—¿Y qué buscas con esto? ¿Crees que puedes manipularme? —Hermes lo dijo con voz rasposa, las palabras llenas de veneno.
Alondra se acercó lentamente, como si cada paso le costara una eternidad.
Sus dedos temblaban mientras tocaba su rostro, como si intentara reconectar con algo que se desvanecía.
—¡Aún podemos solucionarlo, mi amor! —su voz era un susurro entrecortado, cargado de desesperación—. Dame una oportunidad, por favor. Piensa en tu hermana Rosa, piensa en nuestra familia... ¡Por favor!
Hermes sintió cómo la furia lo quemaba desde adentro. Su pecho se infló con rabia, y un destello de ironía cruzó su rostro al esbozar una sonrisa amarga.
«Nunca podré perdonarte, Alondra, nunca perdonaré a los traidores como mi padre, pero… quiero saber de qué clase de veneno estás hecha», pensó con rabia y una calma peligrosa.
—Bien —dijo con frialdad—, podré aceptarlo, pero solo si estás dispuesta a que tenga a ese bebé con esa mujer... de forma natural.
Alondra se quedó helada, los ojos se agrandaron como si no pudiera procesar lo que acababa de oír. Su cuerpo se paralizó.
Bajó la mirada, incapaz de enfrentarlo, como si sus ojos pudieran esconder el miedo que la invadía.
—¡Te dije que fui drogada! ¡No quise ser infiel! —su voz tembló, quebrada, suplicante—. ¡Por favor, perdóname! ¡No quiero perderte!
Hermes la miró fijamente, y su mano, antes sobre su rostro, ahora la sujetaba con una fuerza que hacía eco de su desprecio.
—¿Crees que voy a caer en tu juego? —la rabia se reflejaba en cada palabra—. Haz tu elección, aunque para mí el divorcio es la mejor opción. Y bien sabes lo que eso significaría para ti. Yo puedo seguir adelante… pero tú, Alondra, ¿puedes?
La soltó de golpe, y ella quedó allí, temblando.
Hermes se dio la vuelta, listo para irse, cuando ella, ya con lágrimas en los ojos, se atrevió a hablar, su voz rota y llena de desesperación.
—¡Está bien! —gritó, su voz como un suspiro exhausto—. Dejaré que hagas lo que quieras... siempre y cuando vuelvas a mí.
Hermes no respondió, solo sintió asco.
Sus pasos se alejaron de ella, dejando atrás un rastro de promesas rotas y corazones partidos.
***
El día siguiente llegó como una niebla espesa, cargada de tensión.
Darina llegó al lugar donde la había citado esa mujer.
Al entrar, se encontró con Alondra Hang, quien la miraba con una intensidad incómoda, de arriba abajo, como si intentara despojarla de su dignidad.
«Es bonita, tiene el cuerpo delgado que a Hermes le gusta... pero no tiene lo que yo tengo», pensó Alondra, con una sonrisa tensa
«No puede reemplazarme. Esto no es más que sexo... lo mismo que yo tuve, solo eso»
La doctora apareció entonces, y Darina, temblando de miedo, fue sometida a una revisión exhaustiva, casi humillante.
Las preguntas no cesaban, y la incomodidad era palpable.
—¿Eres virgen? —preguntó la mujer, su tono sin compasión.
El miedo se apoderó de Darina, pero asintió, temblando.
—Sí... ¿Es malo para el bebé?
La doctora no respondió de inmediato, pero finalmente dijo:
—No. Pero necesitaremos hacer más pruebas.
Tras lo que pareció una tortura interminable, Darina finalmente pudo respirar cuando todo terminó.
—Bien, ya puedes irte —dijo la doctora, pero no con amabilidad, sino con una frialdad cortante—. Te llamaré más tarde para programar otra cita.
Darina, exhausta, sintió un peso en el pecho.
—¿Podría ser lo más pronto posible? Mi madre está enferma…
Alondra la miró con una sonrisa cruel.
—He hablado con el hospital. Tu madre comenzará el tratamiento para la cirugía, pero no se llevará a cabo hasta que todo esté listo.
Darina, con la esperanza renovada, sonrió débilmente.
—¡Gracias!
La mujer la miró con desdén.
—No agradezcas, niña. Recuerda que todo tiene un precio. Y el tuyo aún no está pagado.
Darina asintió, luego se fue.
—Dígame, ¿Cuándo es el día fértil de esa mujer?
La doctora revisó.
—Este fin de semana, el viernes es su ovulación, sábado y domingo también son sus días más fértiles para quedar embarazada.
Alondra sonrió, asintió.
—Avise, si sus exámenes salen bien, es importante. La doctora aceptó y se fue.
***
Alondra, tras ver a la doctora, se encontró con Rosa.
Las lágrimas de Alondra caían sin control mientras se abrazaba a su cuñada, su voz entrecortada por el dolor.
—¡Rosa, no quise hacerlo! Fui abusada, pero ahora Hermes me odia, he pensado... ¡En suicidarme! —las palabras salían con la fuerza de un grito reprimido.
Rosa la abrazó con más fuerza que nunca, su rostro lleno de preocupación.
—¡No! No puedes hacer esto. Hermes no va a dejar que esto te destruya.
Pero Hermes apareció de repente, y Rosa, enfrentándolo, lo desafió con toda la fuerza que tenía.
—¡No puedes hacerle esto a Alondra! Ella es inocente, y si te divorcias, me iré con ella, me iré lejos, y nunca volveré a hablarte —su voz era un grito de desesperación, pero también de amor hacia su cuñada, de la cual no conocía su verdadero rostro.
Hermes soltó un suspiro, su rostro desencajado por la presión.
Su hermana, tan joven, la única familia que le quedaba, la que lo mantenía conectado con un pasado, lo miraba fijamente.
Finalmente, la abrazó, aceptando la derrota.
—Bien, tú ganas, cariño. Alondra no se irá, pero no me odies.
Rosa sonrió con alivio, sabiendo que, a pesar de todo, seguía siendo la preferida.
Su madre había muerto al darla a luz, víctima de un cáncer agresivo, y desde entonces, ella había sido el único lazo que le quedaba a Hermes con su madre.
Rosa los dejó a solas.
El aire se tensó entre ellos. Hermes miró a Alondra, su voz baja, casi inaudible.
—Bien, cariño. Ya tengo a la mujer. Este fin de semana podrás estar con ella.
Alondra lo miró, su expresión vacía, como si estuviera más allá del dolor.
—¿No te importa esto? ¿De verdad eres tan...? —preguntó Hermes, incapaz de ocultar su desdén.
Alondra no respondió de inmediato. Su voz sonó fría y calculada.
—¡Hermes! Lo hago por el bien de nuestra familia. Si en tres años no tienes un hijo, la herencia pasará a tu cruel madrastra. Además... yo fui la que me descuidé en ese bar. Merezco sufrir esto.
Hermes la miró, un fuego de rabia y desprecio en sus ojos.
«Alondra, ¿realmente eres tan despreciable? ¿Quién eres en realidad?», pensó con desilusión.
Finalmente, tras una pausa interminable, él asintió con resignación.
—Bien, este fin de semana.
Hermes se alejó sin decir una palabra más.
Alondra, ahora sola, recibió la llamada.
—Señora Hang, los resultados son positivos. La señorita Darina está en condiciones óptimas para un embarazo.
Alondra colgó la llamada y una sonrisa cruel se dibujó en su rostro.
En su mente, todo ya estaba decidido.
Envió un mensaje con frialdad.
«Envía tu dirección. Mi chofer te llevará al lugar donde se hará la inseminación».
Darina, al recibir el mensaje, dudó por un momento, pero finalmente envió la dirección.
El miedo recorría su cuerpo, pero sus palabras fueron un susurro resignado.
«Mamá, tengo miedo, no quisiera ser indigna para ti, pero… debo salvarte»
—Lo hago por mamá, no tengo otra opción… —murmuró, vencida por un destino que no había elegido.
En el hospital.La luz fría de la oficina del doctor iluminaba el rostro de Darina, quien escuchaba las palabras del médico como si vinieran de muy lejos, amortiguadas por una niebla densa que la separaba de la realidad.—Su madre está muy débil. No sabemos si resistirá la cirugía, pero es la única opción. Debe hacerse lo antes posible. Si se retrasa… las consecuencias podrían ser irreversibles.El aire se volvió pesado. Un nudo se formó en su garganta, apretándola como si alguien le rodeara el cuello con una cuerda invisible. Su madre… Su vida pendía de un hilo.—Lo entiendo —murmuró, su voz quebrada, pero firme—. Conseguiré el dinero. Haré lo que sea necesario.El médico la miró con gravedad, como si pudiera leer la desesperación en sus ojos. Asintió con un leve gesto y antes de dar por terminada la consulta, añadió:—El tiempo es clave. No lo olvide.Darina salió del consultorio con pasos mecánicos.La desesperación la envolvía como un manto. Su mente martillaba una y otra vez la m
Darina sintió el golpe directo al corazón, un dolor agudo que la atravesó como un cuchillo afilado.¡Su madre estaba muriendo!Necesitaba ese dinero con desesperación, como si fuera el oxígeno que la mantenía con vida.Las lágrimas comenzaron a deslizarse por su rostro, ardientes, pesadas, pero incapaces de calmar la tormenta dentro de ella.—Usted dijo que… —sus palabras salieron entrecortadas, casi ahogadas por la desesperación—. Usted dijo que no tendría que prostituirme.Alondra sonrió con frialdad, su rostro una máscara de satisfacción mientras observaba a la joven quebrarse ante ella.—Las reglas cambian, niña —dijo con una calma implacable—. Elige: acepta y te daré el dinero, o te niegas y te largas. Entonces buscaré a otra mujer que esté dispuesta a hacer lo que yo quiero.El corazón de Darina palpitaba con fuerza, como si fuera a estallar.Su mente era un torbellino de pensamientos oscuros, todo se desvaneció en un abismo mientras pensaba en lo que dijo el doctor, en la única
El amanecer llegó con una luz suave que se filtraba a través de las cortinas, tocando la piel de Darina, que permanecía inmóvil en la cama. A pesar de la calidez del sol, su cuerpo seguía helado, como si el frío del miedo se hubiera apoderado de cada uno de sus músculos, hundiéndola en un abismo del que no podía escapar.El eco de lo sucedido la asfixiaba. A cada respiración, sentía el peso de lo que había hecho, como si una invisible mano la estrangulara. No lograba olvidar aquella primera noche con él, un hombre extraño cuya presencia no solo había arrebatado su virginidad, sino algo mucho más profundo: su dignidad. ¿Era esto lo que tenía que hacer para salvar a su madre? La pregunta, tan cruel como desesperante, retumbaba en su mente.Abrió los ojos lentamente, y el peso de la mano sobre su cuerpo la hizo sentir más atrapada que nunca. No había forma de liberarse de esta pesadilla, ni en su cuerpo ni en su alma. El hombre seguía a su lado, inmóvil, y el contacto con su piel era lo
Un mes después.La habitación del hospital estaba bañada en una luz cálida, pero Darina no sentía nada. Su cuerpo seguía frío, incluso allí, entre las paredes blancas, rodeada por la luz que había prometido sanar. Las noticias sobre la operación la habían tranquilizado un poco, pero el peso de la culpa seguía aplastándola. Se apretó las manos contra el pecho, intentando que su corazón no estallara de la presión que sentía.—¡Hija! —exclamó su madre, sonriendo al verla entrar, sin notar la tormenta que arrasaba dentro de Darina.—¡Mami, ya estás mejor! —respondió Darina, con una sonrisa que no alcanzó a llegar a sus ojos. No podía soportar lo que estaba a punto de decir.—Aún no cantemos victoria, Darina —dijo el doctor, interrumpiendo sus pensamientos—. Está mejor, sí, pero su corazón sigue débil. Necesita una segunda operación. Pero ahora todo está cubierto, así que confiemos.El doctor salió, y las palabras de su madre comenzaron a desdibujarse en el aire.—Darina, ¿cómo conseguiste
—Escúchame bien. A partir de ahora, vivirás en esta mansión —sentenció Hermes con voz firme—. Quiero estar al pendiente de mi hijo.El corazón de Darina se encogió. Su respiración se volvió errática y sus manos temblaron. Era como si las paredes se cerraran a su alrededor, sofocándola.—¡Yo… no puedo! —suplicó, su voz quebrada por el pánico.Hermes la miró sin inmutarse, su expresión tan impenetrable como una muralla.—Vas a poder —afirmó con frialdad.—¡Mi madre está enferma! ¡Debo cuidarla en el hospital! —Las lágrimas brotaron de sus ojos, nublando su visión—. Por favor…Un silencio pesado se instaló en el despacho. Solo el crujido de la madera en la chimenea y la respiración entrecortada de Darina rompían la quietud. Hermes entrecerró los ojos, evaluando su súplica con la misma calma con la que tomaba decisiones de negocios.—Haré que tu madre vaya a un mejor hospital —dijo al fin—. Recibirá la mejor atención posible y podrás visitarla cuando lo desees.Darina sintió un vuelco en e
Darina salió de casa con una maleta en mano, sus dedos temblorosos apenas lograban sostenerla. La brisa fría de la madrugada acariciaba su rostro, recordándole que cada paso la alejaba de lo que había conocido.Afuera, el auto negro de la mansión Hang rugía con el motor encendido, sus faros como ojos inmutables en la penumbra.Mientras avanzaba por el camino, Darina no podía evitar sentir que caminaba hacia una jaula dorada, una trampa de lujo de la que no habría escapatoria. Cada paso retumbaba en su pecho como un martillo; no tenía elección, pues su única motivación era salvar a su madre.Cuando llegó a la mansión, Rosa la aguardaba en la entrada. La mirada de la jovencita era dura y fría, cargada de un resentimiento inexplicable que dolía a Darina, aunque aún no comprendía su origen.Hermes apareció y, sin más preámbulos, la condujo por largos pasillos adornados con lujosos detalles: mármol brillante, lámparas de cristal y cuadros que parecían contar historias olvidadas.Finalmente,
—¡Mamá, despierta, por favor, no me dejes!La voz de Darina se elevó en un grito desgarrador, cargado de angustia, mientras sus manos temblorosas se agitaban tratando de sacudir a su madre, que yacía inmóvil en la cama.El dolor en su pecho era insoportable, como si un abismo inmenso estuviera tragándose cada latido.La sensación de pérdida la ahogaba, llenándola de una desesperación que parecía hacer eco en cada rincón de la habitación.Con los ojos enrojecidos y el alma rota, Darina escudriñó la penumbra y encontró a Alondra, apoyada en una esquina, observando la escena con una mezcla de incredulidad y terror.El aire en la habitación se espesó, como si el mismo espacio presionara contra sus cuerpos, obligándolos a sentir la gravedad del momento.Incontenible, Darina se lanzó hacia Alondra.Sus ojos, ardientes de furia y desesperación, destellaban en la penumbra mientras, con una bofetada seguida de golpes temblorosos, intentaba hacerla reaccionar, como si cada golpe pudiera arrancar
Un Mes DespuésEl tiempo seguía avanzando, pero para Darina cada día se sentía como cargar un peso insoportable. Sus horas transcurrían en un vacío denso, como si su alma flotara en una neblina sin fin, incapaz de hallar el camino de regreso a la vida que conoció.Rosa estaba sentada junto a su cama, sosteniendo una bandeja de comida con manos temblorosas.La jovencita observaba a Darina con preocupación, notando cómo la palidez y la mirada apagada de la joven reflejaban una lucha interna que parecía consumirla por completo.—Por favor, Darina, come —suplicó Rosa en un tono suave, casi implorante.Pero Darina permanecía absorta, como si sus pensamientos fueran un océano oscuro que la arrastraba sin piedad.El médico había advertido que, de no alimentarse, su bebé correría grave peligro. Sin embargo, ella parecía ajena a la urgencia de ese aviso.Rosa tragó saliva; aunque no quería ser dura, no podía quedarse de brazos cruzados.—Darina… ¿Quieres que tu bebé muera de hambre? —preguntó,