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Darina estaba encerrada. El aire viciado raspaba su garganta, y la humedad impregnaba cada rincón de la habitación. La oscuridad era casi total, salvo por una rendija en la puerta, donde un haz de luz amarillento apenas alcanzaba a rozar el suelo.Se abrazó el vientre abultado, buscando en la fragilidad de su cuerpo la fuerza que su mente le negaba. Sus piernas temblaban y las lágrimas caían en silencio, empapando su piel, ahogándola en la desesperanza.—Mamá… —susurró, su voz apenas un eco en la penumbra—. ¿Por qué me pasa esto? ¿Por qué siempre soy la chica de la mala suerte?Recordar a su madre era como sentir una herida abierta.Durante tanto tiempo había sido su refugio, su único consuelo. Pero ahora estaba sola. La soledad era un monstruo devorador, y Darina deseó, con el alma desgarrada, haber muerto junto a ella.El hambre le calaba los huesos, pero el miedo era aún peor.¿Cuánto tiempo más podría soportarlo?***Mientras tanto, en el pasillo de la mansión Hang, Verónica camina
Cuando Alondra llegó a la mansión, el guardia abrió la puerta sin expresión alguna, casi como si todo fuera parte de una rutina diaria.—La chica esa… Darina, acaba de irse.El mundo de Alondra pareció desmoronarse ante sus ojos.—¡¿Qué?! —exclamó, su voz quebrándose en un grito de desesperación.Sus tacones resonaron en el mármol de los pasillos, cada paso retumbando en su cabeza mientras corría a través de la mansión.La rabia la nublaba, transformando sus pensamientos en pura furia.Nunca había deseado tanto tener más guardias, más control sobre esa casa.Pero la mansión Hang, en su opulencia, se sentía vacía, como un castillo sin soldados, donde Darina había escapado como una sombra.Alondra se precipitó hacia el sótano, y fue allí donde la vio.Verónica, estaba encogida, llorando en el pie de la escalinata.Su cuerpo temblaba.—¡¿Qué demonios hiciste?! ¿Dónde está Darina? ¿Por qué la dejaste escapar? —rugió Alondra, la rabia impregnando cada palabra, su voz venenosa.Verónica leva
Darina bajó del taxi con el cuerpo tembloroso y la mente sumida en un torbellino de pensamientos desbocados.No llevaba nada más que la incertidumbre y el miedo.La estación de tren de Mayrit bullía de vida, pero para ella cada rostro era una sombra, cada sonido, un eco lejano.«¿A dónde iré? ¿Cómo escapar de este laberinto de acusaciones? Si me quedo, me encontrarán… me condenarán. ¡Soy inocente! Pero, ¿a quién le importa ya? No tengo nada… ni a nadie… salvo a mis hijos. No puedo permitir que me los arrebaten», murmuró mientras sus manos temblorosas recorrían la pantalla del panel de rutas.Los murmullos y el ir y venir de la gente se desvanecían en un silencio interno.Cada paso hacia la taquilla se sentía como avanzar en un sueño febril, donde el tiempo se alargaba en desesperación.Cuando la vendedora, con una sonrisa impasible y distante, le preguntó:—¿A dónde desea ir, señorita?La voz de Darina salió apenas como un susurro quebrado:—Barza...La vendedora asintió sin mayor inte
—No hay ninguna embarazada aquí.Darina fingió dormir mientras su respiración entrecortada delataba la desesperación que la consumía. Sus músculos, tensos y rígidos, parecían temer ser descubiertos. Agradecía, en silencio, que su vientre aún no mostrara demasiado, y que el abrigo —tres tallas mayor que su cuerpo— lograra disimular lo inevitable.Pero la angustia era insoportable; sabía que, si la descubrían, sería su final.Los policías intercambiaron miradas cansadas y, finalmente, tras una larga evaluación, concluyeron:—No hay ninguna embarazada. No revisemos más.Un alivio momentáneo recorrió a Darina, como si un peso invisible se aligerara de sus hombros.El autobús retomó su trayecto, aunque el terror latía en cada fibra de su ser.Solo cuando el vehículo cruzó fronteras y el amanecer pintó el cielo de naranja, Darina permitió que una bocanada de aire frío y renovador llenara sus pulmones.Ya no habría vuelta atrás: un nuevo país, un nuevo comienzo, pero el miedo seguía latente.
Días después…La mansión de los Hang, antes llena de vida, se había convertido en una prisión silenciosa. Un mausoleo de recuerdos que lo perseguían a cada paso.Cada rincón parecía murmurar el nombre de Rosa, y ese eco torturaba a Hermes con una crueldad implacable. Su hermana ya no corría por los pasillos, su risa, su voz, incluso sus recuerdos, ahora eran fantasmas que lo acompañaban día y noche.Hermes no dormía.Sus noches se alargaban en una espiral sin fin de pensamientos erráticos.Apenas comía. Su rostro, antes tan impecable, ahora estaba demacrado, con ojeras profundas y barba desaliñada que nunca se dignaba a afeitar.Pasaba las horas en su estudio, mirando una foto de Rosa que le quemaba las manos, mientras sus hombres recorrían la ciudad, el país, buscando a Darina Martínez sin descanso.Pero ella seguía desaparecida, y él… él se deshacía lentamente, cada vez más.Una tarde gris, cuando la luz parecía desvanecerse lentamente entre las nubes, alguien llamó a la puerta.La e
Casi cuatro meses después.«Darina despertó lentamente en el viejo colchón que había logrado conseguir, hundida en el rincón más solitario de su habitación. El aire estaba denso, lleno de una quietud opresiva, como si el mundo entero hubiera dejado de moverse. Cada mañana era un desafío, cada movimiento, una batalla. El peso de su vientre, abultado por los trillizos que esperaba, la hacía sentir como si el universo entero presionara sobre ella, a punto de romperla. A pesar de todo, había perdido mucho peso durante el embarazo. La vida dentro de ella parecía exigirle más y más, pero su barriga seguía creciendo, se estiraba sin descanso, recordándole constantemente lo que estaba por venir.Se sentó lentamente en la cama, su cuerpo agotado, como si la energía misma la hubiera abandonado. Había luchado tanto para llegar hasta aquí, para poder pagar el hospital y asegurarse de que sus hijos nacieran por cesárea. A veces, al mirar su reflejo en el sucio espejo de la habitación, no pod
Hermes estaba en ese bar, sumido en su desesperación.La botella vacía frente a él era testigo de su caída, pero no había bebido lo suficiente para olvidar lo que lo atormentaba.Cada sorbo era un intento fallido de ahogar los recuerdos, la culpa, la pérdida que lo consumían desde dentro.Nada conseguía llenar el vacío que sentía, y la oscuridad de la noche reflejaba su alma rota.Alondra apareció en la entrada del bar, su figura recortada contra la luz tenue.Su mirada era penetrante, llena de una mezcla de frustración y determinación. Se acercó a él sin titubear, notando el estado en que se encontraba.—Te llevaré a casa, Hermes —dijo con voz suave, pero firme—. No puedes seguir así. Incluso la empresa ha nombrado a un CEO interino. No puedes perderte a ti mismo de esta manera.Hermes la miró con desdén, como si ella fuera solo otro recordatorio de lo que había perdido. Pero no se interpuso cuando ella lo levantó del banco y lo condujo fuera del bar.La oscuridad de la noche parecía
Hermes fue al baño y dejó que el agua fría le golpeara el rostro. El chorro helado no calmó su tormenta interna.Se miró al espejo: ojos inyectados en sangre, mandíbula apretada, un rostro al borde del abismo. No podía pensar con claridad.Todo en su vida había dado un vuelco, necesitaba saber si esa mujer que estaba en la planta baja era Darina.Cuando salió de la habitación, Alondra quiso ir con él.La escuchó acercarse. Su respiración se tensó. No podía lidiar con ella, no ahora.—Tú, no —dijo con voz baja pero cortante—. Vete a tu habitación o te irás de esta casa para siempre.Alondra bajó la mirada, temblando.La autoridad en la voz de Hermes era incuestionable.Sin embargo, en sus ojos brillaba algo más que miedo: frustración, una alarma sorda de que todo se le estaba escapando de las manos. Dio media vuelta sin protestar, pero por dentro hervía.—Si es Darina… —murmuró mientras apretaba los dientes camino a su habitación— estoy perdida. Hermes no puede descubrir la verdad. Tie