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Al día siguienteAlondra observaba a Verónica con los ojos encendidos por la desesperación.Estaban sentadas en una cafetería discreta, donde la gente entraba y salía sin fijarse en ellas.Sin embargo, la atmósfera entre las dos mujeres era densa, cargada de secretos y desconfianza.Verónica, la fiel nana de Rosa, había estado al servicio de los Hang durante años.Su lealtad a la familia era inquebrantable, pero ahora, frente a ella, Alondra la estaba empujando hacia un terreno peligroso.—Señora, ¿de verdad no va a volver? —preguntó Verónica con voz temblorosa, casi como si rogara.Alondra apretó los labios con amargura. Su corazón palpitaba con fuerza, pero su voz era fría, dura, llena de veneno.—¡Todo es culpa de esa mujercita! —exclamó, dejando escapar su furia en un grito bajo—. Darina me lo ha quitado todo. Mi marido, mi hogar... ¡Y ahora hasta mis hijos!Verónica ladeó la cabeza, sorprendida.Ella conocía la historia desde otra perspectiva, sabía que la ruptura entre Alondra y
El sonido de la ambulancia cortó la quietud de la nocheEl rugido distante de la sirena se mezclaba con el eco de la desesperación.En la penumbra, Hermes veía a Rosa, tan débil, recostada en la camilla, cada latido de su corazón parecía retumbar como un martillo en su pecho.Mientras el chofer maniobraba cuidadosamente el automóvil hacia el hospital, Darina, sentada en el asiento trasero, apenas podía reunir sus pensamientos.Su mente giraba en torno a la imagen imborrable de Rosa: la jovencita convulsionando en el suelo, con la boca salpicada de sangre y los ojos fijos en el vacío, como si la muerte se hubiera acercado para reclamarla.En la mansión HangEl ambiente era igual de opresivo.Verónica, la fiel sirvienta a quien Alondra había protegido durante años, permanecía paralizada por el miedo.Las manos le temblaban y cada inhalación se le hacía un esfuerzo.El teléfono rompió ese silencio angustioso, haciendo que casi se le cayera de las manos.—¿Qué pasó? —exigió Alondra con voz
Hermes cerró la puerta con llave con una fuerza que retumbó en el pasillo vacío, como si quisiera encerrar para siempre el eco de su desesperación.El sonido metálico de la cerradura girando se perdía en la penumbra, evocando la soledad de un alma rota.Sostenía la llave como si fuese un objeto sagrado, mientras sus ojos, fijos en Verónica, reflejaban una mezcla de determinación y dolor profundo.—No la abras, a menos que sea algo extremadamente importante —dijo Hermes en un susurro grave, casi inhumano, mientras el peso de su preocupación por Rosa, lo envolvía como una espesa niebla.Verónica asintió en silencio, con el rostro pálido y los ojos llenos de duda y temor.Pero el nudo en el estómago de Hermes no se deshizo; el tiempo apremiaba y cada segundo lo alejaba más de poder salvarla.Debía apresurarse al hospital.Antes de que pudiera dar el siguiente paso, Alondra, que había permanecido en silencio, dio un paso adelante.Su rostro estaba marcado por la angustia y la desesperación
Darina estaba encerrada. El aire viciado raspaba su garganta, y la humedad impregnaba cada rincón de la habitación. La oscuridad era casi total, salvo por una rendija en la puerta, donde un haz de luz amarillento apenas alcanzaba a rozar el suelo.Se abrazó el vientre abultado, buscando en la fragilidad de su cuerpo la fuerza que su mente le negaba. Sus piernas temblaban y las lágrimas caían en silencio, empapando su piel, ahogándola en la desesperanza.—Mamá… —susurró, su voz apenas un eco en la penumbra—. ¿Por qué me pasa esto? ¿Por qué siempre soy la chica de la mala suerte?Recordar a su madre era como sentir una herida abierta.Durante tanto tiempo había sido su refugio, su único consuelo. Pero ahora estaba sola. La soledad era un monstruo devorador, y Darina deseó, con el alma desgarrada, haber muerto junto a ella.El hambre le calaba los huesos, pero el miedo era aún peor.¿Cuánto tiempo más podría soportarlo?***Mientras tanto, en el pasillo de la mansión Hang, Verónica camina
Cuando Alondra llegó a la mansión, el guardia abrió la puerta sin expresión alguna, casi como si todo fuera parte de una rutina diaria.—La chica esa… Darina, acaba de irse.El mundo de Alondra pareció desmoronarse ante sus ojos.—¡¿Qué?! —exclamó, su voz quebrándose en un grito de desesperación.Sus tacones resonaron en el mármol de los pasillos, cada paso retumbando en su cabeza mientras corría a través de la mansión.La rabia la nublaba, transformando sus pensamientos en pura furia.Nunca había deseado tanto tener más guardias, más control sobre esa casa.Pero la mansión Hang, en su opulencia, se sentía vacía, como un castillo sin soldados, donde Darina había escapado como una sombra.Alondra se precipitó hacia el sótano, y fue allí donde la vio.Verónica, estaba encogida, llorando en el pie de la escalinata.Su cuerpo temblaba.—¡¿Qué demonios hiciste?! ¿Dónde está Darina? ¿Por qué la dejaste escapar? —rugió Alondra, la rabia impregnando cada palabra, su voz venenosa.Verónica leva
Darina bajó del taxi con el cuerpo tembloroso y la mente sumida en un torbellino de pensamientos desbocados.No llevaba nada más que la incertidumbre y el miedo.La estación de tren de Mayrit bullía de vida, pero para ella cada rostro era una sombra, cada sonido, un eco lejano.«¿A dónde iré? ¿Cómo escapar de este laberinto de acusaciones? Si me quedo, me encontrarán… me condenarán. ¡Soy inocente! Pero, ¿a quién le importa ya? No tengo nada… ni a nadie… salvo a mis hijos. No puedo permitir que me los arrebaten», murmuró mientras sus manos temblorosas recorrían la pantalla del panel de rutas.Los murmullos y el ir y venir de la gente se desvanecían en un silencio interno.Cada paso hacia la taquilla se sentía como avanzar en un sueño febril, donde el tiempo se alargaba en desesperación.Cuando la vendedora, con una sonrisa impasible y distante, le preguntó:—¿A dónde desea ir, señorita?La voz de Darina salió apenas como un susurro quebrado:—Barza...La vendedora asintió sin mayor inte
—No hay ninguna embarazada aquí.Darina fingió dormir mientras su respiración entrecortada delataba la desesperación que la consumía. Sus músculos, tensos y rígidos, parecían temer ser descubiertos. Agradecía, en silencio, que su vientre aún no mostrara demasiado, y que el abrigo —tres tallas mayor que su cuerpo— lograra disimular lo inevitable.Pero la angustia era insoportable; sabía que, si la descubrían, sería su final.Los policías intercambiaron miradas cansadas y, finalmente, tras una larga evaluación, concluyeron:—No hay ninguna embarazada. No revisemos más.Un alivio momentáneo recorrió a Darina, como si un peso invisible se aligerara de sus hombros.El autobús retomó su trayecto, aunque el terror latía en cada fibra de su ser.Solo cuando el vehículo cruzó fronteras y el amanecer pintó el cielo de naranja, Darina permitió que una bocanada de aire frío y renovador llenara sus pulmones.Ya no habría vuelta atrás: un nuevo país, un nuevo comienzo, pero el miedo seguía latente.
Días después…La mansión de los Hang, antes llena de vida, se había convertido en una prisión silenciosa. Un mausoleo de recuerdos que lo perseguían a cada paso.Cada rincón parecía murmurar el nombre de Rosa, y ese eco torturaba a Hermes con una crueldad implacable. Su hermana ya no corría por los pasillos, su risa, su voz, incluso sus recuerdos, ahora eran fantasmas que lo acompañaban día y noche.Hermes no dormía.Sus noches se alargaban en una espiral sin fin de pensamientos erráticos.Apenas comía. Su rostro, antes tan impecable, ahora estaba demacrado, con ojeras profundas y barba desaliñada que nunca se dignaba a afeitar.Pasaba las horas en su estudio, mirando una foto de Rosa que le quemaba las manos, mientras sus hombres recorrían la ciudad, el país, buscando a Darina Martínez sin descanso.Pero ella seguía desaparecida, y él… él se deshacía lentamente, cada vez más.Una tarde gris, cuando la luz parecía desvanecerse lentamente entre las nubes, alguien llamó a la puerta.La e