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Capítulo: Miradas al amanecer

El amanecer llegó con una luz suave que se filtraba a través de las cortinas, tocando la piel de Darina, que permanecía inmóvil en la cama. A pesar de la calidez del sol, su cuerpo seguía helado, como si el frío del miedo se hubiera apoderado de cada uno de sus músculos, hundiéndola en un abismo del que no podía escapar.

El eco de lo sucedido la asfixiaba. A cada respiración, sentía el peso de lo que había hecho, como si una invisible mano la estrangulara. No lograba olvidar aquella primera noche con él, un hombre extraño cuya presencia no solo había arrebatado su virginidad, sino algo mucho más profundo: su dignidad. ¿Era esto lo que tenía que hacer para salvar a su madre? La pregunta, tan cruel como desesperante, retumbaba en su mente.

Abrió los ojos lentamente, y el peso de la mano sobre su cuerpo la hizo sentir más atrapada que nunca. No había forma de liberarse de esta pesadilla, ni en su cuerpo ni en su alma. El hombre seguía a su lado, inmóvil, y el contacto con su piel era lo único que permanecía real en su mente.

Sintió que él comenzaba a moverse, pero ella no reaccionó. Estaba completamente paralizada, como si el miedo hubiera sellado su cuerpo. Las preguntas seguían acumulándose dentro de su mente, pero ninguna encontraba salida. Sabía que, sin importar lo que dijera, ya no habría vuelta atrás.

Él se levantó de la cama con la misma indiferencia con la que había entrado, como si fuera dueño del lugar, como si ella fuera nada. El sonido de su postura rígida al caminar sobre las sábanas, el silencio absoluto que envolvía la habitación, eran el único testimonio de lo que había sucedido.

Darina no lo miró. No quería ver su rostro, pero lo hizo de todos modos. Hermes tomó la chequera con una calma inhumana. Escribió una cifra con movimientos medidos, casi como si estuviera firmando un contrato sin importancia.

—¿Cuánto dinero te prometió Alondra? —preguntó, su voz cortante como hielo, como si hablar de la cantidad fuera lo más trivial del mundo.

El miedo la atravesó como un rayo. Aquel dinero era la única esperanza de salvar a su madre, y ahora parecía que la vida de su madre costaba mucho más de lo que había imaginado. Un millón de pesos.

—Un millón de pesos, señor… —su voz tembló al decirlo. No pudo ocultar la fragilidad que se había apoderado de ella.

Hermes asintió sin cambiar la expresión. Escribió el cheque con una calma perturbadora.

—Creo que es justo. Fue una buena noche. —Su sonrisa era fría, tan vacía como las promesas que había hecho—. Mi chofer te llevará a donde vives. Pronto te buscaré para que te hagas una prueba de embarazo. Si tienes un hijo, te daré diez millones de pesos más y una casa para que vivas bien.

La incomodidad de esas palabras la golpeó en el estómago, un golpe físico que la dejó sin aliento. La idea de perder algo aún más grande que su dignidad la paralizó. Sin embargo, no podía gritar. No podía rebelarse. Estaba atrapada en una red invisible, tejida con cada una de sus decisiones equivocadas.

La miró, y ella no pudo evitar mirar las manchas de sangre en las sábanas. Él las observó con indiferencia, como si fueran solo un detalle más. Darina se envolvió en las sábanas, pero no se atrevió a mirarlo a los ojos.

—¿Cuál es tu nombre? —su voz se endureció aún más.

—Darina… —respondió, como un susurro, sintiendo que la tierra bajo sus pies se desvanecía.

—Hermes Hang —dijo él, dejando claro que no había nada más que decir.

Dejó una tarjeta sobre la mesa y se dirigió al baño sin añadir una sola palabra más. Darina se quedó allí, observando la habitación vacía y el sonido de la puerta, cerrándose con un eco lejano.

Con un suspiro que no le brindaba consuelo, se dejó caer sobre la cama. Las lágrimas comenzaron a brotar sin control. ¿Había hecho lo correcto? Lo había hecho por su madre, pero lo que había perdido… ¿Qué había perdido?

Algo en ella ya no era la misma. Algo más se había roto.

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