4. Canelilla.

Karl

Cuando llegamos a mi mansión, le ordené a Mijael que bajara a la chica. Vi cómo se aferraba al asiento, intentando evitar lo inevitable, como si quedarse en el coche fuera a salvarla de lo que estaba por venir. Sus esfuerzos eran patéticos. Me acerqué con calma, casi disfrutando del momento. Coloqué mi mano bajo su quijada, obligándola a mirarme directamente a los ojos.

—Aquí no mandas tú —le dije con esa frialdad que me sale tan natural—. Las cosas se hacen a mi manera. Fuiste entregada como pago, así que lamento decirte que tendrás que aguantarte. Si dices una palabra más, no tienes idea de lo que soy capaz de hacer.

Noté cómo su pecho se agitaba de la rabia. A pesar de todo, se quedó callada. Era casi divertido. Estaba furiosa, pero no podía hacer nada. La miré detenidamente. Tenía un rostro angelical, una belleza que me resultaba irritante y fascinante al mismo tiempo, sus ojos eran unicos, parecia una diosa. No soportaba ver su piel tan pura e intacta, pero no podía negar lo evidente. —Era hermosa.

—Llévatela —ordené sin dejar de mirarla. Mijael esperó mis instrucciones, siempre atento a mis órdenes.

—¿A dónde, señor? —preguntó.

—Al calabozo —respondí sin pensarlo demasiado.

De inmediato, la chica comenzó a suplicar. Sus palabras salían atropelladas, el miedo evidente en su voz.

—No, por favor... ¿Por qué me llevan ahí? ¿Qué hice? —gritaba desesperada, como si esas preguntas importaran.

—No. —cambié de opinión con desdén—. Llévala a una de las habitaciones. Ya sabes a cuál.

—Sí, señor —contestó Mijael, mientras la chica seguía retorciéndose y rogando por su libertad.

—Y te callas de una vez —dije, sin darle importancia—. Aquí no hay espacio para tus berrinches. Eres solo una esclava ahora. Nada más.

Sus ojos se abrieron como si tratara de comprender lo que acababa de escuchar, pero no me detuve a explicarle.

—¿Qué significa eso? —preguntó en un susurro, aterrada.

Solté una risa baja, seca.

—Significa muchas cosas, cariño. Pero tranquila, no voy a matarte. Me costaste una fortuna, no voy a desperdiciar esa inversión.

Ella gritó, y por un momento consideré callarla de una forma más violenta. Los gritos de desesperación siempre me sacan de quicio, pero no soy de los que golpea a las mujeres. Prefiero otros métodos más efectivos para enseñarles a obedecer. Así que la dejé a su suerte y me dirigí a mi despacho.

Encendí un puro mientras me servía una copa. El humo llenó el aire lentamente, al igual que mis pensamientos. Maldito Jonathan. ¿Cómo pudo vender a la chica? Aunque, pensándolo bien, quizá una mujer valga más que los millones que ha perdido en sus juegos estúpidos.

Me senté detrás del escritorio, sacando de uno de los cajones los documentos que confirmaban la enorme deuda que Jonathan tenía conmigo. Esto no iba a quedar así, eso lo tenía claro. Sin embargo, ese problema lo resolvería después. Ahora tenía que lidiar con esta chica. Una virgen, como si eso significara algo para mí. Como si una mujer pudiera complacerme.

Tomé un sorbo de la copa, dejando que el licor caliente bajara por mi garganta. La verdad es que nada me satisface. No importa cuánto dinero gane, cuántas vidas controle, nada me hace sentir. Lo único que llega a despertarme algún tipo de emoción es ver a alguien verdaderamente asustado, verlos golpeados, sangrando, llenos de terror. Eso es lo único que me da placer.

Miré los informes de las mercancías que había enviado. Las ventas iban bien, las ganancias serían significativas, pero ni eso me importaba demasiado. Todo era una rutina vacía.

Suspiré, exhalando el humo del puro.

—Nada me hace sentir —murmuré, como si el aire pudiera entender mi frustración.

Pero había algo más en mi mente, algo que no podía ignorar. Aún estaba buscandola, a ella. La única persona que quizá podría darme lo que tanto anhelo. Pero encontrarla era casi imposible, como si la Tierra misma se la hubiera tragado.

Entré en mi habitación y miré hacia el jardín, oscuro como lo estaba mi corazón en ese momento. Cerré los ojos por inercia, tratando de apartar los pensamientos que me abrumaban. Y entonces apareció ella, mirándome con desesperación, pidiendo ayuda, mientras el caballo a su lado se descontrolaba. Reí con malicia ante su inocencia. ¿Cómo se atrevía a pedir ayuda? Era patético, ella subió sola a la bestia.

—¡Papá! ¡Ayúdame! —gritó, intentando aferrarse a las riendas, pero el caballo se agitaba violentamente. Mi padre y el suyo se acercó con pasos firmes, extendiendo su mano para pedirle la fusta. La niña, asustada, trató de obedecer, pero en su torpeza cayó de bruces al suelo. Me quedé mirándola mientras un delgado hilo de sangre se deslizaba desde su frente, manchando su piel.

—Estúpida niña. ¿Quién te dijo que te subieras a la bestia? —le solto, mi padre sintiendo un desprecio incontenible. Y yo solo la miraba. No me importaba su dolor; su presencia en el rancho me molestaba. Miré a mi padre, que estaba tan inmóvil y firme como siempre, esperando una explicación.

—Patrón, es mi hija. Disculpe, me la llevaré de inmediato. —Era Morgan, uno de los mejores peones del rancho. Bajó la cabeza apenado, sin atreverse a mirar a mi padre directamente.

—Morgan, que sea la última vez que traes a tu hija a mi rancho. —La voz de mi padre era fría y cortante, como siempre lo era cuando hablaba con los trabajadores—. Eres uno de los mejores, pero no permito que las familias de los peones irrumpan en mi propiedad.

El pobre hombre asintió, tragando su orgullo, y comenzó a levantar a la niña del suelo. Mi padre se giró hacia mí, la furia ardiendo en sus ojos.

—Y tú, sigue limpiando. No te quiero ver de vago. —Dicho eso, me golpeó en el pie con la fusta que aún sostenía. El dolor nunca llego. Ya estaba acostumbrado a su crueldad. No iba a darle el placer de verme flaquear.

Mi padre subió a su coche y salió de la casa grande, dejándome en ese pesado silencio que solía habitar en la hacienda cuando él no estaba. Caminé hasta donde Morgan estaba recogiendo a su hija, esa niña que parecía un espectro en medio del polvo y los animales.

—Su hija es muy necia —declaré, molesto, observando a la pequeña con desprecio. Morgan solo asintió, con la cabeza gacha, sin atreverse a decir nada.

Me alejé de ellos y fui al lago, donde el agua siempre me ofrecía un respiro de la sofocante rutina de la hacienda. Me sumergí en el agua fresca y dejé que el silencio me envolviera. A los 14 años, ya había visto y vivido más de lo que un niño debería. Mi vida se había convertido en una sucesión de días grises, sin emoción, sin propósito. El rancho era todo lo que conocía, y odiaba cada parte de él.

Una semana después, mientras descansaba cerca del lago, mirando una hoja de trébol que había encontrado en el pasto, los pájaros cantaban y los gallos cacareaban en la distancia. El caballo del establo relinchaba, pero a mí todo me daba igual. Nada lograba sacarme de mi apatía. Reí, sin ganas, una carcajada amarga, como si el peso de todo el mundo se hubiera asentado sobre mis hombros.

De pronto, la niña apareció de nuevo, como un fantasma, escondida detrás del gran árbol de cortez que crecía junto al lago. La miré con molestia.

—¿Qué haces aquí? —repliqué, sin ocultar mi fastidio.

—Nada —susurró en voz baja. Parecía tener unos ocho años, tal vez menos. Su cabello oscuro estaba revuelto, y tenía esa mirada traviesa que me irritaba.

—¿Cómo te llamas? —me preguntó de repente, con esos ojos raros que brillaban con una curiosidad que me enfurecía.

—Qué te importa —le respondí, hastiado. No tenía tiempo para niños entrometidos. Ella apretó los labios, como si hubiera hecho algo mal, y se fue corriendo hacia el lago. La observé mientras se acercaba al agua y comenzaba a jugar, ajena al peligro que la rodeaba. No le presté mucha atención, pensando que eventualmente se cansaría y se iría.

Pero, entonces, escuché un grito agudo. La niña se había caído al agua y estaba luchando para mantenerse a flote.

—¡Ayúdame, patroncito, por favor! —gritaba con desesperación.

Negué con la cabeza, irritado, pero me levanté y corrí hacia el lago. Me lancé al agua y la saqué, mientras ella se aferraba a mí, temblando de frío.

—Estúpida niña —le grité, mi voz dura—. ¿Por qué demonios entraste al lago? —Ella solo me miraba con esos ojos grandes, asustada y temblorosa.

—Gracias, patrón —murmuró, aferrándose más a mí mientras su cuerpo tiritaba por el frío.

La miré y me di cuenta de que estaba sangrando de un pie, probablemente se había cortado con una roca. La puse en mi espalda para llevarla de vuelta.

—¿Dónde vives? —le pregunté, mientras caminaba hacia el rancho.

—En el rancho Picpic —respondió con voz temblorosa, pero no tenía idea de a qué se refería. Seguí caminando hasta que llegamos a una pequeña casa, apartada de la hacienda. Una mujer salió corriendo al vernos.

—¡Gracias, patrón, por traerla! —dijo, aliviada—. Disculpe que mi hija le haya causado molestias, debería irse, cuanto antes si su padre lo ve por estos lados... no quisieron ver como lo lastima sin piedad.

—No te preocupes —respondí, tratando de disimular el hecho de que mi padre probablemente me estaba buscando para golpearme otra vez por haber salido sin su permiso—. Estoy acostumbrado a los maltratos de mi padre —añadí restándole importancia.

La mujer me ofreció algo de comer, y después de dudarlo, acepté. Me senté a la mesa mientras la niña, cojeando, saltaba de un lado a otro, a pesar de su herida. Ella me sonrió, mostrando sus dientes pequeños y desiguales. La miré y, por un instante, le devolví la sonrisa, pero rápidamente borré cualquier rastro de amabilidad de mi rostro. No podía permitirme sentir algo por nadie.

Días después, todo volvió a la rutina. Los golpes, las humillaciones de mi padre. Nada de lo que hacía me afectaba, o eso quería creer. Pero lo que realmente cambió fue mi pequeña amistad con la niña. La llamé canelilla por como era ella.

Pero un día de tormenta, cuando el viento rugía y las nubes oscuras cubrían el cielo, ella desapareció. Nunca más volví a ver a mi amiga.

Un huracán entró al país destruiyendo todo a su paso, mi padre mandó a matar al señor Morgan porque tenia planeado huir la noche de tormenta y luego ella junto a su madre desapareció para nunca volver.

***

Desperté de un brinco, al recordar el pasado. Dejé escapar un suspiro, y entre a tomar una ducha, prendí la regadera y como siempre no tenía idea si era cálida o fría. Al salir seco mi cuerpo, me pongo mi ropa oscura como siempre, mi sombrero, y lo demás que suelo hacer como rutina. Salgo de la había y entro a la habitación en la que esta la chica.

—Buenos días patrón.

—Hice berrinche.—El guarda, negó.

—No, ella sólo lloraba en silencio.

Me acerco a la chica y ella asustada se alejó un poco. Así me gusta que me tenga mucho miedo, me divierte ver terror en su mirada.

—Esta noche iras a mi club, te llevare a trabajar—Mencionó y ella abrió los ojos sorprendida.

—Qué haré en ese lugar.—Inquirió asustada.

—Lo sabrás cuando llegues. Ahora eres mía y de nadie más.

—¿Soy, suya...?—Asentí colocando mi mano en su rostro.

—Exacto muñeca.

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