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Sustituta del amor del CEO
Sustituta del amor del CEO
Por: J.D Anderson
Capítulo: El precio de un Heredero

—¿Quieres un millón de pesos?

La voz de la mujer resonó en la habitación con una calma venenosa, cada palabra envuelta en un tono de superioridad.

Darina, con sus manos temblorosas y el corazón latiendo con un ritmo desesperado, asintió con frenesí.

—¡Haré lo que sea! Por favor, necesito el dinero, ¡mi madre se está muriendo! —dijo con los ojos centelleantes de desesperación.

La mujer que tenía frente a ella era la representación misma de la elegancia y el poder.

Su vestido de diseñador se ceñía a su cuerpo con perfección, su cabello cuidadosamente arreglado caía en ondas suaves y en su mano relucía un anillo de bodas costoso, el símbolo de una unión que, a simple vista, parecía perfecta.

Con un gesto pausado, la mujer acarició la joya.

Luego, sonrió con frialdad.

—Bien. Si realmente estás dispuesta a hacer cualquier cosa, entonces tengo una propuesta para ti. Si puedes gestar al heredero de la familia Hang… obtendrás un millón de pesos.

Darina sintió cómo su respiración se cortaba. Un escalofrío recorrió su espalda.

—¿Dar a luz a un hijo…?

Por un instante, su mente quedó en blanco.

—¡Yo no me voy a prostituir! —exclamó, horrorizada.

Darina era capaz de todo por su madre, pero, ¿perder su dignidad? ¿Tener intimidad por dinero? Eso era demasiado para su mente, pero, ¿y su madre? ¿Acaso no haría todo por salvar la vida de su amada madre?

Las manos de la joven temblaban, estaba entre la espada y la pared, en una carrera contra el reloj y en una pesadilla interminable.

La mujer soltó una carcajada. No era una risa cualquiera, sino una que helaba la sangre, una burla cruel ante la inocencia de la joven.

—¡Qué puritana eres! —dijo con desdén—. ¿Quién habló de prostitución? No, niña, no necesito que te acuestes con nadie. Lo único que necesito es tu vientre y tus óvulos. Usaremos el esperma de mi esposo y listo.

El mundo de Darina se tambaleó. Su boca se entreabrió, pero no salieron palabras.

—¿Lo entiendes ahora, chica lista? —continuó la mujer, con una sonrisa afilada. Luego, su mirada se oscureció y llevó una mano a su vientre, apretándolo con desesperación—. Yo estoy seca. No puedo concebir. Nunca podré. Pero si consigo un heredero al que pueda llamar hijo… salvaré mi matrimonio.

Un brillo febril iluminó sus ojos.

—Entonces, todos ganamos algo. Mi esposo y yo tendremos un hijo. Y tú, un millón de pesos.

El corazón de Darina se retorció en su pecho.

Era un precio demasiado alto.

Pero pensó en su madre, en los tubos que rodeaban su frágil cuerpo, en las horas agonizantes que pasaba en aquella cama de hospital, el tiempo en su contra, si no conseguía operarla ahora, estaría perdida.

Pensó en la sentencia de muerte que los médicos ya habían dictado sobre su madre y la angustia la ahogó.

Cerró los ojos con fuerza.

No tenía opción.

Con un nudo en la garganta, cayó de rodillas ante la mujer y susurró, sollozando:

—Lo haré. ¡Lo haré! Daré a luz a su heredero, pero por favor, ayúdeme a salvar a mi madre.

La mujer frente a ella sonrió, pidió su teléfono y luego se marchó.

***

La lluvia comenzaba a golpear el pavimento cuando Darina llegó al hospital.

Sus pasos eran apresurados, casi desesperados.

El cielo gris anunciaba tormenta, pero no le importaba.

«Por mi madre haría cualquier cosa», se repetía una y otra vez.

 «Incluso si debo vender mi alma al diablo… lo haré. Lo que sea con tal de que sobreviva, con tal de que siga conmigo muchos años más. Por favor, Dios, apiádate de mí… ¡Nunca pensé en la idea de entregar un hijo! Pero… mi madre… ¡Ella es mi madre! Daría incluso mi vida por ella».

Entró a la habitación con el pecho oprimido.

Su madre, pálida como una flor marchita, descansaba en la cama.

La máquina a su lado emitía pitidos monótonos, cada sonido era un recordatorio de su fragilidad.

Darina se acercó con cuidado y tomó su mano.

Los párpados de la mujer se abrieron lentamente, revelando unos ojos cansados pero llenos de amor.

—Está bien, hija… —susurró, con voz rasposa—. No quiero que sufras por mí. Quisiera partir ya…

—¡No! —la interrumpió Darina, con los ojos llenos de lágrimas—. ¡Conseguí el dinero para tu tratamiento! Escúchame, mamá, te vas a poner bien. Vamos a vencer la enfermedad.

Su madre sonrió con ternura y le apretó la mano con suavidad.

Darina pasó la noche en el pequeño sofá de la habitación, observando cada respiración de su madre, velando su sueño como si en ello dependiera su vida.

***

Mientras tanto, en la lujosa mansión de la familia Hang, Alondra cruzó la puerta con el corazón acelerado.

Sabía que la tormenta estaba a punto de desatarse.

Hermes Hang, su esposo, la esperaba en el centro de la sala.

Su mirada azul era un océano congelado, sin rastro de calidez.

Alondra corrió hacia él con una sonrisa y se aferró a su cuello, pero el hombre la apartó con brusquedad.

El latido de la mujer se volvió errático.

—Mi amor… ¿Qué te pasa?

Entonces, sin previo aviso, Hermes la tomó por el cuello y apretó con fuerza.

Los ojos de Alondra se abrieron de par en par, llenos de pánico.

«¡Dios mío, él descubrió el desliz que cometí! ¡No debí ceder ante un deseo pasajero!», pensó desesperada.

—¡Fuiste infiel, Alondra!

Su tono era de puro veneno. Su ira era una bestia descontrolada.

De pronto, la soltó y arrojó un sobre contra ella.

Eran fotos.

Fotos de ella con otro hombre.

Su mundo se vino abajo.

—¡Es mentira! —sollozó, llevándose las manos al pecho—. ¡Me drogaron! Fue tu madrastra… ¡Ella quiere robarnos la herencia! Quiere que sus hijos lo hereden todo, y no tú, ni Rosa. No lo ves, Hermes… ¡Nos está manipulando!

Pero su esposo no se conmovió.

—¿Me engañaste, sí o no?

Alondra tragó saliva. Tembló.

—Fue un error… estaba ebria…

El rostro de Hermes se endureció.

—¡Quiero el divorcio!

Alondra sintió que la tierra bajo sus pies desaparecía.

—¡No, por favor! —suplicó, tomándolo de los brazos—. ¡No puedes dejarme!

Pero él ya estaba por irse.

En un último intento, desesperada, le lanzó su última carta.

—¡Mi amor! Ya conseguí a la mujer que nos ayudará a tener un heredero. La orden de la familia es clara: en un año debes tener un hijo, no importa si es conmigo… o con otra mujer.

La mandíbula de Hermes se tensó.

—¿Qué estás diciendo?

Alondra sonrió con malicia, aun con lágrimas en el rostro.

—Conseguí a la mujer que llevará en su vientre a tu hijo.

El silencio fue sofocante.

Hermes la miró con una expresión de absoluto desprecio.

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