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Capítulo: Una noche para ser más

Darina sintió el golpe directo al corazón, un dolor agudo que la atravesó como un cuchillo afilado.

¡Su madre estaba muriendo!

Necesitaba ese dinero con desesperación, como si fuera el oxígeno que la mantenía con vida.

Las lágrimas comenzaron a deslizarse por su rostro, ardientes, pesadas, pero incapaces de calmar la tormenta dentro de ella.

—Usted dijo que… —sus palabras salieron entrecortadas, casi ahogadas por la desesperación—. Usted dijo que no tendría que prostituirme.

Alondra sonrió con frialdad, su rostro una máscara de satisfacción mientras observaba a la joven quebrarse ante ella.

—Las reglas cambian, niña —dijo con una calma implacable—. Elige: acepta y te daré el dinero, o te niegas y te largas. Entonces buscaré a otra mujer que esté dispuesta a hacer lo que yo quiero.

El corazón de Darina palpitaba con fuerza, como si fuera a estallar.

Su mente era un torbellino de pensamientos oscuros, todo se desvaneció en un abismo mientras pensaba en lo que dijo el doctor, en la única cosa que realmente importaba: salvar a su madre.

—¡Está bien! Lo haré.

Alondra sonrió satisfecha, su expresión llena de un veneno sutil.

Se acercó a Darina con una rapidez que le robó el aliento.

Sujetó su barbilla con firmeza, el contacto tan frío y dominante que la piel de Darina se erizó.

—Más te vale que quedes embarazada —le susurró con voz dura, sus ojos perforándola con un odio controlado—. Este hombre es mío, mi esposo, y lo único que quiero es un hijo. Cuando nazca, no quiero verte más.

Alondra la soltó de golpe, y Darina retrocedió, el pecho alzándose y descendiendo con el peso de su angustia.

—Sube la escalera, primera habitación, espera allí. ¿Entiendes? —dijo Alondra, con un tono tan autoritario que parecía imposible de desafiar.

Una lágrima solitaria recorrió la mejilla de Darina.

El dolor en su pecho la aplastaba.

«Mamá, lo hago por ti, para que vivas», pensó mientras se dirigía a la escalera, cada paso sintiéndose como una sentencia.

***

Hermes Hang llegó en su auto, se detuvo con rapidez y bajó, sus ojos fríos, buscando a su esposa.

Alondra estaba visiblemente sorprendida; había creído que él se arrepentiría, pero allí estaba, con esa expresión impenetrable.

—¿Todo está listo? —preguntó con voz grave, sus ojos tan azules como el hielo.

Alondra asintió, pero algo en ella comenzaba a quebrarse.

Una rabia latente se ocultaba detrás de su mirada.

—Mi amor… —susurró ella, buscando una chispa de conexión, pero él la cortó con un gesto seco.

Le entregó un folder, y cuando Alondra lo abrió, sus ojos se agrandaron al ver: ¡los papeles de divorcio! Un golpe directo al alma.

—¡No, Hermes, por favor! —imploró ella, pero él solo la miró con desdén.

—Además de infiel, eres estéril. Y ahora tengo que conformarme con otra mujer. Entonces, no me sirves de nada, Alondra. Vete.

La mujer estalló en furia.

—¡Nunca firmaré el divorcio! Me necesitas para criar a nuestro hijo.

Hermes sonrió, pero su sonrisa no alcanzó a tocar sus ojos.

—Ese hijo no lo engendraré contigo. La futura madre de mi hijo está ahí dentro.

—¡No! —Alondra tembló de rabia—. Ella podrá ser la madre sustituta de tu hijo, pero ¡no será la sustituta de mi amor! Tú me amas, Hermes, no lo olvides.

Hermes hizo una señal y dos guardias la arrastraron hacia el auto sin misericordia.

—¡Hermes! —gritó Alondra, pero él ya la había dejado atrás, su corazón herido y marcado por la traición. Ya no buscaba respuestas, solo venganza.

***

Cuando la puerta de la habitación se abrió, el corazón de Darina se estrujó.

Lo vio.

Un hombre alto, de traje oscuro, con una presencia que la hizo sentirse aún más pequeña.

Su rostro severo, atractivo, pero rudo. Sus ojos azules, tan fríos como el mar en una tormenta, la recorrieron de arriba abajo.

—¿Y bien? ¿Sabes para qué viniste, mujer? —su voz profunda cortó el aire como una espada.

Darina tembló, un escalofrío recorriéndola, pero asintió lentamente.

—Entonces, ¿qué esperas? ¡Desnúdate! —ordenó, su tono carente de paciencia.

Los ojos de Darina se abrieron con horror, el miedo la paralizó.

Él se quitó el saco, luego la camisa, revelando su torso desnudo, su piel firme y musculosa.

Ella observó, sin quererlo, sus ojos recorriendo cada centímetro de su cuerpo.

Un instinto de huida se apoderó de ella, pero cuando intentó dar un paso atrás, él la detuvo, sujetándola con firmeza.

—¿A dónde crees que vas? —su voz era baja, pero cargada de advertencia.

Hermes no veía a una mujer aterrada.

Veía a alguien que sabía exactamente a qué había venido.

—Lo siento… no puedo… —susurró ella, el corazón, latiendo tan fuerte que temía que él pudiera escucharlo.

Hermes la miró con intensidad, sin soltarla.

—¿No puedes? —su tono cambió, una pizca de duda cruzó su expresión—. ¿Por qué estás aquí entonces?

Darina no respondió.

Si le decía la verdad, si le contaba lo de su madre, ¿la dejaría ir?

El silencio de la joven lo intrigó.

Él creía que ella estaba dispuesta, que esto era una negociación entre adultos, pero su reacción lo hacía preguntarse si había algo más detrás de su mirada asustada.

Se inclinó sobre ella, sus labios a milímetros de los suyos, sus manos, atrapándola entre su calor y su destino.

—¿Estás segura? —preguntó, su tono frío y calculador.

Darina sintió un nudo en el estómago. ¿Segura? Si no lo estaba, ¿se iría a casa con las manos vacías?

Perdería la oportunidad de salvar a su madre, su único objetivo, su único propósito en todo esto.

Si se iba, perdería todo. La desesperación se apoderó de ella, el peso de la decisión la aplastó por completo.

Y, sin embargo, quedarse significaba ceder a algo que la desgarraba por dentro.

Ella nunca pensó que llegaría a esto, jamás. Pero la necesidad de conseguir ese dinero urgente para la operación de su madre lo había cambiado todo.

Con la voz quebrada, casi inaudible, murmuró:

—Está bien… lo haré.

Las palabras le salieron como una daga, cada una más dolorosa que la anterior.

Empezó a despojarse de la ropa, sintiendo cómo cada prenda que caía era un paso más hacia un destino que no había elegido.

Sintió las manos del hombre sobre su piel, como si fuesen llamas que la quemaban, la recostó en la cama, y ella cerró los ojos, sintiendo su peso contra el suyo, cada beso era asfixiante, y supo que ya no lo podía eludir.

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