Un mes después.
La habitación del hospital estaba bañada en una luz cálida, pero Darina no sentía nada. Su cuerpo seguía frío, incluso allí, entre las paredes blancas, rodeada por la luz que había prometido sanar. Las noticias sobre la operación la habían tranquilizado un poco, pero el peso de la culpa seguía aplastándola. Se apretó las manos contra el pecho, intentando que su corazón no estallara de la presión que sentía.
—¡Hija! —exclamó su madre, sonriendo al verla entrar, sin notar la tormenta que arrasaba dentro de Darina.
—¡Mami, ya estás mejor! —respondió Darina, con una sonrisa que no alcanzó a llegar a sus ojos. No podía soportar lo que estaba a punto de decir.
—Aún no cantemos victoria, Darina —dijo el doctor, interrumpiendo sus pensamientos—. Está mejor, sí, pero su corazón sigue débil. Necesita una segunda operación. Pero ahora todo está cubierto, así que confiemos.
El doctor salió, y las palabras de su madre comenzaron a desdibujarse en el aire.
—Darina, ¿cómo conseguiste tanto dinero? —preguntó, su tono cargado de preocupación y amor, pero también de angustia, una angustia que dejó a Darina sin aliento.
La mente de Darina dio un giro vertiginoso. No podía enfrentarse a la verdad, no ahora.
—No te preocupes, mami. Una fundación nos ayudó con esto. Estaremos bien.
La mentira salió de sus labios como una válvula de escape, pero el peso de la verdad seguía quemando su pecho. ¿Cómo podía mirarla a los ojos sabiendo lo que había hecho?
Mientras su madre continuaba hablando, Darina sintió un dolor punzante en el estómago.
Las náuseas crecieron, y un sudor frío recorrió su frente.
—Hija… —su madre la miró preocupada— ¿Estás bien?
Darina apenas pudo responder. Corrió hacia el baño, luchando contra las lágrimas y el malestar. Cuando llegó al lavabo, el vómito le salió con fuerza, y se apoyó contra la pared, temblando.
No estaba bien. Lo sabía.
***
Al salir del hospital, no dudó ni un segundo. Fue directo a hacerse la prueba de embarazo.
La muestra fue tomada con rapidez, y media hora después, la verdad la golpeó de frente.
Sus manos temblaron al leer la respuesta.
Estaba embarazada. La prueba no mentía. Todo lo que había temido, lo que había intentado evitar, estaba allí, en esos papeles fríos que le entregaron.
Se quedó inmóvil, mirando los resultados. Su mente se desmoronó, pero no tenía tiempo para procesarlo.
Solo quería escapar, solo necesitaba aire.
Cuando salió del hospital, el auto la rodeó en cuestión de segundos. Los hombres la condujeron sin espacio para la negación, sin dar ninguna opción.
—Señorita Darina Martínez, venga con nosotros. Es una orden del señor Hang.
El miedo la paralizó. No podía escapar. Sabía que, de alguna manera, su vida ya no le pertenecía.
Los hombres la guiaron al auto.
***
La mansión la deslumbró, pero no por la belleza de sus muros o su opulencia.
La opresión que sentía al estar allí, en ese lugar ajeno, la hacía sentirse aún más pequeña, más vulnerable.
Fue llevada a un despacho.
Al entrar, no vio a nadie ahí.
La silla de respaldo alto estaba girada hacia la ventana, y cuando el hombre giró, sus ojos la fijaron con una intensidad que la hizo retroceder.
La luz del día la hacía parecer aún más imponente, más peligrosa.
Hermes Hang caminó hacia ella con una determinación fría.
—Te harás una prueba de embarazo, Darina Martínez. Ha pasado un mes y necesitamos saber si esto tendrá consecuencias.
Su voz era firme, cargada de autoridad, y Darina sintió cómo su corazón se aceleraba, como si estuviera cayendo en picada.
—No es necesario —murmuró, pero su voz tembló, traicionándola, ella le dio los papeles con el resultado, no podía escapar de la verdad, ya no podía.
Él sostuvo los papeles, y cuando los vio, su expresión cambió.
Sus ojos brillaron con una intensidad helada.
—Voy a ser padre —dijo, y una sonrisa curvó sus labios.
El golpe de sus palabras fue como una descarga eléctrica.
Darina tocó su vientre, ya consciente de lo que tendría que hacer.
"¿Qué he hecho?", pensó, mientras la realidad la aplastaba con el peso de la culpa.
Y entonces, la cruda realidad golpeó a Darina con fuerza: tendría que entregar a su propio hijo.
«¡Dios mío, qué he hecho», pensó tocando su vientre!
—Escúchame bien. A partir de ahora, vivirás en esta mansión —sentenció Hermes con voz firme—. Quiero estar al pendiente de mi hijo.El corazón de Darina se encogió. Su respiración se volvió errática y sus manos temblaron. Era como si las paredes se cerraran a su alrededor, sofocándola.—¡Yo… no puedo! —suplicó, su voz quebrada por el pánico.Hermes la miró sin inmutarse, su expresión tan impenetrable como una muralla.—Vas a poder —afirmó con frialdad.—¡Mi madre está enferma! ¡Debo cuidarla en el hospital! —Las lágrimas brotaron de sus ojos, nublando su visión—. Por favor…Un silencio pesado se instaló en el despacho. Solo el crujido de la madera en la chimenea y la respiración entrecortada de Darina rompían la quietud. Hermes entrecerró los ojos, evaluando su súplica con la misma calma con la que tomaba decisiones de negocios.—Haré que tu madre vaya a un mejor hospital —dijo al fin—. Recibirá la mejor atención posible y podrás visitarla cuando lo desees.Darina sintió un vuelco en e
Darina salió de casa con una maleta en mano, sus dedos temblorosos apenas lograban sostenerla. La brisa fría de la madrugada acariciaba su rostro, recordándole que cada paso la alejaba de lo que había conocido.Afuera, el auto negro de la mansión Hang rugía con el motor encendido, sus faros como ojos inmutables en la penumbra.Mientras avanzaba por el camino, Darina no podía evitar sentir que caminaba hacia una jaula dorada, una trampa de lujo de la que no habría escapatoria. Cada paso retumbaba en su pecho como un martillo; no tenía elección, pues su única motivación era salvar a su madre.Cuando llegó a la mansión, Rosa la aguardaba en la entrada. La mirada de la jovencita era dura y fría, cargada de un resentimiento inexplicable que dolía a Darina, aunque aún no comprendía su origen.Hermes apareció y, sin más preámbulos, la condujo por largos pasillos adornados con lujosos detalles: mármol brillante, lámparas de cristal y cuadros que parecían contar historias olvidadas.Finalmente,
—¡Mamá, despierta, por favor, no me dejes!La voz de Darina se elevó en un grito desgarrador, cargado de angustia, mientras sus manos temblorosas se agitaban tratando de sacudir a su madre, que yacía inmóvil en la cama.El dolor en su pecho era insoportable, como si un abismo inmenso estuviera tragándose cada latido.La sensación de pérdida la ahogaba, llenándola de una desesperación que parecía hacer eco en cada rincón de la habitación.Con los ojos enrojecidos y el alma rota, Darina escudriñó la penumbra y encontró a Alondra, apoyada en una esquina, observando la escena con una mezcla de incredulidad y terror.El aire en la habitación se espesó, como si el mismo espacio presionara contra sus cuerpos, obligándolos a sentir la gravedad del momento.Incontenible, Darina se lanzó hacia Alondra.Sus ojos, ardientes de furia y desesperación, destellaban en la penumbra mientras, con una bofetada seguida de golpes temblorosos, intentaba hacerla reaccionar, como si cada golpe pudiera arrancar
Un Mes DespuésEl tiempo seguía avanzando, pero para Darina cada día se sentía como cargar un peso insoportable. Sus horas transcurrían en un vacío denso, como si su alma flotara en una neblina sin fin, incapaz de hallar el camino de regreso a la vida que conoció.Rosa estaba sentada junto a su cama, sosteniendo una bandeja de comida con manos temblorosas.La jovencita observaba a Darina con preocupación, notando cómo la palidez y la mirada apagada de la joven reflejaban una lucha interna que parecía consumirla por completo.—Por favor, Darina, come —suplicó Rosa en un tono suave, casi implorante.Pero Darina permanecía absorta, como si sus pensamientos fueran un océano oscuro que la arrastraba sin piedad.El médico había advertido que, de no alimentarse, su bebé correría grave peligro. Sin embargo, ella parecía ajena a la urgencia de ese aviso.Rosa tragó saliva; aunque no quería ser dura, no podía quedarse de brazos cruzados.—Darina… ¿Quieres que tu bebé muera de hambre? —preguntó,
La doctora, con voz serena, anunció:—Los tres bebés están sanos y bien desarrollados. Son trillizos fraternos. Cada uno tiene su propia placenta y saco amniótico, lo que significa que no compiten por los nutrientes de la madre. Son dos niños... y una niña.Las palabras rebotaron en la mente de Darina como un eco lejano.Dos niños y una niña… tres vidas latiendo dentro de ella.Con manos temblorosas, se posó sobre su vientre, incapaz de asimilar la magnitud de la noticia.—¿Por qué ocurrió esto? —susurró, casi inaudible.La doctora, con una sonrisa llena de paciencia, explicó:—Generalmente, sucede cuando una mujer es extremadamente fértil, y la calidad del esperma también influye —la doctora mirò a Hermes, luego habló—; Felicidades.Hermes, que había permanecido en silencio hasta ese momento, dejó escapar una leve y genuina sonrisa, algo inusual en él.—Tres bebés —repitió, saboreando la idea en su mente—. Me agrada.Pero en Darina, en lugar de júbilo, se desató el pánico. Su pecho se
Al día siguienteAlondra observaba a Verónica con los ojos encendidos por la desesperación.Estaban sentadas en una cafetería discreta, donde la gente entraba y salía sin fijarse en ellas.Sin embargo, la atmósfera entre las dos mujeres era densa, cargada de secretos y desconfianza.Verónica, la fiel nana de Rosa, había estado al servicio de los Hang durante años.Su lealtad a la familia era inquebrantable, pero ahora, frente a ella, Alondra la estaba empujando hacia un terreno peligroso.—Señora, ¿de verdad no va a volver? —preguntó Verónica con voz temblorosa, casi como si rogara.Alondra apretó los labios con amargura. Su corazón palpitaba con fuerza, pero su voz era fría, dura, llena de veneno.—¡Todo es culpa de esa mujercita! —exclamó, dejando escapar su furia en un grito bajo—. Darina me lo ha quitado todo. Mi marido, mi hogar... ¡Y ahora hasta mis hijos!Verónica ladeó la cabeza, sorprendida.Ella conocía la historia desde otra perspectiva, sabía que la ruptura entre Alondra y
El sonido de la ambulancia cortó la quietud de la nocheEl rugido distante de la sirena se mezclaba con el eco de la desesperación.En la penumbra, Hermes veía a Rosa, tan débil, recostada en la camilla, cada latido de su corazón parecía retumbar como un martillo en su pecho.Mientras el chofer maniobraba cuidadosamente el automóvil hacia el hospital, Darina, sentada en el asiento trasero, apenas podía reunir sus pensamientos.Su mente giraba en torno a la imagen imborrable de Rosa: la jovencita convulsionando en el suelo, con la boca salpicada de sangre y los ojos fijos en el vacío, como si la muerte se hubiera acercado para reclamarla.En la mansión HangEl ambiente era igual de opresivo.Verónica, la fiel sirvienta a quien Alondra había protegido durante años, permanecía paralizada por el miedo.Las manos le temblaban y cada inhalación se le hacía un esfuerzo.El teléfono rompió ese silencio angustioso, haciendo que casi se le cayera de las manos.—¿Qué pasó? —exigió Alondra con voz
Hermes cerró la puerta con llave con una fuerza que retumbó en el pasillo vacío, como si quisiera encerrar para siempre el eco de su desesperación.El sonido metálico de la cerradura girando se perdía en la penumbra, evocando la soledad de un alma rota.Sostenía la llave como si fuese un objeto sagrado, mientras sus ojos, fijos en Verónica, reflejaban una mezcla de determinación y dolor profundo.—No la abras, a menos que sea algo extremadamente importante —dijo Hermes en un susurro grave, casi inhumano, mientras el peso de su preocupación por Rosa, lo envolvía como una espesa niebla.Verónica asintió en silencio, con el rostro pálido y los ojos llenos de duda y temor.Pero el nudo en el estómago de Hermes no se deshizo; el tiempo apremiaba y cada segundo lo alejaba más de poder salvarla.Debía apresurarse al hospital.Antes de que pudiera dar el siguiente paso, Alondra, que había permanecido en silencio, dio un paso adelante.Su rostro estaba marcado por la angustia y la desesperación