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—No hay ninguna embarazada aquí.Darina fingió dormir mientras su respiración entrecortada delataba la desesperación que la consumía. Sus músculos, tensos y rígidos, parecían temer ser descubiertos. Agradecía, en silencio, que su vientre aún no mostrara demasiado, y que el abrigo —tres tallas mayor que su cuerpo— lograra disimular lo inevitable.Pero la angustia era insoportable; sabía que, si la descubrían, sería su final.Los policías intercambiaron miradas cansadas y, finalmente, tras una larga evaluación, concluyeron:—No hay ninguna embarazada. No revisemos más.Un alivio momentáneo recorrió a Darina, como si un peso invisible se aligerara de sus hombros.El autobús retomó su trayecto, aunque el terror latía en cada fibra de su ser.Solo cuando el vehículo cruzó fronteras y el amanecer pintó el cielo de naranja, Darina permitió que una bocanada de aire frío y renovador llenara sus pulmones.Ya no habría vuelta atrás: un nuevo país, un nuevo comienzo, pero el miedo seguía latente.
Días después…La mansión de los Hang, antes llena de vida, se había convertido en una prisión silenciosa. Un mausoleo de recuerdos que lo perseguían a cada paso.Cada rincón parecía murmurar el nombre de Rosa, y ese eco torturaba a Hermes con una crueldad implacable. Su hermana ya no corría por los pasillos, su risa, su voz, incluso sus recuerdos, ahora eran fantasmas que lo acompañaban día y noche.Hermes no dormía.Sus noches se alargaban en una espiral sin fin de pensamientos erráticos.Apenas comía. Su rostro, antes tan impecable, ahora estaba demacrado, con ojeras profundas y barba desaliñada que nunca se dignaba a afeitar.Pasaba las horas en su estudio, mirando una foto de Rosa que le quemaba las manos, mientras sus hombres recorrían la ciudad, el país, buscando a Darina Martínez sin descanso.Pero ella seguía desaparecida, y él… él se deshacía lentamente, cada vez más.Una tarde gris, cuando la luz parecía desvanecerse lentamente entre las nubes, alguien llamó a la puerta.La e
Casi cuatro meses después.«Darina despertó lentamente en el viejo colchón que había logrado conseguir, hundida en el rincón más solitario de su habitación. El aire estaba denso, lleno de una quietud opresiva, como si el mundo entero hubiera dejado de moverse. Cada mañana era un desafío, cada movimiento, una batalla. El peso de su vientre, abultado por los trillizos que esperaba, la hacía sentir como si el universo entero presionara sobre ella, a punto de romperla. A pesar de todo, había perdido mucho peso durante el embarazo. La vida dentro de ella parecía exigirle más y más, pero su barriga seguía creciendo, se estiraba sin descanso, recordándole constantemente lo que estaba por venir.Se sentó lentamente en la cama, su cuerpo agotado, como si la energía misma la hubiera abandonado. Había luchado tanto para llegar hasta aquí, para poder pagar el hospital y asegurarse de que sus hijos nacieran por cesárea. A veces, al mirar su reflejo en el sucio espejo de la habitación, no pod
Hermes estaba en ese bar, sumido en su desesperación.La botella vacía frente a él era testigo de su caída, pero no había bebido lo suficiente para olvidar lo que lo atormentaba.Cada sorbo era un intento fallido de ahogar los recuerdos, la culpa, la pérdida que lo consumían desde dentro.Nada conseguía llenar el vacío que sentía, y la oscuridad de la noche reflejaba su alma rota.Alondra apareció en la entrada del bar, su figura recortada contra la luz tenue.Su mirada era penetrante, llena de una mezcla de frustración y determinación. Se acercó a él sin titubear, notando el estado en que se encontraba.—Te llevaré a casa, Hermes —dijo con voz suave, pero firme—. No puedes seguir así. Incluso la empresa ha nombrado a un CEO interino. No puedes perderte a ti mismo de esta manera.Hermes la miró con desdén, como si ella fuera solo otro recordatorio de lo que había perdido. Pero no se interpuso cuando ella lo levantó del banco y lo condujo fuera del bar.La oscuridad de la noche parecía
Hermes fue al baño y dejó que el agua fría le golpeara el rostro. El chorro helado no calmó su tormenta interna.Se miró al espejo: ojos inyectados en sangre, mandíbula apretada, un rostro al borde del abismo. No podía pensar con claridad.Todo en su vida había dado un vuelco, necesitaba saber si esa mujer que estaba en la planta baja era Darina.Cuando salió de la habitación, Alondra quiso ir con él.La escuchó acercarse. Su respiración se tensó. No podía lidiar con ella, no ahora.—Tú, no —dijo con voz baja pero cortante—. Vete a tu habitación o te irás de esta casa para siempre.Alondra bajó la mirada, temblando.La autoridad en la voz de Hermes era incuestionable.Sin embargo, en sus ojos brillaba algo más que miedo: frustración, una alarma sorda de que todo se le estaba escapando de las manos. Dio media vuelta sin protestar, pero por dentro hervía.—Si es Darina… —murmuró mientras apretaba los dientes camino a su habitación— estoy perdida. Hermes no puede descubrir la verdad. Tie
Los siguientes meses fueron un verdadero infierno para Darina.Criar a tres bebés sola no era solo difícil: era una batalla constante con el cansancio, el miedo y la desesperación.Las mañanas llegaban antes de que el sol pudiera tocar el horizonte, y las noches se alargaban hasta que el agotamiento la empujaba a un sueño sin descanso.La casa de madera en la que vivían estaba siempre fría, sus paredes delgadas no impedían que el viento del invierno cortara su piel, y el pequeño espacio en el que vivían no era suficiente para contener la montaña de necesidades que sus hijos requerían.A menudo, mientras caminaba por el mercado con los tres pequeños cercanos a su cuerpo, Darina sentía que su corazón se desgarraba en mil pedazos.La gente la miraba con curiosidad, como si fuera un fenómeno, una joven mujer con tres bebés idénticos a cuestas.Sus ropas estaban sucias, su rostro cubierto de ojeras profundas, pero lo que más destacaba era su dignidad: no dejaba que la compasión ajena se con
Cuando el oficial se marchó de la mansión, dejando a Hermes solo con sus pensamientos, el ambiente en el despacho se volvió más denso, más pesado, como si la misma habitación estuviera absorbiendo el peso de los secretos no revelados. Hermes se quedó inmóvil, observando cómo la figura del oficial se desvanecía en la distancia, como si se llevara consigo la última chispa de esperanza que quedaba en su alma.El reloj en la pared marcaba el paso de los minutos, pero para él el tiempo parecía haberse detenido. La quietud en la habitación lo oprimía, y en su pecho, el dolor de la traición y el vacío que sentía hacia Darina lo consumían más que nunca. Pensaba en ella, en todo lo que había sucedido, y no podía dejar de preguntarse si alguna vez la verdad saldría a la luz.Fue entonces cuando el sonido suave de unos pasos interrumpió sus pensamientos. Alondra apareció en la puerta, con la mirada baja, como si temiera que su presencia fuera a romper algo sagrado. Su sonrisa intentaba ser cálida
Días después...Alondra estaba de pie, aguardando en las oscuras y solitarias calles, a medio camino entre la ciudad y el aeropuerto.El aire estaba cargado de humedad, pero la opresión en su pecho era mucho peor que el clima.La ansiedad la carcomía por dentro, pero sabía que debía mantener una fachada. No podía permitir que nada de lo que sentía saliera a la superficie.Todo lo que deseaba era que las horas pasaran rápido, que Rafael llegara, y que todo esto terminara.Su mente, aunque nublada por la desesperación, seguía repitiendo una y otra vez las mismas palabras: "Lo tengo todo bajo control. Nadie puede detenerme."Finalmente, Rafael apareció, su figura alzándose a lo lejos, su mirada perdida en la distancia.Parecía más joven de lo que ella esperaba. Lo observó un momento, esperando que la reconociera, pero él solo la miró sin interés.Con una sonrisa forzada, Alondra lo saludó con voz suave, pero dentro de ella sentía como si el tiempo estuviera a punto de colapsar.—Hola, Raf