con muebles de madera oscura y una chimenea encendida.

Y entonces la vio.

Alondra Hang. Alta, elegante, con una mirada afilada que la recorrió de pies a cabeza.

—Buenas noches, Darina —su voz era suave, pero su tono tenía el filo de una daga bien afilada.

Darina tragó saliva. Había algo en aquella mujer que la hacía sentir diminuta, desarmada.

—Sé que estás aquí porque necesitas dinero. Pero quiero que entiendas algo —Alondra se inclinó ligeramente sobre el escritorio, su sombra proyectándose a la luz del fuego—. Lo que te estoy pidiendo no es cualquier cosa. Es un sacrificio real.

Darina asintió. Ya lo sabía. No habría venido si no estuviera dispuesta.

—Quiero que lleves en tu vientre a mi hijo. Cuando nazca, será mío y de mi esposo. No tendrás derechos sobre él. A cambio, recibirás el dinero que necesitas.

La joven sintió un peso en el pecho.

La idea ya la había considerado antes, pero escucharla de labios de Alondra la hacía más real, más definitiva.

—Lo entiendo —susurró.

—Pero hay una condición más —la mirada de la mujer se endureció, clavándose en la suya como una trampa cerrándose.

Darina se tensó.

—¿Qué condición?

Alondra hizo una pausa. Disfrutaba el momento.

—La concepción será natural. Mi esposo será el padre biológico de nuestro hijo.

El aire salió disparado de sus pulmones.

Un escalofrío helado le recorrió la espalda.

—¿Qué…? No, no entiendo… —La palabra se ahogó en su garganta.

—Quiero que te acuestes con mi esposo. Quiero que concibas a mi hijo de la manera en la que se ha hecho toda la vida. Sin médicos. Sin ciencia. Solo tú y él.

Darina sintió náuseas. Retrocedió un paso. Su estómago se encogió con repulsión.

—Eso no… —negó con la cabeza, incapaz de aceptar lo que acababa de escuchar. La opresión en su pecho la estaba asfixiando—. No puedo hacerlo.

El rostro de Alondra se endureció. Sus labios se curvaron en una mueca de impaciencia.

—Eres una niña ingenua si creíste que todo se reduciría a un simple contrato. Esto no es un negocio común. Es un linaje. Y si no lo haces… entonces olvídate del dinero. Olvídate de tu madre. Se acabó.

Darina sintió su mundo derrumbarse.

Sus piernas temblaban. La angustia, el horror, la desesperación la golpeaban como una ola furiosa.

—No puedo… teníamos un trato… —susurró con lágrimas en los ojos.

Alondra se levantó de su asiento. Sus ojos brillaban con frialdad.

—Entonces, lárgate. Pero cuando tu madre esté en su lecho de muerte y no tengas a quién culpar más que a ti misma… recuerda que yo te ofrecí una salida. Y la rechazaste.

El silencio cayó sobre la habitación como una losa.

Darina sintió el peso de aquellas palabras aplastándola.

No tenía salida. No tenía elección.

Y lo peor de todo… es que Alondra lo sabía.

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